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Aquél día, Hundutus, se encontraba extenuado. Después de haber tenido que correr escapando a las pedradas e insultos de los niños del pueblo. No creía merecerlas. Sabía que su aspecto no era como el común de los pobladores, tenía la cara enjuta que los huesos sólo se cubrían por una fina capa de piel exageradamente arrugada con profundos surcos. Escasos pelos adornaban su cabeza que solía cubrirlas con sombreros hechos de hojas secas las cuales las combinaba con túnicas viejísimas, deshilachadas en la basta. A pesar de su caricaturesco aspecto él simplemente se consideraba un solitario que no deseaba compartir su espacio.

Ese mismo día, más tarde, una encantadora hadita, Cumultus, arribó hasta las orillas del lago buscando un nuevo lugar para vivir. Se subió sobre una rosa a contemplar el paisaje. La vista del lago la maravilló. Le fascinó la quietud del lago que reflejaba todo como un inmenso espejo. Las nubes, las aves en pleno vuelo. Los grandes árboles rojos que asemejaban enormes brujas con las cabelleras encendidas y fulgurantes rodeaban el inmenso lago. Decidió instalarse ahí mismo, buscó alrededor y encontró una cueva abandonada. Se decidió a ponerle mucha dedicación y así en un cómodo y encantador hogar para vivir.

Hundutus al pasar por ahí para dirigirse a su cueva, fue testigo de todo el ajetreo que cumultus hacía mientras se instalaba y acomodaba. Esa escena no le hizo ninguna gracia. Para dejar en claro que estaba muy molesto por la presencia de la extraña, se fue mientras pateaba las plantas deshojándolas. Cumultus no podía adivinar el extraño empecimiento en que su nuevo y forzado vecino tenía por querer vivir sólo. De haberlo sabido no lo hubiera molestado. Sin embargo la vista del paisaje del lago la decidió a quedarse a vivir allí aunque a su misántropo vecino no le gustara la idea.

Por su lado Hundutus se dio cuenta que desde lo alto de su cueva podía divisar la entrada de la morada de la nueva chica. Hacía berrinches monumentales cada vez que la veía. Después de tirar todo salía a espiarla y cada vez que la veía se exasperaba aún más despotricando todos los insultos y ademanes mundanos que hubieran existido en su región. Así estuvo durante las dos semanas siguientes. A la tercera, ya no pudo más y antes de que se ocultara el sol, se dirigió a la cueva de Cumultus para exigirle que se fuera, pues todo el lugar era de su propiedad y no permitiría que nadie se quedara en los alrededores, le gustaba vivir sólo sin compañía y si ella se negaba a marcharse la amenazaría con arrojar arañas venenosas y peludas dentro de la cueva. Sin embargo todos sus planes se desbarataron al verla sentada sobre la rosa mientras contemplaba el paisaje del lago.

La piel de durazno de la joven le parecía que iluminaba más que el propio sol. Los grandes ojos verdes del mismo color que su traje y su gracioso sombrerito hechos con sépalos de rosa le eran perfectos. Cuando la vio suspirar y batir sus larguísimas pestañas, le pareció la cosa más bella que hubiera visto en toda su vida. Se acercó muy cauteloso y muy asustado con el corazón a punto de salir por su pecho. Sin darse cuenta pisó una piedra liza lo que provocó que perdiera el equilibrio y cayera sobre unos arbustos espinosos lo que provocó que aullase de dolor. Ella vio la caída de Hundutus e inmediatamente se bajó de su flor para ayudarlo a incorporarse cogiéndolo de la mano derecha. Él al sentir el contacto de piel se estremeció y le dolió más que las espinas aún clavadas en su espalda. Sintió que sus horribles y ásperas manos podrían dañarla. Muy apenado con los ojos llenos de lágrimas salió corriendo.

Todos los días al atardecer, cuando Cumultus solía posarse sobre la rosa, Humultus la iba a observar. Se sentía feliz y pleno. Inconscientemente una sonrisa de satisfacción asomaba en su rostro. Toda su vulnerabilidad guardada por años salió a flote. La imagen de la joven era tan intensa que no la podía sacar de su mente. Lo único que no le gustaba era cuando ella se bajaba de la flor, sacudía su gracioso vestido y se metía a su casita que ya lucía muy femenina. Decepcionado, humultus se retiraba a su cueva a contar las horas que le faltaban para volver a verla al ocaso.

El deseo de observarla cada vez se hacía más fuerte, le gustaba la vista que ella le ofrecía cuando estaba sentada en la rosa. No le agradaba verla mientras ella hacía sus quehaceres. Solo le gustaba cuando la veía sobre la rosa tan quieta y tan hermosa. Quería observarla así cuando quisiera no solo 10 min al día mientras duraba el ocaso.
Un día, después de pensar toda la noche, se despertó con una extraña idea, iría a visitar a un primo suyo en una aldea lejana. Este primo solía tener prácticas dudosas muy diferentes a las de los otros pobladores. Hundutus le dijo el deseo que tenía de petrificar a una mariposa en pleno vuelo. El primo le dijo que era muy difícil pero no imposible, a continuación sacó una manta viejísima con un olor poco inusual. Olía a humedad a algo abandonado por muchos años. El uso de la manta consistía en arrojarla sobre la mariposa y ésta quedaba cristalizada, el problema era que la mariposa se solidificaba en el momento y el peso hacía que se viniera abajo rompiéndose en mil pedazos. Hundutus le garantizó que tendría cuidado prometiéndole devolverle la manta en dos días. El plan de Hundutus marchaba a la perfección. Construyó una urna de vidrio con mucho cuidado y la colocó en el rincón más oscuro de su cueva.

Ese día al atardecer vio a Cumultus sobre la rosa como todos los días, ese día se le antojo más hermosa que nunca. Tenía un tinte sonrosado en la mejilla seguramente había estado ajetreada. Hundutus se le acercó cautelosamente, no quería que se moviera lo más mínimo. Y antes de poder contar hasta tres arrojó la manta sobre la hadita. hundutus estaba emocionado por fin tendría a su ídolo para él sólo, la pondría en la urna que había hecho especialmente para ella y podría verla cuando quisiera. Sería el hombre más feliz del mundo. Contó hasta tres y la retiró con muchísimo cuidado como se lo había dicho su primo.

Toda la emoción de su rostro desapareció al instante, nunca imaginó un resultado como ese, a lo mucho había imaginado que Cumultus se diera cuenta de la estratagema y reaccionara para evitar el asalto sorpresa. Su decepción cada vez fue más grande al constatar que el bello rostro de su amada estaba completamente transmutado con una horrible mueca de espanto. Tenía los ojos excesivamente abiertos, la boca torcida hacia un lado. El color sonrosado se le había ido y en cambio le dejó un horrible color amarillo que la hacía ver avejentada. A Hundutus se le partió el corazón, juró nunca más amar a otra mujer y con desdén empujó al lago a Cumultus, quien se hundió hasta lo profundo y poco a poco se fue cubriendo de algas y desechos de peces.

Texto agregado el 03-08-2012, y leído por 100 visitantes. (0 votos)


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