Así la descubrí, tan mal sentada en su portón, tan ridícula con sus pantalones a rombos, su blusa de flores desteñida y un sombrero de esos que ya no venden. Iba de regreso a mi casa, y ahí estaba, sonriéndome-no, no a mi-sonriendo a lo que fuese que había detrás de mí, como para no verme. Me detuve obstinado, pensando en que no era el día para ser invisible ante una muchacha idiota que se atrevía a ignorarme, así que alcé mi mano y la ondeé en el aire, con un saludo evidente que no podía ser despreciado; para mi sorpresa ella sonrió mucho más que antes, pero sin mover un músculo.
Seguí mi camino pensando en que era una tontería sufrir por algo tan insignificante, pero no pude olvidarlo, prometí incluso cambiar mi ruta resuelto a no soportar tal insolencia, pero volví al día siguiente, y al siguiente y al siguiente. Descubrí que salía siempre a la misma hora, sentándose en la segunda escala del portón, un tanto más a la derecha que a la izquierda, con un libro al costado y la sonrisa en sus labios.
Hoy cumplo tres meses de visitar su portón. No se mueve, parece una estatua hasta que la pesadez de sus párpados vence la inmovilidad y termina en un coqueto pestañeo. Es maravilloso verle, pero no sé qué clase de idiota puede cronometrar su día sólo para salir a un portón, no se tampoco cómo terminé siendo el idiota que cronometra su día para ver a la imbécil en el portón, el mismo idiota que espera con paciencia el día en el que además de su sonrisa, esos ojos perdidos le pertenezcan.
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