La calle, esa noche de enero, estaba tranquila. Nada presagiaba un cambio. Los faroles, con su típico aburrimiento, disentían de la oscuridad. Sólo algunos rompían la monotonía con un arrítmico pestañear.
Mientras tanto, también los gatos y los perros habían enmudecido. Los primeros guardaban fuerzas para la madrugada cuando comenzarían sus escarceos amorosos junto a la última gata escapada del tibio abrigo hogareño. Los segundos, desde muy temprano se retiraron, unos a sus casas, otros al mejor escondrijo que pudieran agenciarse.
Los acordes de un cable suelto al golpear contra un anuncio metálico, permitían comprobar que al menos el aire existía y era capaz de alterar la calma.
Algo extraño tenía que estar sucediendo. En la últimas noches no recordaba el paso de ninguna moto con su ensordecedor ruido. Mucho menos una discusión de vecinos o, siquiera, un grito, tantas veces detestado por mi y hoy tan deseado.
De pronto se oyeron los sonidos producidos por unos tacones al chocar contra el pavimento.
¿Sería algún presagio? ¿Sería lo que yo esperaba, aunque a ciencia cierta no supiera qué?
Pero quedó allí. Los pasos cesaron. Hubo un tintinear de llaves. El chirriar de una puerta que se abre y un suave golpe al cerrarse y, aunque me disguste el lugar común, otra vez el espeso manto de la tranquilidad que vuelve a cubrirlo todo.
Hacía do semanas que me mudara a este lugar de sosiego. Venía desde uno de los puntos más céntricos de la ciudad. El ruido allí era insoportable. Tras un ómnibus, los gritos de las personas que no se podían montar. En la acera de enfrente un bar. En los bajos una tienda con sus colas y discusiones. De día, un círculo infantil y una escuela colindantes.
En fin, soy un escritor y quería paz, tranquilidad, calma, sosiego y todos sus sinónimos. Pero allí estaba en el lugar menos apropiado para lograr esos fines.
Al fin me mudé.
Esta era mi decimocuarta noche de paz. Una vez más estaba tras los visillos de mi ventana, escudriñando cada estrella, cada casa, cada sombra.
La decepción volvió a tomarme en sus redes. Esa noche sería igual a las trece anteriores. Si un escritor se retira a un lugar donde no sucede nada y es incapaz de ficcionarlo, está perdido. Y esa noche yo volvía a estar perdido. Abandoné mi punto de vigía. Me quité la ropa y me acosté. Poco antes de dormirme, ya había tomado la decisión más importante de mi vida: mañana vuelvo a mudarme hacia el mismo lugar de bullicio, de donde no debía haber salido jamás.
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