Dentro del bus, entre mirando caras y calles que pasan raudas por las ventanillas, escuchando el parloteo de los muchachos que se sientan al fondo y las risas de dos chiquillas, sintiendo la intromisión del cuerpo de una señora en mis costillas, de un anciano que me empuja con irreverencia, pisoteado por un niño y enviado por la inercia del movimiento al hombro de un señor regordete, algo cae de sus bolsillos a mi mano y como temo que ese algo se rompa, lo atrapo y al querer entregárselo al tipo, me doy cuenta que este desciende veloz del bus. Palpo el bulto: es una billetera, tan regordeta como su dueño y emocionado, la guardo en mis bolsillos.

Al llegar a mi destino, busco un lugar discreto para revisarla y me percato con una mezcla de sorpresa y alegría que en su interior se arracima una importante suma de dinero, cuatrocientos mil pesos. Me aturdo, siento una especie de vahído dulce, algo así como la antesala a un desmayo agradecido por las bondades de Nuestro Señor. No vale la pena pensar en ese tipo tan descuidado que me confió sus caudales para que yo se los guarde. Tiempo no hay para investigar el domicilio del señor aquel, ya que no porta documento alguno en dicha billetera. Me gasto el dinero en bagatelas necesarias, que no aparece el remordimiento cuando se derrocha lo que no es de uno.

Días después, veo venir un microbús repleto de gente, tal que parece una argamasa colorida, cada cual con sus problemas, cada cual con sus dolores. Pronto estoy inmerso en ese maremagno de cristianos diversos, aplastado por las humanidades más voluminosas. Busco a tientas algo en donde afirmarme y encuentro el bolsillo de un joven que parece estudiante. Sumerjo mi mano en pos de una manilla, pero me topo con algo que sin ser manilla, es lo suficientemente gordo para intentar afirmarme. Trastabillo y esa manilla que no es manilla se hermana a mi mano y los tres, quien habla, mano y manilla que no es manilla, descendemos de ese bus atestado. Chequera, dinero y boletos para un partido de fútbol, ¡Oh Dios! ¡Con qué de sorpresas se encuentra uno, buscando un precario equilibrio en un bus repleto de gente!

Como lo que uno encuentra en los microbuses y en el bolsillo de las personas no le pertenece, gasto todo con desenfreno en un intento visceral de devolvérselos por la vía que sea. Dicho esto, bebo grandes vasos de licor, busco a las mujeres más deleitosas para complacerme y luego soy un trompo dionisiaco y con este gesto, los homenajeo a todos y todas.

Subo a un nuevo microbús hinchado de congéneres y me deslizo como mantequilla por posaderas, espaldas, hombros y pantorrillas, mirando al cielo en un gesto beatífico, como si el pecado fuese la instancia menos deseada para mis manos deseosas de buscar apoyo. Me sumerjo con respeto en esa marea humana y un frenazo brusco me envía justo al bolsillo de un parroquiano de aspecto venerable. Hurgo dentro del bolsillo buscando un sustento, la instancia en que puedo afrontar sacudones y paradas súbitas. Busco y rebusco hasta que siento que algo metálico me ciñe la muñeca. ¡La modernidad! –musito y me alegro de que existan recursos más tecnológicos para evitar que los pasajeros se estrellen unos contra otros. El hombre, me invita a bajar y yo, graciosamente atado a su humanidad por el expediente de una cadenita muy sólida, lo acompaño por las calles de Dios sepa uno hacia donde, al marasmo inconsciente de una sociedad que necesita reinventarse…