Los primeros días de trabajo, Cesáreo ordenó retirar los ladrillos del muro que cubría el nicho principal. Hallamos una tabla muy blanda, al moverla ligeramente se podía ver algo en su interior. Retiramos tres a cuatro hiladas de ladrillos quedando al descubierto un ataúd, pero no concluimos el trabajo, quedando su terminación para después. Cesáreo estaba de un humor endiablado “¡Yo no he de morirme por un maldito Fantasma!”, decía y sentía que su voz se ahogaba. Afuera de la cripta había un cura solapado, flacuchento, de pómulos huesudos y ojos oscuros. Nos resguardaba, por su silencio, parecía desempeñar un oficio siniestro. Sospechaba que lo espiábamos, miraba hacia todos los lados, contemplaba de reojo la cripta. Nos vigilaba atentamente y era él un manojo de nervios al hallarnos inmersos en encendidos alegatos sobre vivos y muertos. “¡Vamos, compatriotas, trabajen! ¡Este no es lugar para quedarse!”, repetía Cesáreo, una y otra vez, mientras daba vueltas buscando su sombra. El escándalo de una canción solitaria hizo que levantara airoso la cabeza; ordenando a Roberto “¡Cállate!, no cantes eso, nos va a salar”. Anduvo por aquí, por allá hasta que sin necesidad de aguardiente o chicha, cayó en un profundo sueño. Lentamente fui a arrimarme al nicho principal y recostado en el muro escuché un vacío. “¿Se hundirá?”. Me alejé y caminé frente al nicho. Lo contemplé y volví a acercarme. Toqué los adobes con mis manos y los golpeé de rato en rato, para saber si algo habitaba.
Ayer por la tarde sacamos un ataúd de color morado, decorado con pasamanería dorada que estaba en un primer nivel; procuré controlar mis actos y pensamientos pero tenía una pregunta que no debía de hacerme: ¿Porque un ataúd no llevaría identificación? Al tocarlo, una sensación extremadamente desagradable se ocupó de mostrarme una visión: ¡Imágenes! Un encadenamiento de acontecimientos que en algún tiempo sucedieron y que hasta ese momento yo desconocía, se presentaron ante mí.
De pronto, surgió una escena con la que me identifico mucho: Juerguistas y bebedores en gran fiesta dentro de la taberna, manoseando a las mujeres de la vida alegre, y ellas entrechocan sus vasos de vino en señal de gozo. Estaban demasiado ocupados para ver a un clérigo, temeroso y balbuceante, que decía: “…vengo a avisar de cómo los de chile le quieren matar al marques Don Francisco Pizarro…”. De las calles oscuras, del cielo nublado, de la noche de invierno, ¡Algo! ¡Algo cambiaba!, el cielo se desagarraba y de él una luna llena que abandonaba su color y se confundía con sangre. ¡Luna sangrante! Alguien repetía. Los trasnochadores miraron el cielo y concluyeron asustados que era el presagio de que algún suceso notable acontecería en el reino.
Recupere la conciencia unos minutos, y solo fue para ver como retiraban los ladrillos que cubrían el segundo nivel. Hallando una caja de madera con restos de varios esqueletos, estaba desarmada, forrada con terciopelo negro. Procuré mantenerme conciente pero: “… El ataúd tenia una cruz de santiago de paño, con clavos de cabeza ancha y junto a está una cerradura metálica, que empezaba a ser descerrajada por un soldado…Parado en un tabladillo anunciaban que la llave de que guardaban los restos del marques Francisco Pizarro se había extraviado y nadie daba razón de ella… ¡Era el cuerpo!...”
Ante un llamado, recupere la conciencia. Al abrir los ojos observe al cura y Cesáreo, este ultimo sorbió su pitillo hasta consumirlo, lo apagó, se puso de pie y se dirigió en dirección a mi, pero las imágenes regresaban: “…Un cura acomodaba una caja de madera de color verde, que en su interior contenía huesos y una caja de plomo, contaba con dos armellas a modo de bisagras y una cerradura de fierro…” Aquella visión me alarmó muchísimo, y fue en el momento de volver a la realidad que… ¡Diablos!, el cura iniciaba un rito, con la intención de destruir la caja de plomo… en lo hondo de mi corazón tembló algo, traté de evitarlo, pero un frío correteaba en la sangre. Empuje al cura y toqué la caja de plomo, me importó un bledo lo que me dijeran.
De inmediato fui atacado por las imágenes: “…Las campanadas de la catedral levantaban a la ciudad, alguien corrió a la casa del marques a informarlo: “...que se guardase de los de chile y no vaya a misa aquel domingo…” La mañana era lluviosa y el marques barbiblanco, luciendo una ropa larga de grana, charlaba con sus invitados cuando entro corriendo un paje que daba voces de alertando a todos: “… ¡Arma, arma que todos los de chile vienen a matar al marqués, mi señor!...” Y dirigiéndose a éste le dijo: “… ¡Señor, los de chile vienen a matar a vuestra señoría!...” Y unas voces en el patio de la casa que repetían a manera de estribillo: “… ¡Viva el Rey, mueran los tiranos!...” Los de chile tenían la cara inyectada de venganza: “… ¿Qué es del tirano? ¿Dónde está?...” Se dirigieron a la habitación del marques con intención de matarlo: “… ¡Muera el tirano, que se nos pasa el tiempo y podría ser que le viniese favor!...” El marques sin terminar de abrocharse las coracinas, saco su espada de la vaina y hablo como presintiese su fin: “…Vení acá, vos mi buena espada, compañera de mis trabajos…” La lucha se entabló sin ninguna ventaja para los de chile. El bravo viejo se defendería como un león. Pero lograron darle una estocada en el cuello y otra en el codo derecho, se desplomo sobre el piso ensangrentado rindiendo confesión. Se llevo la mano izquierda a la garganta y mojando sus dedos en la sangre hizo una cruz con ellos, luego balbuceó el nombre de Jesús y pretendió darle un beso a la cruz… murió…sin que nadie le dijese “Dios te perdone”… ¿A dónde llevan el cuerpo?...Una Huaca, un sacerdote Inca que maldice al muerto, he intenta traerlo a la vida, sin tener mucho éxito...”
El cura, me miró sorprendido, tenía los ojos enrojecidos y me miraba como intentando hundirme en las sombras. Podía ver sus venas hinchadas, parecía acentuarse y deformarse, como si hubiera sabido que tarde o temprano triunfaría, yo le sostuve la mirada con ingenuidad hasta que lo vi dirigirse hacia la escalinata y subir resueltamente los peldaños. Aquella tarde por fin, sin armar mucho escándalo, todos pudieron ver la caja de plomo. Se exhibía nítidamente en medio de la cripta, alumbraban un par de antorchas.
Allí estaban el cráneo y mandíbula, junto ellos los restos de una empuñadora y fragmentos de la hoja de una espada totalmente oxidada. Igualmente hay dos correas de cuero que corresponderían a las espuelas. Una extraña corriente de aire golpeaba mi cabeza. Mas allá, cerca de la puerta Cesáreo estaba dándole cuerda a ese reloj que le regalo su padre, lo acariciaba, lo hacia brillar, no se fijó que andaba al revés.
En un momento al voltear a ver por qué se movía la reja de hierro, le pedí a Cesáreo que se relajara y contara chistes. “No, de ninguna manera”, respondió desde la otra habitación. Lo llamé nuevamente, pero nunca llegó. Al regresar lo encontré en el suelo, estaba empapado, pero no de sudor, exudaba sangre. Rezaba apresuradamente con su voz agitada, padeciendo sin cesar. Y su agonía se extendía a través del aire, no debía de sufrir tanto. Lo abracé. Ahora mientras analizo lo sucedido, pienso que alguien oye mis pensamientos.
Vuelvo a sentir la atmósfera que traen los muertos; mi cuerpo choca con algo maligno, es una presencia que deja rastro y no se desvanece fácilmente. Pienso como tú, que el daño es irreparable. Lo sé, y de algún modo estoy preparado para afrontar mi destino, pero espero que cuando la campana de la Catedral suene, y en su estruendo se prenda el sufrimiento, deberé recordar a los abuelos y sus teorías de cómo los muertos tienen la manía de querer encontrar a sus profanadores. Claro que son cuentos. Nos pueden parecer tontos, pero alguna verdad poseen, porque haber llegado yo a reconocer el eco de sus pasos, me hacen dejar de escribir…
Diario El Comercio, 20 de Junio 1977
“…En medio de un alboroto, se saco de la cripta de la Catedral de Lima el cuerpo de un hombre de 35 años edad. Se le encontró decapitado y sosteniendo una caja de plomo. Según los primeros indicios de la Policía Nacional, se trataría de un descubrimiento arqueológico, que culminó en tragedia. No se halló la cabeza del desafortunado. Sólo esta carta perdida entre los huesos…”
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