Llego el día, en tu rostro la fatiga se había instalado para llevarte al tren sin esperanzas ni fe, en tus manos aún tenias la carta más triste que alguien puede leer y agonizar después.
Me viste al pasar pero no me saludaste, me sentí apenada y desorientada.
Yo tenía la culpa, ese día no tendría que haberte mostrado la maldita carta de despedida.
Desde el tren tus ojos fijos en los míos me hablaban de desesperación, de un final, de un adiós, intente subirme para rescatar tu tristeza, para sacar de mi alma esa energía que te había quitado sin saber, pero el tren comenzó a avanzar, y mis pies estaban aferrados al andén.
Tu última mirada fue dolorosa y cruel, caí sobre mis rodillas y así envuelta en mis cabellos dorados como el sol, pero ajado por el polvo del camino y la humillación. Así llore por un largo e interminable tiempo.
Cuando él llego para decirme que te amaba, que esa carta fue mentira, ya mis fuerzas se habías agotado, comenzó mi carrera, mi desdicha, mi dolor, la agonía penetro mi cuerpo, mis carnes palidecieron, se marchito mi corazón, el infierno espero mi alma para quemarla lanzándome al fin de mis días.
Comprendí tu dolor hermana mía, el y tu me habían traicionado y te alejabas como pidiéndome perdón, sin saber que ya te estaba extrañando porque Dios te perdono.
Te tengo siempre en mi corazón.
MARÍA DEL ROSARIO ALESSANDRINI. |