En Cuba el me de septiembre es algo especial. O, si se quiere, un mes de cambios. Los niños pasan del círculo infantil a la escuela y pregúntesele a cualquier madre o padre a cuánto asciende el costo de ese simple cambio, desde la mochilita hasta la meriendita, pasando por los lapicitos, las libreticas y las mediecitas, mas, cuando pasan de nivel, van perdiendo los diminutivos, tanto de las cositas como de los dineritos.
Mientras, en los centros de trabajo, que se habían detenido desde finales de junio hasta esa primera semana del noveno mes, los cambios se ven en los colores de la piel, tostadas por el sol playero y también se ven los cambios en los nuevos y, sobre todo, en las nuevas trabajadoras recién graduadas. No sé a qué se debe, pero las nuevas graduadas cada día son de mejor calidad…
-¿Usted está seguro de eso?
Perdone la digresión, pero es que mi conciencia técnico-laboral no me deja pensar en paz y tranquilidad.
No me voy a meter en ese tema de la preparación técnica, ese es un problema de quien dirige este centro de trabajo, que para eso le pagan. Sólo me refería a la calidad física. No sé si se deba a lo corto de la saya, a lo largo de las piernas, a lo estrecho de la blusa, o a lo ancho del resto, pero cuando uno empieza la curva de la mayoría de edad, treinta años más allá de los veintiuno oficiales, estas compañeritas que se incorporan crean revuelo en las mentes, por mucho que uno desee abstraerse de esos pensamientos machistas.
Hace unos años se unió a nosotros Lupita. Realmente se llama Guadalupe de las Mercedes. Sus padres la fabricaron en México y nació en La Habana, un 24 de septiembre. Ella sigue teniendo un solo problema, pues su cara no es nada del otro mundo, aunque de acuerdo con ciertos cánones cubanos de belleza, podría calificar en la categoría benévola de no ser bonita. Ojos pequeñitos en una cara alargada, estrecha y maltratada por un acné juvenil agresivo, con un pelo color indefinido sobre el cual mi abuela hubiera dicho que ella tenía en la cocina, estropajos para fregar con mejor calidad. En fin, el conjunto facial no lo salva ni el huequito de Kirk Douglas en la barbilla.
No obstante, a partir del cuello… se acabó el querer. Hacia delante arriba, hacia atrás abajo, hacia los lados… en fin, una construcción de hormigón armado, sostenida sobre dos larguísimas piernas, que estarían mejor en cualquier exhibición, que escondidas detrás de un buró. Es verdad que nada en la vida es ideal y sobre todo, porque Lupita es, además, de un carácter casi perfecto.
Para nosotros, tenía el aliciente extra de ser la primera mujer que se unía al grupo, así que entre tigres y camajanes, todos queríamos disputarnos su entrenamiento, la compañía en el almuerzo y hasta el acompañamiento gratuito a su casa, incluido el ofrecimiento de botellas en bicicleta, moto o hasta en lada con chapa carmelita.
Los días y los meses pasaron y con ello vino la triste realidad de la costumbre y Lupita pasó a un segundo plano. Compartía con todos, incluso en las fiestas se tomaba el trabajo de resistirnos a cada uno como su pareja de baile. En los dos septiembres siguientes no se incorporó ningún recién graduado, hasta que hace unos meses, tres años después de la llegada de Lupita, llegaron dos muchachos de la CUJAE y una abogada, obviamente graduada de Derecho. Ella tiene uno de esos nombres modernos imposibles de pronunciar correctamente y mucho menos imposible de recordar. Comienza con una jota, siguen unas cuantas letras y termina en algún “eidi”. Por suerte, ella estaba acostumbrada y enseguida que se presentó nos dijo: llámenme Jota y así todo es más fácil.
En comparación con Lupita, Jota no tenía nada que ver. Era una muchacha muy linda, con cara de muñeca, pero de un cuerpecito promedio, algo así como un poquito de aquí y otro de allá, pero nada más. Otra característica que la destaca es su aspecto muy callado. Comparte con todos, pero no se dedica a conversaciones con nadie.
Entre tantos hombres que componemos la oficina, era normal que Lupita y Jota establecieran un vínculo natural por simple afinidad femenina. De igual forma, una vez más los cazadores afilaron sus armas y se dispusieron a iniciar la persecución. Cayeron las invitaciones “desinteresadas”, los apoyos para las tareas, hasta que de pronto, por esas cosas de la vida, me la asignaron como adiestrada. Lo cual significó, primero que todo, ser el blanco de cuanta suspicacia podía existir entre el resto de la manada masculina. No soy una persona que le agraden las muchachas jóvenes para una relación, ni siquiera pensando en mi estado de divoricado y, sobre todo, en mi estado de “sin compromiso”.
Mis dos condiciones no son un muro que mi impidan conocer la calidad y a veces, mientras trataba de explicarle las características de un proyecto, me quedaba envuelto en el delicado perfume que emanaba de su cuerpo, así como en alguna que otra redondez, la cual, intencionada o inocentemente, escapaba de lo corto y estrecho de sus ropas.
Como Jota vivía cerca de la casa de mis padres, donde me fuera a vivir luego del divorcio, cada tarde la acompañaba y, por qué negarlo, su presencia me fue levantando recuerdos que cada día me acercaban más a violar mis convicciones etáreas.
Hace unos días, Jota se enfermó de una gripe de esas aplastantes que cada invierno nos golpean y dejamos de vernos. Nunca he sido amigo de visitar enfermos, pues pienso que esas visitas causan más dificultades que satisfacciones, así que sólo la llamé y le mandé algunos recados con los compañeros que sí fueron a visitarla, incluida Lupita.
Ayer Jota se reincorporó al trabajo y al terminar el día, igual que lo hiciera antes, salí caminando con ella hacia su casa. Sólo había avanzado unos metros cuando se nos unió Lupita, lo cual me llamó la atención, pues ella vivía exactamente en dirección opuesta. Varios compañeros me había prevenido de que Lupita sentía algo por mí, pues en los últimos tiempos me miraba de forma muy destacada.
Yo, debo confesarlo, aunque me halagara ese comentario y esa posible atracción, no le había prestado la menor atención. Por eso me asombró más ese acercamiento de forma abierta. Anduvimos juntos un par de cuadras, hablando del estado del tiempo o de cualquier otra cosa sin importancia. De pronto Lupita me pidió detenerme, mientras le hacía señas a Jota para que continuara su camino.
Sin haberle dado motivos para ello, temí una escena de celos.
Con firmeza, pero sin ninguna alteración en la voz, Lupita acercó sus labios a mi cara para que nadie ajeno pudiera escuchar lo que iba a decirme:
-Por favor, Alfonsito, si hay una cosa que detesto en la vida, es que la gente me haga sombra y obviamente me refiero a Jota. Espero que tú no te le vuelvas a acercar. Ella, para que lo sepas de una sola vez, es algo mío. Gracias por entender.
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