Cada cierto tiempo, a mi madre le daba una sed incontrolable, pero no por el agua común y corriente, que pudo haber satisfecho con solo abrir el caño y saborearla como hacíamos el común de la gente. No, ella quería agua embotellada, y solo de la marca “agua mineral Chuquitanta”.
Con mis diez años encima a regañadientes salía con las monedas entre las manos, con la desazón de un perdido en el desierto y con la sordera de mi madre que no escuchaba entendimientos de que esa infernal agua ya no existía. Recorría las tiendas, fondas, guariques y bares más cercanos a mi vecindad y otros más allá de los límites permitidos a los niños cuando esos permisos solo eran para explorar.
-¡No hay!, ¡no existe!, no conozco!, eran las respuestas comunes de los dispendios que visitaba mientras renegaba, incluso incursionaba por barrios que en la edad de los combates con piedras y resorteras, o victorias de fulbitos ganadas era claro que uno dejaba regados enemigos por ciertos lares. Algunas personas mayores que regentaban tiendas antiguas si sabían de la existencia del “agua mineral Chuquitanta”, y yo más apurado que curioso tenía que aguantar toda una explicación de la historia de donde era esa agua. Así, el sr. Mayor llamaba a su mamá y le preguntándole casi gritándole al oído ¡¡¡mamá, este niño quiere saber de la historia del agua de Chuquitanta!!! No me atreví a decir que solo quería comprar e irme, más la sonrisa amable y las arrugas repletas de historia me obligo a quedarme.
Chuquitatta era un pueblo que creció a las orillas del rio Chillón, muy cerca de acá, y señalaba al vacío, que yo seguía con la mirada y la atención de estar dentro de la historia. El paraíso creo que es lo que significa, me siguió diciendo mientras trataban de arrebatarle a la memoria algunas imágenes. Antes de que existieran todas estas casas, toda esta tierra estaban en disputas entre los señores de Maranga y los descendientes del pueblo de Chuqitanta, porque ellos eran más antiguos. El relato sigue por un rato a la par que yo jugaba con las monedas, y con las piedras en mi bolsillo trababa la estrategia para la próxima batalla.
-¡creo que aquí tengo una botella! Fue lo que entendí, mi atención y mi cara se llenaron de alegría. Arrastro una caja de madera con cuadriculas donde habían botellas de vidrio destapadas y otras sin destapar. Sacó una, la miro primero, aún contenía el líquido y me la dio, la cogí con el asombro de ver algo por primera vez y a su vez con la decepción de ser solo una botella con agua. Pero no te la puedo vender esta vencida y la chapa toda oxidada.
Tratando de no perderme recorrí el regreso a mi casa. Mi madre ya había saciado su sed antojadiza, yo ya había aprendido de historia, había recorrido lugares nuevos, solo faltaba esperar hasta la próxima encomienda de mi madre, que a decir verdad se repitieron hasta la adolescencia.
¿Si encontré el agua Chuquitanta?, sí, pero esa es otra historia.
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