Dedicado a mi amiga Coooo.
Espero que lo disfrute, jaja...
Tomó la escoba con firmeza, como quien empuña una espada, y con un golpe seco y premeditado atrapó la cucaracha que caminaba irrespetuosamente por arriba de la mesada de la cocina. El asqueroso bicho quedó hecho añicos y ya no le sirvió para el insectario del Colegio, pero al menos era una alimaña menos en la casa; su madre se lo agradecería.
Tenía guardados en frasquitos individuales: una hormiga mulata, una garrapata aún viva y una tarántula agusanada. Era todo un fracaso su colección de insectos…
Había estado a punto de atrapar un moscardón verde, pero muy ágilmente se le había escapado. “Hoy es tu día de suerte” – pensó Renzo, y no se equivocó; sólo que su suerte sería mala.
Al escabullirse, el ponzoñoso insecto le lanzó muchísimas miradas irónicas, ¡todas al mismo tiempo! y se largó con aire soberbio y triunfante. Pero al volar hacia el jardín, se detuvo a degustar un durazno podrido que sobresalía de una bolsa que había caído del canasto de la basura. A la bolsa la habían roto los perros y el durazno se encontraba revuelto entre cáscaras de papas, yerba y otros residuos domiciliarios de carácter orgánico. El tiempo insumido en aquel festín le costó la vida al moscardón, ya que le dio ventaja a una imponente y apasionada hembra cururú, que lo vio y se le antojó deliciosamente regordete, envuelto en poderosas feromonas y con una suciedad en las patas, digna de un macho con personalidad... Entonces la cururú se le acercó con sigilo y con un beso furioso de lengua se lo tragó.
Un rato después, Renzo atravesó el vergel del patio de su casa y advirtió a ese animalito tan desagradable, con sus ojitos cerrados, presa de un éxtasis profundo. Pero jamás imaginó que estaría disfrutando del placer de haberse engullido al desafortunado moscardón, ese que minutos antes se le había escapado con tanta agilidad...
Renzo se dirigía a lo de Renata, una compañera de la escuela a la que deseaba con ahínco, para invitarla a recorrer los caminos de pedregullo en busca de más bichos. Pero la adolescente, aunque no era ajena a lo atractivo de sus labios y a su imaginación siempre latente, era tan moralmente recta y exigente, que tomó su invitación como una proposición indecente y prefirió quedarse en su casa con ánimo ofendido. “Las jovencitas son tan hormonalmente sensibles que no perderé mi tiempo tratando de entender lo incomprensible. No me importa por qué motivo rechazó mi invitación; iré solo” – se dijo para sí el muchacho. “Total evidentemente hoy no ha sido mi día de suerte”. Sin embargo se equivocó, ya que la buena suerte estaría de su lado, dándole la posibilidad de experimentar algo que jamás se habría imaginado experimentar ese día.
Renzo iba con su soledad, saltando los charcos de agua que la reciente lluvia había dejado en el sendero de canto rodado. De vez en cuando algún gorrión solitario adormecía sus incesantes y juveniles pensamientos, y apuntando con la precisión de un cazador, despojaba al cielo de aquella inocente criatura alada tan sólo de un hondazo. Su satisfacción era tan breve como el recreo del colegio y terminaba cuando volvía a recordar a Renata, con su piel de porcelana fina y sus ojos color de caramelo mentolado. Pero de repente, una lluvia de moras en su cabeza lo sacó de su ensimismamiento. Y aún sorprendido por aquel asalto frutal, vio correr como una gacela a una muchacha desalineada y con una melena arcaica.
La persiguió con intriga, rasguñándose con las chircas y sorteando los obstáculos de la naturaleza, dando saltos como un canguro. De un salto cayó sobre ella y la salvaje le esbozó una mirada tan simpática que lo dejó confundido. – Me llamo Laura – Dijo con los labios manchados de comer la dulce fruta púrpura y con una voz tan melodiosa como impactante.
Laura era una chica traviesa y poco femenina, pero bonita, desinhibida y veloz para el amor. Charlaron, se conocieron y Renzo le comentó sobre su insectario, además de confiarle cómo esa misma mañana había perdido la que podría haber sido su más valiosa pieza de colección: el moscardón verde. Y después de compartir una charla extensa y amena, Laura le susurró unas palabras al oído que reverberaron en su cuerpo. Se amaron de una manera brutal, bajo las ramas de un espinillo, y al concluir, Laura se rió de una manera desmedida de la inexperiencia y torpeza de Renzo al amar. Por lo que inmediatamente, con un beso furioso de lengua, el joven se tragó la risa de la ninfa campesina.
Y al regresar a su casa, al atravesar el patio, al volver a mirar a la hembra sapo que aún permanecía embelesada e inmóvil en el mismo lugar, soltó la carcajada frenética que le había arrebatado a Laura, al recordar a Renata, tan fría y ajena, con su piel de porcelana fina y sus ojos color de caramelo mentolado.
La suerte es un suceso tan impredecible…
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