Rita y Francisco se conocieron en la sala de cuidados intermedios del Sanatorio “Integral”, donde ambos se reponían de la operación para el cambio de sexo a que los había sometido el publicitado especialista polaco que los convenció de las bondades de los procedimientos que aplicaba en tan controversial terreno. Intercambiando de cama a cama dolores y confidencias, el ahora Rito y la novísima Francisca convinieron en que, por fin, habían logrado liberar a los verdaderos “yo” que se encontraban aprisionados desde el nacimiento en envases equivocados. Palabra va, antibiótico viene, se descubrieron enamorados y dispuestos a vivir en pareja cuando fueran dados de alta. Así aconteció y así llegó, también, el momento en que Rito/a y Francisca/o –tan auténticos como su imaginación se los permitía— pudieron concretar la ansiada comunión de sus cuerpos con las prótesis y las siliconas estratégicamente implantadas en recónditos lugares. Lejos de obtener los orientales placeres prometidos en la propaganda del centro asistencial, la experiencia, controlada personalmente por el galeno europeo y sus quince colaboradores doctorados en la rehabilitación funcional a través del Kamasutra, les resultó nula en goces, rica en dolores, descoyuntadora de articulaciones y agresiva para el olfato por el tufillo a plástico recalentado que comenzó a emanar de los puntos en fricción. A tres meses de la frustrante iniciación, con las hormonas desquiciadas pero la fe intacta, nuestros amigos persisten en sus intentos. Confían que “el amor y el entrenamiento diario completará el milagro en corto tiempo”, tal cual se los aseguró el polaco al despedirse definitivamente de ellos, porque retornaba a su país de origen. No puede ser –le comentan Rito/a y Francisca/o a sus amistades más cercanas— que un médico tan caro como ese los haya engañado como a unos completos idiotas. Y se lamentan por no haberse conocido antes de la operación…
Víctor del Val |