Oxidado y torcido, el cartel de venta de épocas pasadas, colgaba de una de las ventanas del frente.
Se animó a empujar el chirriante portón y a caminar a su alrededor, admirándola...
La casa se erigía orgullosa aunque abandonada casi en la mitad de un vasto terreno de frondosa vegetación..
A su alrededor, las tejas se dispersaban en el suelo, dejando al descubierto una pronunciada calvicie a dos aguas. Las paredes, descascarando un anticuado maquillaje, mostraban su cruda vejez a los transeúntes. Las palaciegas puertas de ébano estaban cubiertas por enredaderas, al igual que las hojas de las ventanas, que flameando en un baile frenético, desangraban en cada golpe a unas delicadas campanillas violetas.
Forzó la puerta y entró violentamente, al iluminarse la sala divisó una descomunal pintura, apoyada sobre un inmenso hogar de leños. Era un óleo auténtico, con una firma ilegible, fechado cincuenta años atrás. Una mujer morena de cuerpo entero, de rasgos aindiados, tumbada sobre un sofá, vestida con una fina enagua blanca cubierta de pétalos rojos, que dejaba ver claramente lo que las mujeres de su época ocultaban. Tenía una sonrisa leve y cínica, los ojos abismales y profundos, el cabello, exuberante, como toda ella, se desparramaba por el respaldo del sofá. Una de las manos descansaba sobre la transparencia de su bajo vientre, en una actitud provocativa y desconcertante.
Siempre había tenido los pies en la tierra ..., hasta que la vio.
En la inmobiliaria, contó que su único capital era un pequeño departamento que poco valía. Se sintió ridículo afirmando que su empleo no le permitía ahorrar ni un peso. Ruborizado mencionó su visita ilegal a la casona y su instantáneo enamoramiento de ella. Al hacer esta confesión, los agentes de ventas, cansados de no poder venderla, le dijeron que podían hacer una permuta. La casa por el departamento, a iguales valores. Incrédulo, desesperado por tenerla, temeroso de que se arrepintieran no se cuestionó nada, no hizo averiguaciones y al poco tiempo se encontró firmando papeles y mudando sus cosas a la majestuosa residencia.
Estela lo acompañaba casi todos los días, juntos limpiaban, sacaban trastos viejos, organizaban trabajos de albañilería. Intimamente, pensaba que este trabajo en común los acercaría como pareja y alimentaba ilusiones sobre un próximo matrimonio. Aunque llevaban tantos años de noviazgo y creía conocerlo profundamente, en esos días empezó a notar los primeros cambios en el carácter de Alberto.
Nunca quiso sacar el cuadro. Una tarde Estela lo arrojó a la basura junto a otras cosas inútiles. El se puso como loco, corrió hacia la calle maldiciendo, lo sacó con devoción de entre los escombros amontonados y lo regresó a su sitio privilegiado. Mas tarde, le dijo que volviera sola, que él se quedaría a terminar algo. Jamás había sido tan descortés con ella. Alberto era naturalmente protector y medido en sus reacciones.
Esa noche, alumbrado por la luz de las velas se recostó frente al cuadro, sobre unas gastadas cortinas de terciopelo amontonadas. Se quedó dormido. Y soñó. En el sueño, la fugitiva de Gaughin, se desembarazaba de su prisión de óleos y reptaba hacia él gimiendo como un animal en celo. Lo hacía su víctima, le prodigaba toda clase de placeres inconfesables dejándolo exhausto, pero ante su inminente despertar, volvía a huir hacia su rectángulo de juventud eterna.
Alberto vivía fascinado, esperando que el día se apagara para recibir cada día algo más, de aquella mujer de tela. La derruida mansión no lo abrumada en absoluto. De más está decir que rompió sin explicaciones su noviazgo con Estela.
Se volvió hosco, solitario, intolerable en el trabajo, siempre esperando la hora de irse para encerrarse en el oscuro caserón. Sentado frente al cuadro, bebía hasta embriagarse para dormir rápido y poder encontrarse con ella. Esperarla...,eso era ahora su vida. Lo despidieron de su empleo a causa de las resacas diarias, las violentas reacciones y su desinterés. Desde hacía varios meses, apenas comía, tampoco trabajaba en las refacciones, nada. Planeaba lento hacia una muerte segura.
Un vecino de Alberto ubicó a Estela y le dijo que sabía por qué el muchacho estaba en ese estado. Le contó que el último dueño del caserón, un anciano millonario, murió presa de la oscura obsesión del cuadro de Alberto.
La mujer de la pintura, se presentó un día en su mansión. Inmediatamente el viejo la amó, le suplicó que viviese con él, le dio todos los lujos y le mandó hacer el retrato para perpetuar su belleza. Pero el viejo estaba cada día más enfermo. Ella lo llevaba a límites impensados de placer, siempre al borde de la locura o de la muerte. Le proporcionaba drogas, hierbas afrodisíacas, desgastó su cuerpo y su corazón. En los años que vivieron juntos prisioneros en la casona, ella parecía ser cada día más bella y más joven. Y él, aunque decía ser inmensamente feliz, lucía cada vez más ruinoso y avejentado. Los hijos y herederos de su cuantiosa fortuna, la odiaban, por supuesto.
En una de sus agotadoras sesiones de amor, el anciano murió. En su testamento le dejaba todo, además de una extensa carta de agradecimiento por los años de felicidad compartidos. En la carta, también se disculpaba con sus hijos por haberlos desheredado, pero alegaba que su inmenso patrimonio no era monto suficiente para compensar a su amada. A los pocos días, los hijos, enfurecidos, violentaron la puerta y la mataron. Escondieron su cuerpo en alguna parte de la casa. Ella no tenía documentación alguna, ni familia en el país, …ellos se aseguraron de eso.
Estela lo miraba espantada, cuando consideró haber escuchado suficiente, corrió hacia la casona, miró por la ventana y los vio. En el cuadro, un sofá vacío... Sobre la alfombra frente al hogar, los dos desnudos, fundidos en un abrazo eterno. Los ríos que le inundaron la mirada, la cegaron por un instante y le impidieron distinguir en qué momento la mujer había huido hacia el cuadro, dejando al pobre hombre arrastrándose penosamente tras ella, tan delgado como un hilo.
Estela se arrojó a rescatar lo que quedaba de Alberto. Lo tomó en sus brazos. Los ríos, ahora desencauzados, vertían sus caudales sobre la cara del hombre, intentando que los lagos secos de él recuperasen sus espejos y ya no la mirasen así,... sin verla. |