La tarde empezaba a caer. Los últimos buses urbanos pasaban cada media hora y nosotros esperábamos. Estábamos Marlon, Jazmín y yo en la carretera, enfrente de unos apestosos lotes baldíos llenos de menesterosos; la tarde era gris, el sol se había escondido y los leves vientos, el estremecer de los árboles presagiaban una lluvia intensa. Eso era en el norte de Bucaramanga, lugar en que suceden la mayoría de homicidios, riñas entre pandillas, asaltos, crímenes que van desde violaciones a niñas desde los diez u once años hasta asaltos a mano armada. Vendíamos seguros exequiales. A esa hora los compañeros ya se habían ido y sólo quedamos Marlon, Jazmín y yo. Estábamos parados en el borde de la carretera que yendo hacia el norte llega a Rionegro y hacia el sur a la meseta de Bucaramanga. Y pasaban los gamines, con pantalones cortos, tenis anchos, camisas en las que divinamente caben dos personas y aretes de colores en las orejas, y lo miraban a uno como desde otra dimensión, con una mirada llena de deseo y a la vez de repudio, y nosotros rogábamos que de por dios pasara el bus pero no pasaba nada. La espera se hizo tediosa y ninguno de los tres podríamos afirmar con certeza cuánto tiempo esperamos, quizá media hora o cuarenta y cinco minutos o más, y extrañamente no pasaba ni un bus. Cabe decir que por el norte son muy pocos los conductores que se atreven a transitar, pues en algunos sectores las bandas criminales les cobran una especie de “impuesto” casi tan impositivo como el del Estado colombiano e igual de intimidatorio. Por esta razón creo que pasaban muy pocos buses y más a aquella hora muerta. Marlon se cansó de esperar y dijo que iba a subir por una montaña en cuya cúspide había una curva por donde pasaban los buses con un poco más de frecuencia, y yo le dije a Jazmín que fuéramos con él para no quedarnos solos esperando en la carretera pero ella me dijo que le daba miedo porque ese camino se veía muy solo y nos podían atracar. Yo le hice caso. Vimos como Marlon subía las escaleras de cemento que había en la montaña y nos hizo un gesto con la mano que no logramos identificar; sin embargo seguimos esperando. Ya estando solos, un pánico premonitorio nos asaltó y empezamos a imaginar que nos robaban, que nos quitaban todo y Jaz con lo asustadiza que es me dijo que cogiéramos mejor un taxi y nos largáramos de allí. Pero un taxi cobra como mínimo 25.000 pesos porque eso queda lejísimos de la meseta de Bucaramanga, como a una hora, y por supuesto no podíamos gastar lo que ganábamos en todo un día de trabajo para irnos a casa. Entonces seguimos esperando. ¡Pero no pasaba ni un bus! ¡Ni siquiera uno que nos dejara en el centro para tomar otro o subir a pie! Y el cielo era tan gris, tan premonitorio, que nos llenamos de miedo, que pensamos que nos íbamos a quedar allí atrapados y que saldríamos en el periódico al día siguiente. Yo le dije a Jaz que por ahí no iba a pasar ni un bus y que ensayáramos yendo a la montaña y que si allá pasaban más de cinco minutos sin que se apareciera un bus que nos sacara de allí pues cogíamos un taxi; qué diablos. Ella vaciló un instante, me miró hondamente y me dijo vamos pues. Esas palabras fueron fatídicas. Nos cogimos de la mano, pasamos la carretera minada de tractomulas y cogimos el camino para luego subir a la montaña por las escaleras que había recorrido Marlon. Pero cuando íbamos a subir el primer peldaño sentimos una presencia que nos seguía, nos estremecimos; Jazmín me apretó la mano hasta el dolor y yo me puse pálido como una vela. Volteamos a mirar y vimos cómo un tipo, de unos veinte años, se precipitaba hacia nosotros montado en una bicicleta gris y destartalada, y frenó de golpe frente a nosotros.
Nos quedamos petrificados, quietos, como si hubiéramos visto al demonio en persona porque ese muchacho era muy feo y se veía como drogadicto y con cara de ladrón solitario. Jazmín me apretó la mano con más fuerza pero yo aparenté estar calmado. Entonces el tipo dijo “vaya vaya, dos pollitos” y yo me estremecí porque nos miró con deseo, con una protervia insufrible que me taladró el corazón. Pero tuve tiempo de reaccionar y sujeté a Jaz de la muñeca y le dije ¡allá pasó el bus, vamos!, y nos devolvimos de golpe y el muchacho se quedó mirándonos y riendo. Pero yo había mentido porque en la carretera principal no había pasado nada; entonces yo le dije a Jaz que ese tipo, como iba en bicicleta y vimos que empezó a subir las escaleras sujetándola del marco, era fijo que al llegar a la carretera de arriba se había montado e ido adondequiera que fuera. No obstante Jaz se asustó porque mientras subía con la bicicleta en la mano nos miraba como saboreándonos con la mirada, y es que era una mirada de maldad, de ignorancia pervertida, de infancia sin padre, que nos hizo estremecer por millonésima vez.
Yo insistí nuevamente en que fuéramos. Allá debe de estar Marlon esperando el bus; ¡vamos!, le dije eso con tanta esperanza, con tan inocente optimismo, que ella me siguió como hipnotizada. Caminamos por la trocha agreste y luego empezamos a subir; a mitad de camino yo me volví y contemplé los suburbios, la enormidad de aquella Ciudad Norte llena de historias tenebrosas, de episodios escabrosos, y, paradójicamente, de gente feliz que jamás extrañará lo que nunca ha tenido. Seguimos subiendo y le dije a Jaz que pensándolo bien deberíamos retirarnos de ese trabajo miserable, y conseguir algo más seguro en la meseta. Ella no respondió nada de lo estupefacta que estaba al ver que el muchacho tenebroso nos esperaba saboreando una victoria sin lucha. Ya era demasiado tarde para devolvernos.
Cuando subimos del todo, quedamos parados a la orilla de la carretera, que aunque estaba pavimentada parecía la trocha de un campo, pues no había casas. El muchacho estaba ya a metro y medio de nosotros y nosotros estábamos que nos desmayábamos de pavor no tanto por lo que nos pudiera hacer sino por la expresión de ese rostro sin infancia. A unos diez o quince metros de distancia había una caseta de Coca-Cola y el verla nos pareció que se trataba de un oasis que estaba en medio del desierto. En la caseta se divisaba a una señora gorda, y al lado había dos mesas de palo en una de las cuales, sentados, tres funcionarios de Coca-Cola comían absortos. No vimos a Marlon por ninguna parte. El camión de Coca-Cola estaba aparcado a unos metros de la caseta. Con toda esta gente, no creo que se atreva a robarnos, dije para mis adentros mientras trataba de mover mis extremidades que se habían vuelto de piedra.
El primer corrientazo de pavor nos asaltó cuando el tipo le dijo a Jazmín, como en susurros: Los voy a llenar de bala a estos hijueputas si no me entregan todo lo que tienen. Describir lo que sentimos en ese momento es imposible. Yo fingí no haber escuchado y seguimos caminando despacio hasta la caseta, lentamente y él a nuestro lado. Luego le preguntó a Jazmín ¿Tiene horas? Jazmín, como pudo, balbució que no; luego le dijo ¿Tiene celular? Ella tenía un Samsung nuevecito que yo le acababa de regalar y supongo que se resistía a la idea de entregárselo. Respondió que no. Luego el tipo le dijo, en un tono de asaltante dispuesto a todo, Ya sabe lo que le pasa si le reviso el bolso y encuentro el celular. Ella me apretó la mano y ahí fue la primera vez que me atreví a mirarla desde que nos encontró por segunda vez, y estaba lívida, al borde de un desastroso deliquio, y en su rostro había una expresión de tristeza tan profunda que me heló el alma de golpe. Yo pensé Donde le suene el celular estamos perdidos. Al fin llegamos a la caseta. Dije para mis adentros Estamos salvados. Pero nos encontramos con una indiferencia tan inhumana, con una negligencia silenciosa que hasta parecía cómplice. Nosotros nos paramos al lado de donde estaban comiendo los tipos de Coca-Cola y yo me atreví a cogerle el hombro a uno y le dije Ayúdenos, este tipo nos va a robar; pero no respondió nada, ¡nada! Jazmín estaba enfrente de mí, más pálida que un muerto, el labio le temblaba y los ojos aguados, rojos, estaban a punto de estallar en un llanto sin fin. Yo estaba quieto, sin saber qué hacer, pues el asaltante no se había dirigido a mí, se había concentrado en intimidar, en anonadar a Jazmín. Él estaba detrás de mí, y en ese momento, sin yo advertirlo, sacó un tremendo cuchillo y me lo puso en la espalda, pero yo llevaba un morral puesto y no sabía lo que él hacía, sólo sentía que me tocaba el bolso para tantear qué cosas de valor podría haber en su interior. Lo de ponerme el cuchillo en la espalda fue para intimidar más a Jazmín, pues esto me lo contó ella cuando salimos del trance. Yo le dije al tipo, cuando sentí que me palpaba el morral, que no tenía nada de valor, que estábamos trabajando y apenas teníamos lo del bus, y de golpe me dijo Mire, rolito hijueputa, o me dan todo aquí mismo o los jodo a ambos. Y estas palabras las escucharon todos los que estaban en el lugar, y nadie se inmutó, yo me sobresalté pero no fui capaz de pronunciar palabra. Luego, dijo riendo ¿Pero por qué se asustan, si no les va a pasar nada? Estos manes (señaló a los de Coca-Cola) cargan harta plata y no están asustados, ¿cierto? Pero ninguno le respondió. El asaltante era moreno, flaco, de estatura promedio y tenía un arete morado en la oreja izquierda. Su aspecto era degradante, cochino, como del que ya no tiene remedio. De repente, el tipo sacó un pequeño envoltorio blanco en forma de cigarrillo: era marihuana. Estamos perdidos, pensé nuevamente. Luego le dijo a la señora de la caseta Vecina, ¿tiene fuego? Y fue ahí cuando se separó un instante de nosotros, y en ese momento, bendita la hora, pasó un bus urbano que no sabíamos para dónde iba, pero yo levanté el brazo y grité ¡ey! El bus se detuvo a unos quince metros y partimos a correr, pero el tipo alcanzó a reaccionar y le sujetó, con su mano sucia y profanada, el frágil, blanco y limpio brazo a ella y por primera vez reaccioné, y le dije con el odio más profundo que puede sentir un ser humano Déjela, sufre de los nervios, tiene hipocondría y se la arrebaté. El tipo se quedó pensando, estupefacto, en la palabra hipocondría, según parece. Pero cuando reaccionó notros ya estábamos en el bus y éste se ponía en marcha. Nos sentamos en la primera silla y yo la abracé con fuerza. Ella sollozaba y decía incoherencias. Me sentí impotente, indefenso y cobarde y empecé a imaginar que yo tenía una pistola y que lo mataba y remataba. Días después yo soñaba con el puñal en mi vientre, al borde de la muerte o ya muerto, no lo podría decir. En el bus, ya calmada, sacó ella el celular para cerciorarse de que no nos lo habían robado. Había una llamada perdida.
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