Hasta poco antes del mediodía, la vieja acacia proyectaba su forma rota en la tapia blanca del Hospital Civil, justo al comienzo de una calle empinada que entonces era de tierra. El caminante solía detenerse allí, bajo su sombra, para afrontar con suficiente decisión la subida que le quedaba por hacer, sintiendo la brisa en la cara. A lo lejos, junto a mi casa, entre más frondas de acacias, el intenso trazo azul del tejado de la vieja casa del coronel Don Elías de Tejeda y Montero.
Don Elías había sido campeón de algo, pero eso fue hace muchos años, porque aún yo era muy niño cuando él ya estaba viejo. Pese a los años, conservaba casi intacto el porte digno de la gente ilustre y respetada. Pero por entonces apenas si yo le podía reconocer sus méritos, dado mi edad y mi absoluto desconocimiento del tema: oí que triunfó en una lucha de espadas pero no sabía que se llamaran floretes. A pesar de mi inocencia nunca dudé que fuera alguien muy importante, porque todo el mundo lo saludaba de una forma que a mí me daba como miedo. Ahora sé que luchó en la guerra contra los vencidos, aquella de la que no podía hablarse.
El hombre vivía solo, con una criada que siempre iba vestida de negro, en la única casa grande del barrio. A la casa la rodeaba un jardín abandonado a su suerte. Recuerdo la prestancia serena de un sauce que oscurecía la entrada, de un ciprés muy delgado al fondo, y un arrayán, escuálido y triste, buscando la luz a través de la deslucida verja . Un escudo de armas tallado por el tiempo, que pudo ser blanco, ennoblecía el portón algo vencido que daba acceso a la entrada principal de la estancia; apenas se insinuaba en él la figura erguida de un animal junto a un cesto de panes y una espiga. No me costó trabajo convencerme de que la casa estaba repleta de sables, de armas antiguas, de condecoraciones, de cuadros con gente ilustre, de uniformes, de libros raros, de espejos… Allí olía siempre a comida de ricos. Fui más de una vez aunque no muchas, con mi padre y con mi tía cuando su marido la llamó desde Suiza, donde se fue a trabajar. Entrabamos todos con mucho respeto, era un honor que mi familia pudiera usar el teléfono de la entrada cuando hiciera falta. Mis padres discutieron más de una vez sobre ese asunto, sin que yo llegara a entenderlo.
Nuestro honorable vecino salía con frecuencia a pasear por el barrio, iba siempre de traje y sombrero, era un hombre grande, panzudo, hablaba poco. La expresión de su cara daba a entender que el olor del mundo no le había terminado de gustar del todo. El labio inferior lo tenía enorme, rojo, algo azulado y temblón. Parecía que aquel labio estuviera hecho a conciencia para sostener el cigarro puro que siempre llevaba puesto. Su poderoso aspecto atrapaba de inmediato la atención de cualquier incauto. Cuando pasaba cerca, yo también le ponía cara de conejo, pero apenas si se dignaba en mirarme.
Lo que yo quiero contar pasó muy deprisa, y me enteré un poco tarde, justo al otro día. Llegaba del colegio y era la hora del almuerzo. Por la noche, se habían llevado detenidos al Corpas, que era el hermano mayor de Juan Benítez, y a Gustavo Recio que por entonces era novio de mi hermana. Decía la gente que cayó otro más, le llamaban el Largo, apenas si le conocía. Les cogieron por sorpresa fumando porros en el Recodo.
El Recodo era un lugar sombrío, apartado; era apenas una grieta oculta por la maleza, pero muy grande, y más profunda de lo que pudiera parecer a primera vista. Se llegaba a él por un sendero difícil, entre escombros, bordeando la última fila de las casas nuevas, muy cerca del barranco de arcilla que daba nombre al barrio. Junto al Recodo dormían esparcidos los restos del antiguo tejar de los Maqueda, la fábrica de barro y el secadero. Allí íbamos los niños a hablar de cosas importantes; y también, por la noche, iban los mayores para estar tranquilos.
A Don Elías todos le referían el asunto del Recodo, pero yo notaba que le hablaban en falso, de un modo que yo no había visto antes. Pretendían parecerle airados, elevando la voz y gesticulando con exageración los brazos. Se obstinaban por agradarle con la alarma de una complicidad fingida, admirando su pronta decisión de alertar a la policía. Todo andaba revuelto por aquel tiempo, cada vez lo entendía menos y cada vez me daba más miedo aquella situación. Mi padre no lo supo nunca, pero una vez, creyendo que yo no estaba, oí a mi madre decirle con rabia que don Elías era un autentico hijo de puta.
Salvador Crossa Ramírez. http://www.lagotaquecalmaelvaso.es |