No le esperaba a esa hora, cuando tres golpes anunciaron al escritor de relatos fantásticos la presencia del visitante.
Suspendió su labor, observando inquieto hacia la puerta, luego de verificar que eran las seis de la tarde. Desde cuando empezó a escribir ese libro, por cuya causa lo abandonaron los nietos y más tarde la anciana sirviente que le acompañó durante 20 años, supo que algún día vendría a su casa alguno de Ellos…
Hipocentauro, Quimera o Cinópero, Grifo, Hidropo, Mantícora o Borametz, todos conocían no sólo el lugar donde vivía sino sus temores y pesadillas más íntimas. Allí estaba tras la puerta, esperando que le abriera, porque de otra forma no podía entrar, asombrando con su presencia a los vecinos que aún no le habían cancelado su amistad.
Introdujo el lápiz en un cuaderno de notas que guardó en la más baja gaveta de su escritorio y pensó: “De alguna remota isla de los mares antárticos enviaron a Youwarkee, mitad mujer y mitad pájaro, con brazos que se abren en alas y sedoso plumón cubriendo su cuerpo”.
Transcurrieron varios minutos. Tres nuevos golpes sonaron en la habitación. “No es ella”, pensó el viejo escritor frotando sus manos sudorosas, “es posible que sea una Misna, con su ojo, su mano y su pierna y una mitad del cuerpo y medio corazón”.
Se retractó cuando al escuchar otros tres toques, imaginó que podía ser un Squonks. “Viajan a la hora del crepúsculo para ocultar en la sombra su piel cubierta de verrugas y lunares”. Mas no se atrevió a abrir.
“¿Y si fuera el devorador de las sombras? ¿Quién, con más confianza para visitarme a esta hora del día, que él?”, dedujo al escuchar la insistente llamada. Continuó inmóvil en la silla, sin apartar su mirada de la puerta, esperando que todo fuese un desagradable sueño para despertar a la menor oportunidad.
Otros tres golpes en el portón le recordaron que no dormía. “No debo temer si es un cinocéfalo. A ellos solo les interesa desplumar pajarillos, arrancarle a las vacas la ubre, lacerar flores o violar mujeres”.
Observó su reloj: siete minutos sin escuchar los quejidos del portón. “Se fue”. Poco duró su alegría. Una sonrisa que comenzaba a esbozarse en su rostro, se convirtió en mueca de espanto.
De nuevo escuchó tres golpes en la puerta. “Un epístigo. Seguro que es un epístigo sin cabeza, con la boca en el vientre y los ojos en los hombros”. Pero no lo era.
El visitante se impacientaba porque los toques sobre la puerta aumentaron en cantidad y vigor. Tendría que abrir. Lo esperaba desde el primer renglón que escribió.
Varios años esperándolo. Dejó la puerta y las ventanas entreabiertas, por si llegaba cuando él dormía o se encontraba fuera de casa. “Esa forma de tocar es propia de Baldanders, el que puede transformarse en roble, cerdo, estiércol o flor”.
Se levantó del sillón. “¿Abro o me oculto en el sótano?”.
Una serie de golpes a dos puños le impulsaron hacia la puerta. El sudor, corriéndole por la espalda, transparentaba su franela de algodón. “Es un maligno y estúpido troll”, pensó para animarse.
Llegó hasta la puerta y con osadía, dispuesto a resistir cualquier impresión, con la mano derecha abrió, mientras con la izquierda entre el bolsillo del pantalón sujetaba la navaja. Encontró los ojos verdes del Visitante. Sin titubear, sostuvo por un infinito instante su mirada, sin experimentar temor alguno. El emocional impacto fue mayor que lo esperado por su débil corazón: “¡Un hombre!”, comprobó antes de perder la conciencia y desplomarse sin vida junto a las enfangadas pezuñas del sonriente visitante.
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