Partículas Odoríficas
Es raro, ciertas historias nos marcan sin ser del todo importantes. Esta es una de ellas: me senté en un asiento de la micro (da igual en cuál) y como tantas veces me puse a mirar por la ventana (no daré detalles, quiero ser conciso y estoy practicando dicha técnica) cualquier cosa. Recién se había bajado el hombre que se sentaba donde yo estaba en ese momento. El asiento a mi lado estaba vacío, no había tanta gente en la micro, pero sí gran parte de los puestos estaban ya ocupados, al menos aquellos que miraban hacia fuera.
Escuchaba música.
Tap-tap-tap, golpeaba el piso con la planta de los pies al ritmo de las canciones, mis manos intentaban emular la batería de Dan Gluszak y cantaba en silencio lo que recordaba de las letras. En aquel momento la micro se detuvo en un paradero. La gente subió, pagó el pasaje y empezó a buscar con la mirada el asiento (y el acompañante) que más le agradara. Hay una fantasía en cada uno de nosotros (no me digan que no, chicos, obviamente es así); que sube una chica sexy por la escalinata de la micro, mira las opciones y se sienta al lado de uno, luego entra a conversar, se ríe quizás, echa un chiste, comenta, quién sabe, pero conversa, y uno no es un novato, uno es un rompecorazones, un galán y sabe tratar con las damas de ese tipo. Así que no es tema pedirle el número, ni el E-Mail, y por supuesto preguntarle el nombre para buscarla en Facebook, no señor; y sabes que ese será el amor de tu vida (o de una noche, allá ustedes y sus propósitos), uno no se encuentra con una chica bonita todos los días, y menos en una micro. Pero bueno, nos desviamos del tema, porque, sinceramente, entre los nuevos pasajeros, ¡cuál de todos los adefesios más espeluznantes! (perdonen la franqueza, pero, en cuanto a estética humana, este país se está hundiendo).
Se acomodaron. Entre los últimos en entrar, alguien llamó mi atención. Ya defraudado de todos, mi vista se vio dividida entre la ventana y el pasillo, por el cual ahora avanzaba una señora de proporciones bíblicas. Carajo, pensé, por favor que no se le ocurra sentarse a mi lado (debo admitir aquí que soy un hipócrita porque estaba criticando la belleza de los pasajeros nuevos y ahora mi asiento era el único solitario en toda la micro), y como era de esperarse, tristemente, la señora deja caer su voluptuosa humanidad junto a mí.
El asiento tembló.
Mi espacio vital se vio levemente invadido… no tan levemente pero sí invadido. Quedé bastante incómodo, temí por la vida de mi teléfono oculto en mi bolsillo derecho y decidí sacarlo inmediatamente. Sin embargo, hubo algo más chocante en todo el espectro gigantesco de la mujer. Exploré disimuladamente el contorno del rostro avejentado de la señora que enseñaba una nariz pequeña, con hoyuelos bastante grandes; la piel roja, se notaba, pero muy maquillada, con capas de crema o base facial que la hacían brillar ante el radiante sol de media tarde que se filtraba por entre los edificios de la ciudad hasta la ventanilla del transporte; labios casi inexistentes encabezados por diminutos bigotitos casi blancos que se movían con el respirar algo exuberante del... espécimen; una frente angosta y húmeda de sudor tibio (me imagino yo) demarcada por las raíces negras que adornaban la cabellera oxigenada, platinada más bien; radiante y barata.
Me miró. Qué ojos, pensé, no por la belleza, más bien por el pavor que me inspiraron ante su exploración hacia mi angustiada expresión. Pepas marrones encuadradas por pestañas extremadamente negras, llenas de pedazos secos de rímel (seguramente de mala calidad), y una pintura de ojos (no sé exactamente cómo se llama esa pintura) de algún color, un morado, pero no sé qué morado. Creo que quizás era un calipso y no un morado. No importa. Luego volvió a mirar al frente.
Horrible, sin embargo, como dije, hubo algo que me chocó más fuerte. El aroma. Sé que he olido eso antes, estoy seguro, no sé en quién, no sé si en otros gordos, no sé, pero sé que sí lo he olido. ¡Como los mil demonios!, un hedor a jamón, a mortadela, a cerdo barato, grasiento, fuerte, un aroma que no podía soportar. Y la vieja acomodaba más y más el culo en el cuero sintético de la micro y yo más y más contra la pared (¿se le puede decir pared a… la “pared” de la micro?) mientras intentaba concentrarme en la música. “Temper, temper – cantaba yo – I never wanted to be…”, pero era imposible concentrarme. Me imaginaba las partículas oloríficas (¿existe eso?) entrando por mi nariz y dándole una patada a todos is sentidos.
La micro avanzaba.
Saqué mi teléfono celular para, no sé qué, no me acuerdo, pero lo saqué. Salí de la aplicación para escuchar música y, de imagen de fondo, tengo el rostro de una chica que no sé quién diablos es, pero que es extremadamente bella. No sé por qué la vieja miró, vio a la chica, y me miró, con el ceño fruncido (tómense un tiempo e imagínenla), me apretó más contra la pared, movió las caderas haciéndome presión y dijo: eh, cabrón, te gustan las chavas lindas, ¿eh?, ¿te gustan las modelitos?, sí, a qué no, cabrón desgraciado, las flacuchas, ¿cierto?, con cuerpecitos perfectos, ¿no te gusta la carne de verdad?, ¡cabrón! Y yo en silencio absoluto con el rostro de miedo, como para una foto del spot publicitario de un libro o película de terror. Cabrón, me decía, eso es lo que eres, un cabrón de… ( Y bueno, se imaginarán qué sigue). Pensaba en que me gustaría que pasara cualquier cosa: que se subieran unos terroristas y nos tomaran de rehenes. Que la micro chocara y todos muriéramos trágicamente. Que yo nunca hubiera tomado esa micro o simplemente no me hubiera sentado allí. Luego, en la fracción de segundo que transcurrió para que mi mente procesara todo eso, con la dificultad de que poco (casi nada de) oxígeno entrara a mi sangre, llegué a pensar que a gente como yo debe pasarnos cosas así. (La vieja me sigue diciendo cosas con su acento mexicano y el hedor de ni siquiera quiero imaginarme qué espantoso rincón de su cuerpo, más un tufo no mucho mejor). Debemos documentar estas cosas, pensé. Y bien cada uno escribe de los peores momentos de sus vidas. No soy un escritor, pensé, pero puedo decirle al mundo que estas cosas ocurren, pensé mientras el mundo giraba en slow motion. Si Nicholas Gage no hubiera perdido a su madre en la Guerra Civil Griega a mano de los comunistas no hubiera escrito su célebre novela Eleni. Si a Anthony Burgess y a su mujer no los hubieran atacado los soldados aliado en Inglattera, hasta violarla y golpearla a ella, jamás hubiera escrito A Clockwork Orange. Si a Roberto Bolaño no lo hubieran tomado preso en el 73’ de Chile, jamás hubiera escrito su cuento Detectives. Así que sí, me hallé desesperado mientras me comparaba con aquellos pobres y malaventurados escritores sometidos a las más duras torturas mentales para lograr obras de grueso calibre. Yo, en ese momento, estaba pasando por la prueba de mi vida: el fantasma del hedor, aquel que Patrick Süskind seguramente hubiera querido experimentar antes de escribir Das Parfum, die Geschichte eines Mörders y así lograr una novela aún más grandiosa de lo que ya había hecho.
Y la vieja gorda seguía insultándome. No sé si el resto de los pasajeros nos miraban o la oían. Lo desconozco. Sólo sé que intenté ignorarla, sus palabras eran lo de menos, era el tufo a Dios sabe qué y el hedor a jamón pasado lo que estaban a punto de provocarme una neuralgia (no sé qué es eso pero suena aniquilador). Luego se bajó. No sin antes pararse con cierta dificultad, mirarme, y decirme: cabrón hijo de… (Sí, eso, una trabajadora sexual). Media vuelta y su espalada tambaleándose de izquierda a derecha, de izquierda a derecha, avanzó hasta la puerta delantera, y bajó de la micro. Recordé otro cuento. Uno de Raymond Carver. Fat ( Gordo, en ingles) que hablaba de una camarera y lo impresionada que estaba por un cliente que era excesivamente gordo. Quizás escribiría algo como Carver. Pero yo no soy Carver, pensé.
“Never, never, - tarareé - I had a feeling this would never leave, I’ve got a wick to burn my skin”. El olor no tardó en disiparse junto con la presencia de su dueña. Era libre al fin.
Ya en mi casa pensé en escribir sobre lo ocurrido. Prendí el ordenador y busqué en Google la palabra olorífico, la cual no existe, siendo el término correcto odorífico. Partículas odoríficas. Luego preferí no escribir sobre eso. ¿A quién le va interesar?, pensé, ¿a quién le va a interesar?
Me fui a dormir. |