Juan, el plomero, tocó el timbre donde se le había solicitado arreglar un problema de una grifería. Sonaba y sonaba la campanilla, y nadie abría. Finalmente, escuchó una voz femenina, melodiosa y sensual:
- Adelante.
Entró al jardín de la residencia. Sus ojos se desorbitaron cuando vio, detrás de la rosaleda, a una mujer que él asumió era quien lo había invitado a pasar.
La dama estaba acostada en la arena del jardín, braceando como si nadara. Juan notó que la tierra no era negra ni blanca ni marrón como él estaba acostumbrado a verla, sino, violeta tenue. La arena cubría el cuerpo de la mujer, y sus sensuales protuberancias estaban adornadas con cintas verde agua que se formaban con la misma tierra.
Juan comenzó a excitarse e imaginó un cuerpo como el de esas sirenas que emergen de los océanos en las películas. Se preguntaba cómo era posible que la tierra fuese de ese color. La mujer se levantó. A pesar de que la arena color violeta cubría el cuerpo de la dama, Juan podía distinguir nítidamente los rasgos de su cuerpo: era como una deidad de ésas que emergen de los bosques, de los ríos, de los campos. Ah… La mente de Juan se obnubilaba con la escultura que se plasmaba ante sus ojos: el busto de la ninfa era erguido. Sus pezones, cual cúspides, enaltecían los pechos de aquella diosa, provocando gran estimulación en Juan. Éste, desde su experiencia de macho, sabía que aquella hembra estaba ahí esperando que él acariciara sus pechos que casi pedían a gritos ser tocados.
La fémina dio unos pasos, asió una copa que contenía un líquido dorado, colocada al lado de un jarrón que ostentaba unas rosas aterciopeladas, como él imaginaba deberían ser los labios de aquel portento de mujer. Con un gesto que a Juan se le antojó divino, le indicó que la siguiera. Él caminó detrás de ella como hipnotizado. Cuando la dama dio la espalda, él observó su cuerpo a plenitud, detalló sus apetecibles nalgas. Mientras ella marchaba con movimientos acompasados y sensuales, la mente de Juan volaba, su cuerpo traspiraba y trataba de dominar sus instintos para no abalanzarse sobre aquella mujer que no mostraba indicios de advertir lo que acontecía en el cuerpo y en la mente de Juan.
Entraron en la residencia. Ella, sin hablar, apuntó con su dedo índice al jacuzzi donde se encontraba el problema de la grifería que no funcionaba. Juan vio la tina cuidadosamente y elucubraba sobre lo glorioso que sería sumergirse en la bañera con aquella hermosa y misteriosa mujer. Trató de abrir la grifería mientras mentalizaba las posiciones sexuales que sería capaz de realizar con aquella deidad que lo estaba enloqueciendo.
Al intentar abrir la grifería para detectar el problema, chorros de agua se dispersaron por todas partes y bañaron el cuerpo del hombre, pero él parecía no enterarse de nada. Su mente estaba absorta en aquel ensueño de mujer. Únicamente pensaba en todo lo que sería capaz de enseñarle a aquella dama sobre las artes sexuales que él dominaba con toda la experiencia acumulada en años de amante.
Tratando de arreglar la grifería descompuesta, bajó la cabeza y al mirar el cuerpo de la mujer desde abajo hacia arriba, se dio cuenta de que la vulva de ella era exquisitamente atractiva. Se hizo el desentendido y como si necesitase bajar más la cabeza para arreglar la grifería, clavó sus ojos en aquella fruta apetecible que la mujer, sin recato, empezaba a ofrecerle. Cuando bajó más la cabeza, vio que el sexo de la mujer quien se encontraba en ese instante recostada en el dintel de la puerta frente a él, estaba tan humedecido que la tierra violeta que lo cubría, comenzaba a ceder.
Enajenado, salió de la tina que seguía acumulando el agua que salía de la grifería que él no podía arreglar. Se acercó a la mujer quien no dio muestras de rechazo. Juan devoraba –con sus ojos- los pechos de la ninfa y veía cómo la arena que cubría los pezones también cedía a medida que se hinchaban de placer al saberse contemplada por Juan, y al tomar consciencia de la excitación que ella provocaba en aquel hombre.
Cerró los ojos e imaginó que saboreaba aquellos enormes pezones que se le ofrecían insinuantes. Se dio cuenta de que la mujer le provocaba una erección descomunal, su cuerpo temblaba de deseos. Su miembro, cual paloma deseosa de volar, comenzaba a agitarse en su jaula. De pronto, y para su goce de macho encabritado, la mujer lo empujó suavemente hasta que ambos se encontraron sumergidos en el jacuzzi.
La ninfa, haciéndose dueña de la situación, se sentó sobre el cuerpo de Juan y con suave movimientos de pelvis hizo que la paloma de éste quisiera volar hasta alcanzar alturas inmensurables. Poco a poco, la mujer desnudó a Juan. Él, por su parte, agarraba agua entre sus manos para lavar la cara de la mujer ya que quería ver su rostro. Cuando por fin la cara de la diosa quedó develada, él sólo dijo:
-Es más joven de lo que imaginé.
Tuvieron sexo desenfrenadamente: en el piso del baño, en los corredores de la casa, en la cocina, en… Practicaron todas las posiciones eróticas que él había aprendido en su vida de hombre maduro. Ambos deliraban con cada orgasmo alcanzado, hasta que ya tarde, él se marchó.
Cuando Juan salió del recinto, su psicoanalista escribió en su extenso historial médico: Juan Zabala, 64 años. Diagnóstico: fantasías sexuales patológicas, agravadas por su baja auto estima. |