-¿Yo?
Ella sólo le repite la seña.
-¿Conmigo?
La muchacha encoje los hombros en un típico gesto de contrariedad y, una vez más, le indica con la mano que se le acerque.
El lleva unos tres cuartos de hora sometido al sol de las doce del día en esa parada de la céntrica esquina de Coppelia en el Vedado capitalino. Es 15 de agosto y a esa hora debería estar firmada una ley para prohibir a las personas caminar por las calles. El sol, el calor, la humedad y hasta la misma madre de los tomates, se hacen insoportables.
Recuerda un viaje a Yemén, hace un par de años, en el que a las dos de la tarde del verano, terminaba la jornada laboral y las personas se dirigían directamente a sus casas. Era la época del Ramadán, y se prefería esperar hasta el anochecer para regresar a las calles. Un médico de la misión cubana, le contaba que ellos dejaban recogida el agua desde por la mañana, pues a la hora del baño era imposible utilizarla directamente de las cañerías, bajo riesgo de freírse la piel en la ducha.
En ese espacio de tiempo sólo había pasado un ómnibus, tan repleto que no era posible montarse. De hecho, no se detuvo en la parada, aunque por suerte no era la guagua que él esperaba.
Ante la imposibilidad de hacer algo mejor, se había dedicado a mirar a las personas que igualmente sufrían la espera. No conocía a ninguna, pero lo mejor era pasar el tiempo inventándole una historia.
Así, la viejita con la sombrilla colgando de su brazo y de cara angelical, se convirtió en la reencarnación de una bruja que en las horas diurnas seleccionaba las víctimas de su placer nocturno.
El señor del jean, que ya viera pasar sus mejores años, movía la cabeza de un lado a otro, mientras observaba a las mujeres cercanas. Ese viejo sádico, podía en cualquier momento, comenzar a sacar sus afilados dientes y saltar sobre el cuello de alguna transeúnte.
La siguiente… ¡Dios Mío! ¿Y esto qué es? El sumum de la creación en dos piernas. ¿Para dónde estaba mirando que no la había visto? Demi Moore, cuando Patrick Shwayze la acaricia en Ghost, se hubiera muerto de envidia si viera aquello. Realmente, en la comparación, Demi hubiera perdido a Pat.
El pelo, negro total, estaba sencillamente dividido en dos partes que caían a cada lado de la cara. Unos ojos, con el mínimo toque achinado para no hacerlos exactamente redondos, luchaban en belleza con la fina línea de las cejas y unas pestañas, sin el más mínimo maquillaje, pero de un largo sobrenatural.
No era de gran estatura, más bien pequeña, recordando aquello de que el buen perfume, el veneno… y las satisfacciones… vienen en frascos pequeños. Recordó en ese momento, que para la fabricación de sus satisfacciones se acabaron los pomos con anterioridad, y en ese particular, sólo podía hacer uso del refrán y no de sus recuerdos.
Siguió observándola. De arriba abajo. Lentamente. No tenía apuros. Se acercó un ómnibus que por poco rompe el hechizo, pues era el suyo, pero al igual que el anterior, pasó de largo. Cosas de la vida. Lo agradeció.
¿Para qué inventarle historias? Ella, por sí misma, era mucho más que cualquier fantasía. Todo en combinación, de poquitos y de azules: desde los espejuelos, que no obstante el sol, usaba femeninamente sobre el pelo, hasta unos zapaticos de medio tacón, hechos para una vidriera y no para las calles de su queridísima y agrietada, Habana.
Ensimismado como estaba en la contemplación, no fue capaz de entender la primera seña que ella le envió.
Una mezcla de sobresalto e incredulidad le recorrieron el cuerpo y sólo atinó a contestar el tímido “¿Yo?”, que a la muchacha le causara contrariedad.
Da unos pasos inseguros hacia ella.
-Si te fijas, lo cual llevas haciendo hace un rato…
O sea, lo había estado mirando
- …somos los dos únicos jóvenes en esta parada. Ya que la guagua de nosotros no pasa, ¿por qué no caminamos un poco?
Realmente él nunca había sido una persona agresiva. De hecho es más bien pasivo y hasta lento en establecer relaciones. Pero ni en sus sueños más fantasiosos, podía pasarle por la mente que ella fuera a invitarlo de esa forma: directa y al centro del pecho. Por cierto, retomando el tema del análisis, ahora se fijaba que sus pechos, sueltos bajo la ligera blusa de algodón, eran una mezcla de tamaño pequeño, no minúsculos, solidez y verticalidad, dignos del mejor de los fotógrafos.
Sin decirse ninguna palabra comenzaron a caminar en sentido opuesto al de los ómnibus. O sea, Rampa abajo, hacia el malecón.
Continuando con su forma de tomar la iniciativa, ella comenzó a contarle de su vida. Acababa de hacer el último examen del quinto año de la carrera universitaria, sin especificar cuál y sólo le quedaba culminar en los próximos meses su trabajo de diploma para, luego de cinco años, que al decir de ella, pasaron volando, obtener su título y complacer a la familia.
Ella hablaba. El escuchaba. Nadie los veía. Por la Rampa, unos hacia arriba y otros hacia abajo. La risa de ella, intercalada en su larga lista de cuentos, no dejaba espacio para pensar. Mientras pasaban frente a la escalera de entrada al Pabellón Cuba, un clásico almendrón de alquiler, aminoró la marcha y se acercó al contén. Dos mujeres, ya en edad avanzada, trataban de salir del auto. Sin tiempo de transición, ella detuvo sus historias y un segundo después le ofrecía su mano a las viejitas, mientras él, desde la acera, observaba la escena.
Comenzaba a pensar en qué decirle ante aquel gesto de ayuda al prójimo, cuando, sin despertar del asombro, la vio subirse al auto, sacar una mano por la ventanilla y despedirse, mientras el taxi ganaba velocidad y se alejaba en el tráfico de la calle 23.
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