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Cedrosanto, por suerte, tiene una lagunita, que lo salva de ser un pueblo de mierda, un lugar perdido en Uruguay. Por suerte también, lo salva nuestra querida empresa (va a ver qué fácil es todo aquí). Nadie sabe realmente que ruta hay que doblar para alcanzar no se está muy seguro qué camino vecinal, pasar un par de ombúes, cruzar dos cañadas, aguantar soles tremendos y burlas de vecinos que lo ven a uno perdido, pero se llega a acá.
No se altere, Machado, en Cedrosanto las clases sociales están muy bien divididas, y separadas; Ud. No sabe lo fácil que se distingue a un pelagatos de un señor fino, elegante, que maneja su buena 4x4, que rema para tomar sol. Es muy fácil, le digo: contra la laguna vive la gente de bien, que hizo sus trámites en las tres intendencias que tienen jurisdicción sobre Cedrosanto. ¿Pagar? No, señor, estos son todos terrenos ocupados. Cedrosanto era una estancia que estaba aquí desde la colonia. Se dice que un español la compró pensando que le podía servir de rinconada para el ganado; ja, se lo comieron las putas, nunca tuvo nada. Le digo más: la estancia misma del viejo era donde ahora está el prostíbulo de Chávez. Pero, por otro lado, como le iba diciendo, en la periferia, los bajos, los suburbios, si esto fuera una urbe, viven los pobretones. Como Ud, Machado. Así que camine derechito para aquel lado e instálese donde le dije. Es Fácil, frente al bar del Ñato. Pero de lo nuestro, ni una palabra, no me vaya a regalar.


En sí, la tarea era fácil. Requería tiempo nada más. Machado no se sentía cómodo aplicando diez de sus horas diarias a tirar paredes; a él le gustaba construir, no tirar abajo. Pero por la guita marronea el mono. Convertir una fábrica en Sanatorio.
El progresismo, a esta altura, ya había tomado medidas muy fuertes para que la salud pública fuera un total desastre. Se habían dispuesto las fichas para que un empleado mal pago no tuviera afiliación médica a un centro privado junto con sus aportes jubilatorios. Para seguridad de los obreros, se los afiliaba al hospital. Pero ya se habían tomado medidas muy fuertes para que la salud pública fuera un infierno. Resultado: el trabajador se afilia, rogando por alargar su vida, a un sanatorio privado por su cuenta. Subresultado: los sanatorios eran un buen negocio.
El viejo Busquiaso sentía un pequeño infarto cuando veía un buen negocio. Durante la dictadura había logrado trucharse un diploma de médico, militar amigo mediante. Para tapar el ojo, se consiguió un laburito en algo que no exigiera conocimientos médicos. Dos idas y algunas vueltas después, se hizo médico torturador. La tarea era de una simpleza macabra: luego de una tortura espantosa a un preso político, Busquiaso aparecía, entrajado en blanco, luciendo estetoscopio sin uso y guantes blanquísimos, volteaba al golpeado un par de veces, simulaba tomarle el pulso y, mediante un sistema de apreciación de la cara que fue perfeccionando con los años, evaluaba si había que “seguirle pegando” o “aflojarle un cacho”; jamás utilizó un criterio medico para decidirlo. Guardaba para sí las veces que había cantado una cancioncita para decidir entre dos torturados.
Terminada la dictadura, los primeros gobiernos resolvieron que los médicos torturadores merecían protección, pues habían cumplido con su deber a la patria. Busquiaso se vio con una casita junto a la laguna de Cedrosanto. El progresismo, más adelante, resolvió que los médicos torturadores tenían derecho a una empresita propia. Así que les facilitó dinero y locales del Estado para que instalaran sus sanatorios. Los obreros los tenía que poner el médico. Por suerte, Uruguay está lleno de gente como Machado, desesperada por cualquier changuita. El progresismo dio trabajo… basura, eso sí.


Encontrando los puntos justos, tirar paredes no es tan complicado, exige fuerza y ganas de romper. Machado le encontró rápido el gusto. Así también le encontró el gusto de la grapa, amarga y caliente, del bar del ñato.
El bar se llamaba La Suiza de América, pero por supuesto, nadie le decía así. Era Lo del Ñato.
Machado solía armar tabaco Peruano contra la ventana que daba a la laguna. Sólo después de armar tres o cuatro fumaba uno. Es mentira que la grapa siempre quema, tan sólo el primer trago, lo demás es puro goce. Contra su ventana (nadie más que Machado se sentaba ahí) un fresno dejaba caer su sombra fresca, un atardecer violeta se filtraba entre sus ramas, siempre el mismo atardecer, expandido, constante, hubiera lluvia o sol, nubes o viento; en aquella ventana, a la sombra del fresno, todos los atardeceres eran violeta.
El ñato conversaba bajito toda la tarde con la barra. Su estómago era un volcán. Muchos años atrás se había acostumbrado al mate cebado con caña, caliente la mayoría de las veces. Muy de vez en cuando hablaba con la gente. Machado sentía una alegría inmensa cuando parecía que el Ñato lo estaba mirando, haciendo una mueca con la bombilla en la boca, listo, aparentemente, a descargar una de sus grandes verdades. La mayor parte de las veces era tan sólo un secreto, propio. Machado recordaba una vez que el Ñato le vendió una milanesa al pan a un extranjero, venido de La Pequeña Gran Ciudad, y se rió por lo bajo, de manera imperceptible, un segundo. El extranjero comió su milanesa manso. Pidió un vino. Atrás de ese otro. Otro. Una cerveza. Un whiskycito, para probar. Otro. Se fue hecho un fleco. El Ñato miró a Machado y habló con su voz seca:
- Bastante sal a la milanga, si. Ya decía mi padre: que se te caiga el salero en la comida, m´hijo, así les da sed y compran alcohol.
Machado esperaba esos comentarios comiéndose las uñas.


La fábrica fue perdiendo paulatinamente sus entrañas. A medida que caían las paredes, desaparecían ambientes, se trasladaba maquinaria, se descomponían oficinas, se derrumbaban líneas de proceso y cámaras frigoríficas. Un olor profundo y putrefacto inundaba las paredes. Hubo que tirar a la calle las pertenencias de todos los linyeras que habían ocupado las ruinas; linyeras que, en su mayoría, habían trabajado en ella antes de la supuesta crisis; linyeras que habían pasado de la marcha sostenida, la huelga general de Cedrosanto, los cortes de ruta, a los consejos de salario. El dialogo desigual entre los dueños del mundo y los esclavos, desembocó en retirada. Los Burócratas de Bonete, la primera tendencia sindical abiertamente amarilla, entregadora y lamebotas (en esto el progresismo también había tomado medidas muy fuertes) había hecho los acuerdos necesarios para dejar a los empleados en la calle y a los capitalistas con el jugosos negocio de una bancarrota trucha. El intento de ocupación sucedió en el apogeo del progresismo: las fuerzas públicas indumentadas con las mejores armas, de distintos calibres, municiones y poder de fuego, para combatir la pobreza. Los muertos no constituyeron mártires hasta la revolución, antes fueron malandras que robaban a los pobres gallegos.
Los linyeras no estaban peor que el resto de Cedrosanto. En la práctica, todo el pueblo había trabajado en la fábrica o pescado en la laguna. En el momento de la destrucción de la fábrica, quedaban algunos pescadores artesanales, la provisión, un prostíbulo, el bar del Ñato y, transitoriamente, Machado y los demás obreros. Si acaso, se veía un paisano que paraba a apurar un trago de caña y seguía su camino, no se sabe a dónde.


La rapidez de la demolición estaba asustando a Machado. No era que amara su pieza de dos por dos, perdida entre las matas, era que pronto se quedaría sin trabajo. Le gustaba construir pero no sabía. Estaba seguro que no lo contratarían para la obra del sanatorio. Se veía. A cada rato tenían que estarle explicando dónde golpear.
Decidió que tenía que reventarse el sueldo. No tenía mujer ni hijos, tampoco a dónde volver. Una sola vez se le ocurrió la idea de pagase una puta en lo de Chávez; lo descartó en seguida, no soportaba la idea de pagar por sexo. Además, se imaginaba putas horribles, demasiado maquilladas, perfumadas con colonias baratas, posiblemente para hombres.
Tenía que cambiar algo en su rutina. En la provisión trabajaba una muchachita, pero muy joven, menor tal vez. Su madre, la dueña, era un bagarto con marido. Mujeres solas había muy pocas.
Teresita aceptó estar en las cobijas de Machado. El sexo era duro, sin cortes, ella mirando fija la almohada hecha pedazos, apretándola con toda la palma, en cuatro, gimiendo fuerte como un animal con algo atorado en la garganta; él siempre por atrás, arrodillado, sintiendo la dureza de su miembro en las nalgas carnosas; no había plata para condones, ni belleza como para no imaginarse a otra mujer durante el acto.
Teresita abundaba en carnes y le faltaban muchas palabras. No se hablaban. Compartían, sólo en las mañanas, ella sentada en una silla despatarrada, él en un tronco, un café con leche sacada derecho de la vaca, alguna tostada de pan pedido en la provisión de madrugada, manteca salada en casa y dulce de membrillo. Ella hacía mucho que no tenía compañía ni placer, la atravesaba una pena que Machado nunca podría atravesar. Mejor así. Ellos nunca iban a enamorarse, ni entre ellos ni de nadie; sus fichas ya estaban gastadas, se las habían jugado en un paño donde siempre gana la casa. Hubo algunas charlas siempre poco esclarecedoras. No se conocieron ni cogieron por la vagina. Teresita era una bestia, comía toneladas de orgasmos, Machado quedaba seco, afinado.
Mientras él tiraba paredes, ella recogía flores del otro lado de la laguna. Algunas veces, ella le traía una flor de ibisco a Machado. Él se lo ponía en el ojal y sentía que estaba vivo.
La luna los invitaba a caminar. Nunca cerca de la laguna, claro, allí descansaban los perros de Busquiaso, caninos y humanos.
Teresita, por suerte, chupaba y fumaba a la par de uno.

La fábrica se fue volviendo cada vez más irreal. El sanatorio estaba empezando a gestarse; Machado lloraba cuando Teresita ya dormía a pierna suelta.
Los atardeceres violeta seguían siendo de Machado, su mesa era su mesa. Teresita se limitaba a tomar grapamiel y a mirarlo armar tabaco. El Ñato relojeaba cada vez más seguido.
Un día, cuando ya Machado no lo esperaba, el hombre tras la barra escupió una de sus verdades:
- Teresita, ¿por qué no lleva a Peceto hasta el Puente Negro?
Machado se había ganado un apodo en el pueblo por una discusión con un viejo carnicero. Hasta ahora lo había escuchado en susurros, nadie le había dicho Peceto en la cara; por suerte, vino del Ñato, que era un amigo.
- Nunca me dijiste que había un puente en Cedrosanto
Está lejos, negro, no creo que quieras ir.
-A mi me fascinan los puentes.
Si vos querés…
No se sabía si la fábrica se había instalado en Cedrosanto porque le quedaba cómoda la vía del tren, o si la vía del tren pasaba por Cedrosanto para que le quedara cómoda a la fábrica. Un estudio Histórico riguroso – que por supuesto no vamos a hacer aquí- nos diría a qué capitalista, noble o rico en general, estaba beneficiando la vía. Lo cierto es que, en sus buenos tiempos, la vía había pasado por sobre el arroyo de las culebras, valiente corriente que se moja en la laguna; el medio empleado era un gigantesco puente negro, que en aquel momento (al igual que de seguro hoy día también) ya era rojo por el oxido. Los más necesitados, casi todos ex empleados de la fábrica, habían arrancado los durmientes para sus fuegos invernales.
Nadie sabía – ni sabe- que hay del otro lado del puente.
Por más que se ha querido, no se ha podido calcular la longitud. Al mirar a lo largo del puente, se ve un túnel infinito, rodeado de árboles hasta dónde alcanza la vista; se escuchan aves y se adivinan bestias, pero nadie sabe qué hay.
Machado no tuvo el valor esa tarde de cruzar el puente. Se quedó del lado de Cedrosanto, escuchando gemir a Teresita, sentada de espaldas en su pene, sentado él entre unos pajonales. Tampoco tuvo el valor de cruzarlo esa noche, cuando volvió, dejando a su compañera en el catre. Tampoco lo pudo cruzar en ninguna de sus pesadillas diarias.

El puente se convirtió en Todo, a medida que el resto de su mundo se desmigajaba lentamente. El tajo de Teresita fue puente, los atardeceres violeta se fueron oxidando, el fresno tomó color rojizo, lo atravesaron vigas de acero, se le adivinó aroma a viejo; cuando caía la noche, todo sonido era el de las juntas que se confunden con la llorona de todo puente con arroyo.
Teresita, hasta ahora, había sentido un vacío entre ella y Machado; ahora era que sentía distancia. Machado se alejó y se fue yendo, aunque estuviera en su mesa armando tabacos, o yendo o volviendo de la fábrica.
Una nochecita tranquila, con Teresita dormida, Machado salió a fumar y la calle apuntaba hacia la laguna. El pedregullo que atraía hacia el barrio rico tuvo durmientes. Machado siguió las señales como si tuviera tres años y su madre le indicara el camino más seguro. Cuando se acercó a la orilla, la laguna ya era puente. Dos policías lo pusieron en su lugar. Su carne sintió bien adentro a dónde debe y no debe estar la chusma. Le gritaron piche, ladrón, le aclararon bien fuerte los roles. Destrozado y amoratado, se recostó junto a Teresita; los ibiscos olían a óxido.

Se fueron separando sin sobresaltos. Teresita llevaba años viviendo la vida con tristeza y amargura, está separación no fue ni siquiera un desengaño. El último intento femenino hubiera, de no haber pasado la mente de Machado desde el multiverso de la Especie al universo del puente, ablandado al hombre: la mujer rodeó de ibiscos la pieza y se acostó desnuda a esperar al trabajador. Pero el llegó cansado, casi sin plata y despedido. No le correspondió ni despido, ni liquidación, tan sólo la concienzuda patada en el culo que la casa le tenía preparado por ser trabajador en negro. La empresa que ganó la licitación con el Estado había llegado ese día, comenzaron las construcciones y los peones sentados tomando vinito; los peones desgraciados, cagados una vez más, que habían hecho los primeros trabajos de demolición, quienes prepararon el terreno por un sueldo de miseria y una pieza que mañana entregarían, esos estaban en la calle. Machado ni siquiera se había aprendido los nombres de sus compañeros, uno, tal vez, vivía cerca de su pieza.
Echó a la mujer de la casa, casi en cueros. No se dijo casi nada. Ella se marchitó otro poco con uno o dos hombres más. Él sólo tuvo puente, en todo.

Un enorme cartel municipal informó a los habitantes que el sanatorio Marco Busquiaso estaba en construcción. Un obrero se quedó con la pieza de Machado.
Recolectó cientos de testimonios. Era un hecho: nadie en Cedrosanto había cruzado jamás el Puente Negro. Las historias pasaban por todos los ramos: gente que había caído, gente ahorcada, gente que tal vez cruzó pero nunca volvió; o volvió tan distinta que ya ni consideraba importante el hecho.
Los últimos cobres se los gastó en grapa. Se la tomó con la mirada fija en el Puente Negro. Ahí en su mesa. Sólo cuando el vaso se vaciaba veía intermitentemente al Ñato. Después de servir la otra, el dueño del bar desaparecía del universo puente.
Ningún camino lleva a otro lugar que no sea el Puente Negro. No hay caminos, todo es puente.
Machado intentó cruzar. Puso un pie en un durmiente, ganó el tercero, y el sexto. Avanzó un par más; la noche, una boca de lobo. Retrocedió. Admiró desde la orilla las suaves ondulaciones del puente. Segundo intento de la noche, segunda falla. Al borde de la entrada, de rodillas, lloró.
Quinto, décimo, vigésimo intento. Vacío. Nunca pensó en volver, no tenía a dónde ni por qué. Quiso y quiso cruzar. Llegó, cada vez más al medio. En medio mismo se dio vuelta. El lugar del que venía era exactamente igual al que quería alcanzar, giró alternativamente hacia una y otra dirección y no encontró diferencias. Quedó solo, sin nadie que lo retratara en imágenes o letras, solo, lo hecho era lo mismo que lo por venir, lo por venir era lo hecho, nada tenía sentido.
Se quedó ahí, no importa ni cambia las cosas saber cuánto tiempo.

Texto agregado el 04-08-2012, y leído por 93 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
04-08-2012 Me parece un cuento bien logrado donde el entramado social absorbe y deteriora al personaje. Gatocteles
 
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