Camino.a.Arica Aquí estoy, sentado frente al teclado, tratando que me venga un cachito de inspiración, para poder postear algo. Lamentablemente la inspiración no viene del cielo sino que es un 50 % de trabajo arduo y el otro 50 % de suerte.
Yo he tenido suerte, porque anoche leí un relato en la página de los cuentos llamado “El Pimiento” de Juan Manuel Oyarzùn, que me trajo a la memoria las mil y una historias que tengo guardadas en mi mente de mis viejos tiempos de camionero. Tal como dice el relato, vi crecer el árbol y más de una vez lo regué con agua o con media botella de cerveza que ya se había calentado lo suficiente para hacerla intomable.
Una vez, pasé de largo, indiferente u olvidadizo, no lo recuerdo bien y quise volver a dejarle un poco de agua, pero el camino de entonces no era lo que es hoy, y no pude dar la vuelta para regresar. Si trataba de hacer girar al camión corría el riesgo de caerme al precipicio y aunque entonces yo era lo bastante superticioso para creer que el no regar el árbol me iba a traer mala suerte, me ví obligado a continuar mi viaje, jurando que al regreso le iba a dejar el doble de agua.
¡Cuánto me costó llegar a Arica! La ruta de entonces era apenas un camino de ripio y piedras, lleno de pozos, badenes, etc. que a veces creías que era un serrucho y los saltos y barquinazos del camión te hacían correr el riesgo de morderte la lengua. Para evitar eso, otros camioneros me habían dicho que lo mejor era cantar y por eso en cuanto empezaba a circular por un camino de serrucho, me ponía a cantar tangos y boleros a grito pelado.
Era el año 1958 y yo tenía 18 años. A esta edad yo creía que me podía llevar el mundo por delante y que bastaba la juventud para triunfar en la vida. Naturalmente no tenía miedo a nada ni a nadie, quizás solo un poco de temor a la soledad. El camino interminable, a veces subiendo trabajosamente, mientras rogaba que el camión tuviera la fuerza suficiente para alcanzar la cima y otra rogando que los frenos respondieran al bajar las cuestas. En algunas partes el camino era de un solo carril y tenía preferencia el que subía. Había en la cima de una cuesta un telescopio, que el que tenía que bajar debía mirar por él, para asegurarse que no venía subiendo otro vehículo, pues no había lugar en el camino para dos y decía la leyenda que si se encontraban dos camiones o cualquier vehículo y no podían pasar, el que bajaba, o retrocedía o tendría que arrojar su vehículo al precipicio. Nunca supe que ocurriera algo semejante, y más de una vez, me tocó esperar en lo alto del camino, mas de una hora hasta que terminara de subir algún pesado camión, que llegaba jadeante y con cuyo conductor apenas nos saludábamos, pues tenía que descender inmediatamente, sin perder tiempo, tocando la bocina y el claxon, y rogando que los frenos respondieran.
Kilómetros y kilómetros de soledad, arena, ripio y calor. Muchas veces a la vera del camino había alguna persona que tímidamente me hacía alguna seña para que lo llevara. Con gran alegría lo levantaba y le hacía mil preguntas. Por lo general eran gentes que habían trabajado en las minas, en las “oficinas” y que se habían quedado en el lugar. Otros eran oriundos de allí, y vivían en algún pequeño valle oculto allá arriba, detrás de las montañas. Para llegar hasta la ruta habían caminado casi todo un día y conocían infinidad de leyendas del lugar y de sus antiguos habitantes.
Uno de ellos me contó una historia que me marcó para siempre. Me mostró unos cerros fáciles de identificar por sus colores que denunciaban los ricos minerales que contenían, y detrás de los cuales había un viejísimo sendero, solo apto para mulas, que conducía, luego de recorrer unas diez leguas, a un maravilloso lugar donde se juntaban los nacimientos de cuatro cerros, de los cuales se habían deslizado infinidad de piedras, todas de distintas tonalidades, que habían formado un enorme promontorio, lleno de grutas y cavernas. Al adentrarse en ellas con una antorcha para iluminar la oscuridad, el espectáculo era de una belleza sobrenatural. Las paredes de las grutas, estaban formadas por miles de piedras de todos colores, algunas de las cuales se habían partido y mostraban sus corazones de ágata, de sílice, cuarzos de miles de formas y colores, que sacudían la razón y hacían creer en la existencia de un Ser superior. Allí habían decidido los antiguos, hacer descansar a sus muertos queridos, y en el fondo de las grutas habían depositado cientos de “huacos”, o sea hermosas vasijas de barro conteniendo las momias y lo que les haría falta en el más allá.
El hombre que me contó esta historia, había ido solo una vez, con su abuela, cuando era muy chico y ahora no se atrevía a realizar otra visita por lo dificultoso del camino, si es que existía aún, y además, como es natural, por una serie de maldiciones y castigos, que les ocurriría a él y a sus descendientes, hasta la novena generación.
Yo, en este momento tengo sesenta y cinco años y creo haber realizado todo lo que un hombre puede hacer: he tenido hijos, he escrito un libro y he plantado muchos árboles, pero sé que me quedan dos cosas por realizar: arrojarme en paracaídas y la otra es ir a estas grutas que en realidad son un cementerio incaico o preincaico, de la cultura mochica. Este sueño lo he tenido toda mi vida. Algunos amigos han estado dispuestos a financiar una expedición, pero yo quiero ir solo, porque no busco con eso gloria ni fortuna sino tener una experiencia espiritual única. Todavía creo tener fuerzas para encarar esto, lo que no sé, es si podría encontrar el camino o los cerros de donde nace.
Solo una cosa me detiene. Si lo hago y encuentro el cementerio, no tendré mas sueños por cumplir y amo todavía demasiado a la vida. En estos días me tiraré en paracaídas y solo me quedará una cosa por realizar. Pero no la haré mientras viva.
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