Pasé mi niñez en una ciudad que tiene petróleo en sus entrañas. Los directores de la empresa vivían en el lomerío, en casas de lujo. Los obreros calificados lo hicieron en la planicie con casas tipo “gringo” de madera tratada. En las afueras habitaban indígenas, en chozas con techo de palma y paredes de barro. Mi casa era de madera con piso de ladrillo y un patio sombreado por árboles.
El silbato de la empresa sonaba a las seis y cuarenta y cinco de la mañana y quince minutos después, volvía a pitar y marcaba el inicio de labores. Recuerdo que gruñía, profundamente, en mí oído, haciéndome creer que se trataba de un buque de vapor surcando en un mar agitado y que el capitán lo conducía río arriba, para que los niños conociéramos un barco de verdad. Los únicos que veía, eran los dibujados en los libros, o bien, los armados con hojas del cuaderno.
Asistí a una escuela de dos plantas con piso de mosaico, salones amplios, luminosos y por fuera, cuadritos de cerámica color café. El patio contenía una cancha de futbol, otra de básquet y espacios para corretearse con los amigos. Era fresca y daba gusto acostarse en sus pisos. A la escuela iba en la mañana y en la tarde.
Cuando regresaba a casa oía el alboroto de los cotorros y, otras veces el cielo se oscurecía. Caían unas gotas gordas que al pegar dejaban un resabio de dolor y descargaban su furia sobre los tejados. Los arroyos se formaban en instantes y era el momento para arrancarle hojas al cuaderno y hacer el barquito de papel y situarlo sobre la corriente de agua y verlo partir rumbo al mar. Imaginarlo al lado del buque de vapor, ante la sorpresa del capitán, enfebrecido por el bochorno.
La televisión era un bicho raro, así que después de la escuela, jugábamos al trompo, a las canicas y más tarde a las escondidas.
Recuerdo el resplandor de los quemadores de gas, que a la distancia parecían gigantes de lumbre que se mecían con el viento, permitiéndonos retozar en aquellas calles sin cemento. Cuando mamá gritaba mi nombre, sabía que era hora de volver, cenar y dormir.
Para mí, había la temporada de los aguaceros, la del frío con su Chipi-chipi y la de jugar en la calle al futbol. Las dos primeras asfixiaban. Para poder llegar a la escuela tenía que ponerme unas botas de hule y un impermeable, pues en las calles se formaban lagunas que teníamos que atravesar. —Era placentero meterse al agua y chapotearla con mis botas de goma—. El impermeable era un estorbo y más de una vez, me lo quité para sentir las gordas gotas sobre mi rostro.
Los aguaceros, en su mayoría llegaban con el anuncio de los truenos y los rayos. Mamá corría a cubrir los espejos y luego me abrazaba fuerte, muy fuerte. Después de varios días, me asomaba a la ventana y veía que el patio y las calles estaban hechos agua. Después vendría la recompensa, pues los charcos se cubrían de gusarapos y, salían de todos lados, mariposas que volaban en filas y que se posaban en mis manos. Arriba como saetas pasaban las libélulas con su iridiscencia azulada. Poco a poco, el sol tostaba el barro y volvíamos a jugar futbol.
Las aguas del frío me encarcelaban. La gente decía que había norte; para mí significaba pasar las vacaciones escolares metido en la casa sin poder salir a jugar por días y días. Era una lluvia fina, afilada y fría, que si caía por breves momentos, empapaba la ropa y dejaba dentro, una humedad que te hacía tiritar. Le decíamos chipi-chipi.
Esos días lo pasaba en la cocina con mamá, saboreando el café caliente y un pan recién horneado que al morderlo, crujía y esparcía el sabor de la melcocha.Afuera, estaba la monotonía: la gotera que caía en la cubeta o resbalando sobre la circunferencia de las naranjas y soportando el tac que hace al tronar sobre las hojas del plátano. Cerraba los ojos y veía en mi mente a los quemadores y cómo de su tallo se desprendían pájaros de fuego. Yo volaba en una de esas aves y recorría paisajes desconocidos. Hoy comprendo que aquella lluvia tenaz me obsequió los besos tiernos de mi madre y mi fantasía. |