El estrés domina las mentes. Suena fuerte como la voz de una perra abandonada, como el llanto del niño sin cariño, distorsionado como las palabras de amor.
Te aceleras, tus indecisiones se vuelven insoportables en los bajos murmullos de una ciudad que te quiere con habitantes que te odian; piensas que el tiempo es una esfera que rota en torno a ti; los duendecitos de tu cabeza gritan, hartos de escuchar su corazón retumbar en sus pequeñas orejitas; los últimos besos que recuerdas fueron escritos por Sabina. Muerdes el viento en señal de protesta a ese mundo que te arrastró hacia él sin previo aviso. Te levantas con la función de morir un poco más ese día, complicas lo sensible.
En un momento te detienes. El multiverso se cansa de golpearte. Los colores más profundos dentro del blanco se clavan en tus ojos como puñales, símbolos de que tu momento de gloria ha llegado; todo parece más agradable, los balazos suenan lejos en un mundo de papel y plástico.
Tranquilizas tus emociones en el baño o en el cuarto más recógnito de tu casa. El resto del tiempo disparas bocanadas de todo lo abstracto que tiene guarida tras tus ojos de impresión maternal. La energía calórica invade tu mente y sueñas cosas perversas para tu mundo, descansas en bravos pastizales del área del sobretiempo. Cada inspiración se vuelve sabia del árbol del conocimiento. Tranquilizas tu pulso y lo dejas mendigar pasiones en camas sin colchón, sin almohada, sin sábanas manchadas tantas veces como ha bajado tu ropa interior sobre ellas; sin embargo, quedan espacios en blanco. Lo que te rodea se vuelve superficie demasiado vacía para posar las yemas de tus dedos.
Muy lejos allá, en ese espacio que llamamos memoria, los pasos del pasado nos reniegan regreso, nos tienen planeado atacar en un frente de batalla muy diferente al acostumbrado, que demuele tus glándulas y anginas. Tu corazón menstruado quiere lograr la paz interior de sus soldados de fuego, los viejos mártires te decepcionan y la lucha empieza a parecer eterna; los muertos te retienen en el filo de una sevillana. No vas a competir más por la misericordia de un Dios incapaz de dar la cara frente a sus creaciones, un Dios que hizo lo mejor que se puede hacer en este multiverso: no existir.
La nube de humo que te circundaba empieza a disiparse y observas lo que realmente te rodea: gente cobarde, imposibilitada de gritarle a su maestro que escribió mal una palabra en el pizarrón; el primero que se levanta es repudiado por el resto y las piedras no tardan en caer sobre sus sienes. El mismo ser humano que te decía amor como si eso fuera lo único que esperaba de la vida rompe tu espejo interior, promete seguirte pisando la cabeza sin la posibilidad de pedir perdón por lo errores que creen que cometiste. Nunca fue más temprano para que te rebeles contra tus seres queridos y tus seres humanos.
Tus ojos brillan acuosos otra vez, tu sonrisa se ve desde las montañas más alejadas. Tu cabeza piensa, no como si fuese tal cosa un ritual cabalístico, sino porque así quiere estar, pensando y demostrando lo bueno que puede salir de los entretenimientos profanos y los riesgos de no alcanzar la centena en una reposera, tiesa, deseando que la podrida parca, que sabe que en ese momentos es mucho más doloroso vivir que morir, venga a buscarte con su puñal semi-sangrante.
Recrearte se torna lo más común del día. Día que ahora brilla esquivando los ataques del todo exterior, de la realidad de las manos, de la realidad vacía, sobrada de mentes alocadas y discernientes. Te limpias la cara, respiras profundo, ves pasar el vuelo de la libertad que aún no perdiste. Te quitas la ropa deseando que la piel se te torne menos deseable para así poder detenerte en algún punto y descansar un poco. Abres la canilla de la ducha y entras en la lluvia, el vapor del agua caliente impregna tus poros, no quieres terminar nada de lo empezado, no quieres permitirle a nadie su intromisión; si es tan urgente, puede esperar a la mañana.
Las letras abandonadas de un gran autor se remachan en tus ventanas y te acuestas, dejas que las ilusiones te envuelvan y te corrompan y, luego de que tu héroe abandona la escena, estiras las piernas, acomodas los brazos… y te duermes. |