Los redondeados dedos infantiles volaban sobre las teclas de la computadora, como hacía más de un año. Era la hora del mediodía en Buenos Aires. Ese tiempo muerto entre la clase de gimnasia y la de biología. Minutos robados, mientras los padres trabajaban, y ella corría a su casa a pasarlos con él.
El sol arrastraba los lentos segundos de aquella hora solitaria, alargando apenas los desolados días otoñales.
Se apuró a ingresar en la red, fue pasando rápidamente las instancias hasta lograr ver el nombre de su “cyber amigo” en la pantalla. Exhalando un suspiro enmarcado en una dulce sonrisa, lo dedicó a su extraño amor.
Recibió aquel “-hola maja”, ruborizándose una vez más. Como si el Atlántico fuese el arroyito de su barrio suburbano y él estuviese en la otra orilla, mirándola.
Alisó nerviosa la faldita tableada del uniforme escolar, asegurándose que la cámara de video estuviese desconectada…
Un eco de aires marinos llegó danzando sobre el asfalto madrileño y se abrió paso a través de la ventana entornada de la casa de él. El vientecito travieso lo distrajo levantando delicadamente la manta que cubría sus piernas eternamente adormecidas. Un minúsculo sonido le indicó que ella estaba allí, y le respondía con el “Hola amor” que él tanto esperaba. Esos dos simples vocablos que lo devolvían a la vida, pronunciados por las letras vivas de una mujer que le había confiado su soledad en un espacio sin distancias.
Y así comenzaba el diario deleite de las conversaciones encumbradas entre andariveles metafísicos e intelectuales. Y terminaban, enamorados, entre promesas y abrazos virtuales.
-Debo volver a mi trabajo –tipiaba ella, repentinamente aseñorada, pensando tal vez en la reiterada llegada tarde a la clase de biología.
-Pues ve, Señora mía, que tu jefe te regañará otra vez –sentenciaba él, escribiendo a toda máquina, para no demorar a la secretaria ejecutiva. Extrañándola de antemano en el lento deslizar de las ancianas horas de su vida.
Él le había mostrado su vida en párrafos frondosos de color y gloria pasados. Ella, ya sabía de sus hijos, nietos, bisnietos. Conocía la profunda herida de su viudez. Aquel refugio que fueron la literatura y la filosofía. Incluso el hombre le había enviado por correo sus trabajos más loados. Aquellos que lo habían llevado a la fama y el reconocimiento internacional, a pesar de su octogenaria inmovilidad. Él sabía que le quedaba poco por hacer, pero así y todo, la amaba de verdad y sentía lo mismo de parte de ella. En cada frase, en cada silencio, incluso cuando ella callaba al verlo sonreír y mandar besos volátiles a través de su cámara de video.
Él le arrojaba temerarios avances matrimoniales, a fin de lograr llevarla con él a España. La niña rechazaba estos románticos accesos comentando acerca de un esposo negligente pero muy amado. Mencionaba siempre la esperanza de salvar lo que habían construido juntos, a pesar de todo (de todo lo que había inventado, para poder hablar con el anciano). Ella siempre le dijo que no tenía dispositivos de audio y video; y sólo le mostraba un par de fotos en las que aparecía su opulenta madre, ya cuarentona, con sus atributos notorios, en una playa de la costa atlántica.
Él había comenzado a sentir el impulso viril entre la flacidez de las piernas, al ver aquellas imágenes provocativas. Aunque la había amado sin verla, entre los chispeantes renglones inteligentes que la chica enviaba, sin dejar de sorprenderlo jamás.
Aquel extraño día, harto de los imposibles de la mujer allende el mar, decidió proponerle juegos sexuales. Pensaba que la ansiedad de ser amada carnalmente le provocaría apurar lo inevitable. La separación de su esposo y la promisoria vida junto a él... en la otra orilla.
-Mi vida, hoy jugaremos un juego… -susurró con aquella voz elucubrada para amarla sólo a ella.
-ok –tipió ella, acariciando las trencitas terminadas en hebillas adornadas con el osito Pooh.
La cámara inició su conexión y le trajo las imágenes de aquel amor viejo que la haría sentir mujer, en ese raro momento tantas veces postergado.
Ella tiritaba, sola frente a la pantalla. Mientras lo veía ajustando la cámara y el micrófono, lo observaba en su sillón de ruedas y se levantaba las medias tres cuartas, avergonzada.
Finalmente, él quitó la manta de sus rodillas. Le pidió que ponga sus fotos de la playa que eran en realidad, las de la madre...
Y comenzó el juego...
Ella no tipiaba, no debía hacerlo. Estaba allí, mirándolo con sus inmensos ojos claros. Hacía lo que él le pedía.
Él hablaba lento, acariciando cada palabra. Detallaba todo lo que pasaría en su primer encuentro amoroso. El se refirió a sus pechos como si fuesen pesados y exuberantes y ella, se irritó acariciando sus pezoncitos apenas sobresalientes de un torso flaco de niña.
Llegó un punto en la erótica sesión, en que la chica empezó a gemir suavemente, transportada por las palabras del viejo, desbordante de sensaciones desconocidas. Vio al anciano descontrolarse de pasión, llamándola por el nombre de la madre. Al fin, el hombre acabó el juego y le mostró la penosa verdad sobre sus manos anudadas. Ella no pudo responder alarmada por el espasmódico goce que esto le había producido.
El hombre le preguntó si lo amaba. Continuaba semidesnudo, en su silla, agotado, bello aún en su senilidad por haberse sentido joven y querido. Le preguntaba si ella había sentido todo el placer completo. Pero ella no respondió.
Volvió a preguntarle...
Ella no respondía...
Se inquietó.
Pensó si acaso ella se habría horrorizado de su despliegue, a su edad. O tal vez, su esposo la hubiese descubierto. No sabía qué pensar. Sólo la llamaba, una y otra vez.
Esperaba y volvía a intentarlo...
De pronto la cámara porteña se encendió por primera vez. La hermosa mujer madura de las fotografías estaba frente a él, con una camisa abierta y los tremendos senos al aire.
-Cerdo pervertido! Estalló a los gritos, abriendo el audio. -Yo soy una hembra, viejo asqueroso, yo!–sacudía los pechos con las manos, desafiante -Qué hacía con mi hija!. Demente! Es una nena! –gritaba enloquecida.
Los crueles apelativos estallaban en Buenos Aires, cruzaban agua, cielo y tierra, para estrellarse reventando los vidrios de la casona colonial y destrozar la última esperanza en el frágil corazón de un hombre viejo.
Una catarata de lágrimas huecas le nublaban la horrenda visión de la brutal paliza que la mujer de sus sueños propinaba a una desconocida y desnuda niña de trenzas.
El anciano quería hablar, desesperado. Estiraba las manos afiebradas hacia la pantalla. Abría la boca sin poder explicar algo que apenas estaba intentando comprender, al ver a la muñeca inmòvil que no pasaba de los doce o trece años yaciendo acurrucada en un rincón, bañada en sangre. Quería recibir los golpes que estaban destinados a él, y no a ese cuerpecito dèbil que acababa de conocer algo que no debía... Algo hurtado al mundo de los adultos.
De pronto vio, espantado, a la mujer arrojarse al suelo y levantar en brazos a la criatura inconsciente. Notó que de la cabecita manaba un chorro de sangre y cuando la madre lo descubrió emitió un aullido herido y corriò con su liviana carga, fuera de la habitación.
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Minutos más tarde, el padre de la niña, entró en la habitación a buscar una muda de ropa para su hija que se reponía en el living. Al ir hacia el placard, notó la computadora encendida y aún conectada a la red. Se acercó para apagarla y vio al viejo en el pequeño cuadro madrileño y lejano. Tenía la cabeza ladeada, los ojos vacíos en un rictus de horror y los brazos a los lados de su silla de ruedas, colgantes y goteando las ultimas perlas de un rojo oscuro.
El hombre no hizo ningún gesto. Mirò la escena un par de segundos. Desenchufò violentamente la máquina, y dando un portazo, salió. |