Lo siento, no puedo negar que soy un nostálgico impenitente y por ello, echo tanto de menos los particulares cines de antaño, los rotativos con tres películas diferentes, con acomodador, linterna y todo. Me faltan las múltiplas fotografías que enseñaban las escenas de los filmes, los helados de chocolate y vainilla, las películas del tiempo de maricastaña y los infaltables cortes del celuloide que permitían invocar de inmediato al “cojo” de turno. En suma, me falta todo aquello que se olía y se gozaba con entusiasmo. Hoy, las nuevas salas representan toda la cultura gringa, con graderías tipo estadio, y mucha gente devorándose el contendido de envases gigantescos de cabritas y sorbiendo latamente su granizado. Sólo falta que el muchacho de las entradas nos salude en inglés y que nosotros mismos, después de una sesión de cine, salgamos entonando el himno nacional de U.S.A. Ruego vanamente que vuelvan los cines de antes, tan distantes geográficamente uno del otro y no absurdamente arracimados como ahora, con aquellas largas caminatas o viajes en micro, pero con sana alegría. Concluyo: nos embargaron la felicidad de los viejos tiempos...