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Eterno maullido

La realidad circundante me hace pensar en Persia, Siam, Egipto, cunas de la proverbial grandeza de los gatos que aquí no significa nada, en Cancún son una misteriosa incongruencia que no me da consuelo.
El psicólogo asegura que es una obsesión que revela una fijación temprana con la madre posesiva y sobreprotectora cuya esencia he volcado en el símbolo gato, e insiste en que se trata solamente de una ilusión, sin embargo mi madre no era un tierno minino era una feroz perra,
Estoy en casa y me siento hastiado, enfermo por que al levantarme de la cama por la mañana mis pies tropiezan con montones de pequeños mininos y me angustio tratando de evitarlos; ellos parecen generarse espontáneamente al roce de mi vista con la superficie de los objetos; sobre muebles, paredes, ventanas, dentro de los trastos, en toda la casa. Temo causarles daño pero son tantos que en ocasiones resulta imposible dejar de pisar alguno al caminar o ahogarles al jalar la palanca del inodoro.
Sin embargo, fieles a su personalidad huraña, en presencia de algún extraño los gatitos se fingen imágenes mimetizándose con la decoración; los visitantes no perciben que están vivos, y hacen comentarios como “¡qué curiosa alfombra de gatos!”, “¡Qué tierno tapiz de gatos!”, “¡Qué extraño mantel de gatos!”. Su presencia, tan real para mí, se transforma en manía frente a los demás, me llaman obseso, yo creo que es una perversa broma felina. Los gatos se introducen en mi domicilio, en mi vida, en mis sueños, siempre al acecho; las ilusiones de que habla el psicólogo no podrían dejar residuos tan materiales como las manchas amarillentas de algunas paredes y un extraño olor cercano al amoníaco, bolas de pelusa y marcas de uñas en puertas y cortinas, si esos no son gatos reales son fantasmas bastante incivilizados.
Jamás les he hecho daño, al menos de manera consciente; si un gato se me acerca, si bien no le hago arrumacos tampoco le desdeño. No les arrojo objetos asesinos si por las noches se escuchan sus bramidos sexuales en los balcones del vecindario; menos aún les pateo si pasan a mi lado ni piso sus peludas colas asentadas en los pasillos, ni les arrojo el automóvil si cruzan las calles en persecuciones banales. No, yo no les abomino. Solo mis pesadillas pueden haberles herido y no puedo creer que su silenciosa invasión sea una revancha por mis pecaminosos sueños homicidas.
Mientras duermo les veo repetidos, repartidos entre mesas, sillas y libreros, y yo al percibir su olor, me levanto rápidamente del sofá en que dormito pues en mis dominios no debe maullar, ronronear, rascar ni lamer ningún insignificante gato sin antes haber pedido permiso y que no crean eso de que perro que ladra no muerde porque les demuestro lo contrario. Siento que caigo al piso en cuatro puntos, les persigo, les ladro, les muerdo y atrapo brevemente un esbelto cuerpo peludo entre mis incisivas faucesCuando despierto no soy más un cánido sin embargo esa ilusión es tan realista que dibuja araños en todo mi cuerpo, y retaca mi la boca de delgados pelos y deja un resto de sabor amargo y sanguíneo resecando mi garganta; un olor de muerto reciente, de carne cruda y sin refrigerar, tibio y avinagrado impregna la casa y en mi cabeza retumba un eterno maullido que me parece por una lado lastimero reclamo y por otro una afrenta que hay que vengar.

Texto agregado el 04-08-2012, y leído por 83 visitantes. (0 votos)


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