“¡Veeenga a probar las nuevas empanadas! ¡Las más ricas y buenas em-pa-na-das! No se arrepentirán, no se arrepentirán, tienen el mejor pino de la ciudad y de la humanidad.” Así gritaba todos los días el grupo de pregoneros en las calles desde las once de la mañana. Desde hacía un año o algo más, empanadas Tolifan dominaban todas las reseñas a nivel mundial. Fue un proceso gradual luego de un cambio de receta, al comienzo llegaba la gente del barrio, vendían unas 50 empandas. Luego se comenzó a pasar la voz y al mes ya estaban por las 500 los fines de semana. A los dos meses personas de toda la ciudad venían y decían que vendían más de 2.000 empanadas los fines de semana, era una locura.
Fue entonces cuando decidieron expandir el local. Hicieron un gran galpón para cubrir a la gente del sol, no quería que nadie muriera de deshidratación, como había pasado en algunos países vecinos, desmayada, seca como una pasa. Pusieron fuentes de agua, malabaristas y payasos, los sábados bandas en vivo y los domingos obras cortas de teatro. La gente llegaba y esperaba feliz a llegar a la ventanilla a pagar 5, 10, 15, 50 empanadas y escasos minutos después llevarse el sobre de papel kraft amarrado con pita en forma de cruz, o varios, para comérselas donde más les apeteciera. Pasado un año, el galpón se había expandido cuatro veces y la gente salía riendo y diciendo que se habían perdido, que habían estado un día completo esperando, que habían mandado al hijo el viernes en la noche a hacer la cola, que no le gustaba almorzar muy tarde. Muchos creían que no valía la pena tal espera, pero, estaba claro, muchísimos otros creían que sí. Prontamente el primer grupo desapareció. A los dos años las empanadas Tolifan habían adquirido fama internacional y el galpón para que la gente esperara se había convertido en un centro de atracción en sí mismo. Diversos espectáculos mundiales realizaban presentaciones ahí, siempre los sábados música y los domingos teatro; chinos, coreanos, alemanes, mejicanos, etcétera, etcétera, etcétera se reunían y reían y luego se asustaban al ver que la fila se encontraba estancada, que no habían avanzado, que conocían a los rostros a su alrededor de memoria y si veían uno nuevo se exaltaban y lo saludaban y le daban la bienvenida al grupo de los 45 minutos – solo pocos afortunados llegaban ahí – de las 3 horas, medio día, 27 horas, dos días, 45 horas, de los 5760 minutos e inclusive de los 432.000 segundos. Todos, todo el mundo se reunía ahí. Algunos decían que inclusive se había convertido en la nueva capital cultural y culinaria del mundo.
A los 3 años el galpón abarcaba la comuna completa y la ventanilla donde la gente hacía sus pedidos seguía siendo una sola al final del camino. Estaba desgastada, la cortina que antaño había servido para decir que estaba cerrada jirones hechas se encontraba, raída, sucia, traslúcida de tanto ser cerrada y abierta. Tenía manchas de grasa y olor a cebolla, carne picada, comino, orégano, sal, pimienta, aceitunas, pasas y un sinfín de otras cosas que no es posible revelar. Y la gente esperaba, o creía que esperaba, pacientemente en una fila que ya parecía interminable. En dicha tercera etapa, se decía que un millón de personas dentro esperaba. Que la gente vivía y moría adentro. Durante el transcurso de su historia, se formaron equipos médicos, se había destinado algunos sectores, contra la voluntad de muchos porque perderían su puesto y tendrían que comenzar a hacer la fila desde 0, médicos y de primeros auxilios, habían nacido ya unos 1.500 niños, todos llamados Tolifan o Tolifana dependiendo del sexo del recién nacido.
A los 4 años los espectáculos habían dejado de llegar, ya no quedaba más que las sombras de los artistas que dentro aún se encontraban, sin poder encontrar la salida, exhaustos, blancos de tez, gris de pelo y con el sentido del olfato completamente anulado. Solo empanada. Empanada. Empanada, empanada. Empanda empanada empanada. Eso era lo que olía la gente y nada más. El pútrido olor que emanaba los inicios de la fila era imperceptible y se confundía con el olor al pino en cocción y la masa en el horno, del relleno que la gente botaba al suelo al morderla y que ya nadie más limpiaba. El olor a humano se mezclaba y se hacía indistinguible, y si bien un sector de la población había construido, aún no se sabe cómo, un sector de duchas, éste era escasamente usado por miedo a que alguien más le quitara el puesto, por si alguna persona del grupo del día 3 se infiltraba sin que supiera en su cupo de las 36 horas y quizás porque les tocaba la suerte de avanzar 2 minutos en la fila. Dos eternos minutos, dos minutos Tolifan, para ser más precisos.
Y así siguió. Expandiéndose, abarcando en el transcurso de los años la cuidad y luego el estado. Con un galpón que se construía sólo, que la gente que llegaba de los diversos lugares del mundo atraído por este misterioso sabor y galpón, que esperaban pacientemente años para ver la mujer detrás de la cortina, algunos para infiltrarse a la cocina y robar el secreto del éxito de las empandas Tolifan. Y algunos, trastornados, salieron. Con una sonrisa gigante en la boca, sebosos, y algo de pelos menos, hablar incapaces de, riendo más y hablar jamás intentándolo aunque. Queriendo al resto del mundo decirles que se alejaran de aquel mágico y ahora oscuro lugar, que entre risas las palabras elefante y pino y feto y grasa y hornos y enano y muertos y restos y mezclas y piel y estómago y risa y llanto y pelo y aceite y masa y amasa y las señoras que amasan y las cortinas que masan y que el fuego y el frío y el sol y, y, y… y hasta el día de hoy, ciento cincuenta años después de su inauguración, la gente a las empanadas Tolifan siguen yendo resueltas a esperar y ese exquisito pino Tolifan probar.