1. LA RECETA DEL ERMITAÑO
El hombre de ochenta y tres años, subió a la gruta del anacoreta a pedir una fórmula para vivir más tiempo. No deseaba morir tan pronto.
–Conozco la fórmula ideal. Lo mejor para ti es la inmortalidad –recetó el sabio.
Y el hombre se regocijó.
Tu compromiso es venir los jueves a mi ermita donde te revelaré, poco a poco, el secreto. No puedo enseñártelo de manera precipitada.
Perseverante, el viejo ascendía cada semana a la gruta.
El santo lo llevaba a caminar por distintos lugares de la montaña, señalándole en silencio cuanto encontraban por el sendero. Parecía buscar alguna yerba milagrosa, escasa por aquellos parajes, o invisible cuando ambos observaban la húmeda nervadura de una hoja, el rayo de sol sobre la mariposa, las hormigas revolcando el plumaje de un pájaro muerto, el murmullo del arroyuelo donde se inclinaban largo tiempo o el sereno vuelo de los gallinazos, navegando por el viento.
Durante su pausado recorrido, el hombre siempre olvidaba el propósito para el cual vino donde el ermitaño.
Tres años más tarde, el anciano, quien había levantado cerca del anacoreta un cobertizo para acompañarle, enfermó de gravedad.
Próximo a morir, escuchó a su compañero preguntarle:
–¿Cuál fue tu intención cuando viniste?
–No la recuerdo. Tan absorto me encontraba viviendo, que no tuve tiempo para pensar o hacer algo diferente.
–Pretendías la fórmula de la inmortalidad –recordó afectuoso el eremita.
–¿Sí?...¡Ah, ya recuerdo! Le agradezco que me la haya concedido tan pronto.
Y falleció con la inalterable huella de la inmortalidad dibujada en su sonrisa.
2. FLORES DEL GULMOHAR
Nadaie vio cinco hombres sentados en torno al árbol gulmohar. Por vez primera lo encontraba en su camino, aunque el viejo maestro de la lanza y la danza le había enseñado que este era “uno de los más bellos de Oriente. Su sombra es muy fresca. No crece muy alto; sus ramas se extienden a su alrededor. Algunas veces, las ramas de algún árbol viejo pueden cubrir terreno suficiente, para que fácilmente puedan sentarse quinientas personas. Y en verano, cuando florece, brotan miles de flores simultáneamente. No es un árbol miserable, que hecha una flor y luego otra; no. Una noche, de repente, se abren todos los brotes, y por la mañana no puedes dar crédito a tus ojos: ¡miles de flores! Mi único amigo era ese árbol”.
Y ahora, allí frente a él, con sus miríadas de pequeñas y perfumadas flores, el gulmohar le enseñaba a Nadaie el milagro como parte más obvia de la cotidianidad. Aunque los hombres parecían en profunda meditación, preguntó al primero: “¿Qué haces aquí?”. “Miro al gulmohar”, respondió sin desprender su mirada del árbol.
“Y tú, ¿qué haces aquí?”, interrogó al segundo. “El gulmohar me mira”, dijo despectivo.
Nadaie se aproximó al tercero de los hombres. Tocándole con suavidad el brazo, preguntó: “¿Qué haces aquí?”. “Miro al gulmohar mirarme”. Resplandecía un brillo en su mirada, ajeno a los ojos de los anteriores hombres.
Se aproximó al cuarto de ellos, un anciano semidesnudo a quien susurró: “¿Qué haces aquí?” Cuando el anciano respondió, sus palabras venían de las ramas balaceándose a pocos centímetros de sus ojos: “Nos miramos con el gulmohar…”. En esas cinco palabras, Nadaie identificó algo en común entre las ramas del gulmohar y los descarnados brazos del viejo.
Se acercó a un quinto hombre, de indefinible edad: “¿Qué haces aquí?”. No obtuvo respuesta. “¿Qué haces aquí?”, insistió Nadaie escudriñando con su mirada los ojos inmóviles del hombre. De repente, centenares de flores comenzaron a desprenderse de las ramas y a caer sobre la cabeza del silencioso hombre y sobre la de Nadaie. Con cada una de ellas, el árbol preguntóal par de hombres: “¿Qué hacen aquí?”.
3. UNA FÁBULA PARA LOS NIÑOS
Cuando llegó al caserío, vestido con el polvo del camino, los niños corrieron a saludarlo. Entre exclamaciones de júbilo y abrazos, le sentaron a la sombra de una pared. En sus alforjas, siempre encontraban alguna fruta y en sus labios nunca faltaban verdades sencillas. Mordiendo las verdes manzanas que Nadaie distribuyó, disponiéndose a escucharle hicieron ronda.
Era otra fábula más. Narrándosela a los atentos niños, a sí mismo se la refería Nadaie.
–¡Háblame de Dios, hermana hormiga! –suplicó el trueno al pequeño insecto.
Y entonces la hormiga caminó.Y en el sonido de sus pisadas sobre las hojas secas, Dios hablaba al oído del trueno.
–¿Lo escuchaste, hermano trueno? –preguntó la hormiga.
Este respondió:
–He oído su voz.
Ahora háblame tú de él –rogó la hormiga al trueno.
Y la tempestad no tardó en llegar de las colinas a las ramas de los árboles.
Después, hormiga y trueno, fueron por diferentes caminos a explicar a otros la voz de Dios, como cada uno la escuchó. Pero tuvieron mala suerte. Cuando la hormiga intentaba tronar, su garganta emitía solo una inaudible vocecilla que ni los más pequeños grillos escuchaban.
Y cuando el trueno imitaba el leve paso de la hormiga, se resecaban los campos y las cosechas se perdían.
4. EL PENSAMIENTO DE DIOS
Los árboles asistían al lento paso de los tres hombres. El más joven, avanzaba en primer lugar, siguiéndole el mayor, un anciano de noble aspecto, apoyado en tosco bastón de cedro negro. Rezagado, con su mirada atenta a los milagros del camino, iba Nadaie.
De improviso se detuvo el joven, e inclinándose junto a un arbusto florecido, exclamó:
–¡Escucho en el viento la voz de Dios!
–Pero si no ventea… -replicó el anciano, quien también Lo había escuchado.
–Debe ser entonces su pensamiento –concluyó Nadaie.
Y los tres hombres besaron las florecillas blancas y moradas del arbusto.
5. PALABRAS PARA UN GRAN SILENCIO
–Señor, te expresas siempre con palabras oscuras -dijeron a Nadaie varios, escuchando sus parábolas con los oídos y no con el corazón- ¿Eres poeta?
–No lo soy. Desconozco los íntimos significados de mis parábolas. En mi alma se gestan y desde mis labios remontan el aire, pero ignoro de dónde vinieron, cuanto traman dentro de mí y hacia cuáles horizontes partirán cuando sea tiempo de ayudarles a volar.
–¿Ignoras el significado de tus propias parábolas? –interrogó sorprendido uno de aquellos hombres.
Nada entiendo. Me ensordece el eco de mis ostentosas frases. Por eso nunca sigo el camino trazado con sus palabras por otros hombres, ni es conveniente para estos seguir el mío. Si algún camino intuyen ustedes en ellas, no escuchen su hechizante cadencia. Atiendan sólo a cuanto sus corazones responden en la intimidad de sus vidas. La sed de cada uno de ustedes debe inducirles a buscar su fuente, no mi sed. A través de nuestras palabras, Él habla consigo mismo. A través de nuestro silencio, Él habla con nosotros.
Y dirigiéndose a quienes lo seguían desde la vecina aldea, Nadaie exclamó:
Recién creado el universo acrecentaba la soledad de Dios. Asomándose a Su creación, en ella sólo se veía a Sí mismo. En la gota de rocío y en el océano, sólo estaba Él. Y en la oscuridad y en la luz, sólo estaba Él.
Caudalosos ríos nacían en la gota de rocío, precipitándose bulliciosos por su silente corazón. Dios seguía mudo en medio de la creación. El océano ondulaba turbulento, sostenido por su amor sobre el húmedo haz de las hojas, pero Dios continuaba mudo y solo en medio de su creación.
Las gaviotas batían sus alas en la gota de rocío. Sin embargo, tal aleteo no tenía eco en la soledad de Dios. Incapaz de hablar consigo mismo, creó entonces al hombre para que le inventara un lenguaje. Y el hombre creó la poesía. Desde aquel momento Dios nunca ha enmudecido, pero el hombre olvidó hablar consigo mismo.
El fuego llameando en las palabras de Nadaie, consumió las dudas de aquellos hombres. Y ninguno habló durante el resto del día.
6. EL CANTO DE LA ALONDRA
“Vengo de escuchar las sabias palabras de mi maestro”, dijo uno cuando por el camino encontró a Nadaie y en cuyos ojos titilaba el fuego encendido por cualquier ignoto gurú. “¿Qué te enseñó?”, preguntó Nadaie. “La suprema verdad: Yo soy Dios”, repuso el hombre seguro de sí mismo, de su maestro y la veracidad de cuanto este le había revelado. “Yo vengo de escuchar el canto de una alondra en aquel árbol”, replicó Nadaie. “¿Aprendiste algo de ella?”, o, de su maestro y la veracidad de cuanto este le había revelado. “Yo vengo de escuchar el canto de una alondra en aquel árbol”, replicó Nadaie. “¿Aprendiste algo de ella?”, interrogó aquel. “Nada aprendí: la canción de la alondra era para el matutino sol calentándonos a ambos”.
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