Siempre Ahí.
Como todos los días, ella aguardaba en el mismo lugar.
Sam la miraba en las mañanas al dirigirse a su trabajo y nuevamente en la tarde, cuando el sol formaba largas sombras entre los edificios. Los fines de semana era común encontrarlo sentado en la pequeña plazoleta, observándola con una apacible sonrisa. Era muy consciente de su presencia e intuía que ella también de la de él. Verla era el motivo por el que se levantaba cada mañana y la razón por la que se apresuraba a regresar a casa.
Esos breves instantes en los que su visión se deleitaba con su garbo y su corazón se llenaba de ese misterio extraviado en la noche de los tiempos: Amor.
Tras la barrera que la pequeña verja imponía, la vislumbraba. Su alma quedaba extasiada, su sola estampa llenaba el vacío de su existencia, su tierna mirada confortaba las angustias de antaño. El saber que ella estaba ahí, aguardándolo, pálida y sombría en la lluvia o el frío, resguardada entre cúpulas marmóreas y efigies dogmáticas, pero, asimismo, luminosa y etérea bajo el sol primaveral, luciendo orgullosa su pétrea indumentaria.
El inicio de otra semana lo encontró impaciente y nervioso. ¿Estaría enfadada?, se preguntó preocupado. La fastidiosa presencia de su familia, lo importunó de tal manera, que no le fue posible visitarla. Ese día salió mas temprano que de costumbre. Apresurado, recorrió las cuadras que lo separaban de ella. Necesitaba demostrarle que ahí seguía él. Que no se preocupara.
¿Pero que clase de catástrofe ocurrió? Se preguntó aturdido. La pequeña reja ya no estaba y la sustituía un alto muro de concreto que rodeaba el sacramental.
- ¡Qué osadía! ¡Qué insolencia y desfachatez! –gritó al remoto cielo.
La desesperación lo sitió. Era esa vieja e implacable sensación de desolación que lo aprisionó mucho tiempo atrás, antes de conocerla, antes de que ella corriera el velo de desconsuelo y le mostrara el significado de la alegría, de la devoción y el deleite.
Las muchas llamadas de los transeúntes que denunciaban a un hombre desquiciado, llevaron a Sam a la justicia y días después, por indicaciones médicas, al Sanatorio Arkham Para Enfermos Mentales.
Su familia sabe que Sam se ha vuelto loco. Que se ha enamorado de una estatua del cementerio, pero Sam sabe la verdad. Escucha su hermosa y suave voz en las noches, llena de hermosas promesas. Sabe que ella sigue aguardando, que se encargara de arreglar todo.
Por primera vez en muchos días, Sam se levanta de la cama y se asoma afligido por la minúscula ventana. Desde el segundo piso, desde la altura correcta, Sam puede verla. Está ahí y le susurra el más hermoso de los juramentos.
De forma inesperada, Sam se lleva las manos al pecho. El efímero fuego vital se apaga y olvida su abatida nostalgia. Sus ojos se han cerrado en una noche sin pesadillas y el lamento de su corazón se ha callado.
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