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Inicio / Cuenteros Locales / Anthony_James_Ramos_Vargas / LA CABEZA DEL CONQUISTADOR (PARTE I)

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En la Cripta de la Catedral de Lima, 18 de Junio 1977


¡Hermano! lo que declaro en esta carta espero que lo leas a plena luz del día. Y te aconsejo que no te metas en buscar detalles, ni espulgar en recuerdos, pues de entrar no habrá forma de zafarse de ellos. La letra podrá resultarte confusa y perdida, pero ¿quién no escribiría apresurado, de saber que desde aquí, sentando donde ahora estoy, hay más posibilidades de pasar a ser cadáver. Me conoces y sabes que detesto el capricho de los muertos, así que escribiré hasta consumir este cigarrillo. Intuyo que preguntarás: ¿qué haces en medio de las sombras? No es locura, ni disparate; es cierto que son tiempos absurdos y violentos, pero este final lo ha fijado la muerte.

Y en verdad hoy, no es un buen día, y creo que ningún día lo ha sido desde que pisamos este lugar. Al llegar a la catedral, nadie pudo encender las luces, teniendo que trabajar con cuatro antorchas, en medio de cadáveres amontonados. Sin duda todo comenzó en la víspera de celebrar mi cumpleaños. Un día antes, una prematura muerte en lo negro de la noche, y días después esta carta que llegó en circunstancias misteriosas, trayendo entre sus amarillentos papeles, una tarjeta de presentación (Sr. “H”…). Misteriosamente la firmaba mi tío, el finado Filomeno Vargas. Apenas la tuve en mis manos, la miserable curiosidad me hizo pecar. Ya sin darme cuenta estaba abierta y ¡Zas! La leí de un tirón. Váyase a saber lo que escondía, narraba las cosas de tal manera que yo eché mano a la imaginación, ¿Quién no se deja engatusar por una extraña y fantástica historia? Había algo tan raro e inexplicable en todo eso, que me asustó saber que Monseñor Carlos García Irigoyen explicaba las circunstancias de un descubrimiento, mientras realizaba una investigación en los archivos de la Catedral de Lima. El Manuscrito que data de 1903, menciona claramente que existe un acta fechada en 1661 en la que se mencionaba:

“… Bajo el gran altar mayor y su presbiterio, se formó una espaciosa bóveda con tres salas y se celebraban ahí misas. Bájese a ella por dos puertas que están en las naves colaterales. Era el panteón de los Virreyes, Arzobispos e individuos del Cabildo Eclesiástico. Guardáronse en él los restos del conquistador Francisco Pizarro…”

Haría una aclaración más adelante, que para reconocer al conquistador, su “cabeza” la encontraríamos en una caja de plomo dentro de la Cripta de la Catedral de Lima. Al proseguir con la lectura, sentí una especie de vértigo; la noticia me dejó anonadado: Existía ya un cuerpo en la Catedral y era exhibido a todo curioso que fuera para saber algo más de la Historia del Perú. Es así que en las últimas líneas dejó una advertencia: “…Jamás, por nada de este mundo se unirá la cabeza al resto del cuerpo…” Entonces hizo referencia a otro texto hallado en las catacumbas de la Iglesia de San Francisco: “...Un maleficio llegará con la unión, pues un vecino del Cuzco llamado Gregorio de Setiel, viajó a Lima y ordenó a su cacique que llevasen el cuerpo del Apo Macho a la Huaca de Cao . Es allí donde ordenó que un descendiente de los Willaj-Umu iniciara un rito para traer del Uku-Pacha al Márquez, reencarnándolo en otro cuerpo, pero el intento falló. La razón fue obvia: no era el mes de Ayamarca , donde se daba culto a los muertos. Se tendría que esperar, pero mientras tanto se encaminaría el alma al Kay-Pacha …”

Debes imaginar que el horror fue fulminante. Quizás el difunto descubrió las escrituras en algún entierro, ya que sus últimos días los pasó de sepulturero en el cementerio Presbítero Maestro. Al Llamar al Sr. “H”, descubrí que era un huancayno, que no se parecía al resto de sus paisanos. Al verlo, cualquier limeño hubiera creído que fue caricaturizado por algún periódico, pero en fin. Llegó muy apurado, con una pinta de estafador, que mejor no te cuento. Entonces lo escuché con el tipo de respeto que merecen los charlatanes. Por supuesto, si tienes tiempo y paciencia, aguantas lo que sea. Pero su discurso contribuyó no solamente a confirmar mis sospechas, sino que casi logra hacerme desistir de mi propósito: ser parte de la historia. Entonces volví a preguntarle con menos entusiasmo, si tenía algún amigo que pudiera ayudarme; y él, con una jerga evolucionada, me dijo: “Papito al final, te doy lo que tú quieras”. Juro por lo más sagrado que no le iba a recibir nada. Lo que menos soporto es rogar. Me revienta estar en ese plancito. Estaba cansado de que me guiñara el ojo o torciera la boca como marica, así que ante una pregunta estúpida, le contesté bruscamente, logrando que la reunión se terminara. Antes de abrirle la puerta, lo miré como quien espera algo. El rarito, de estar tan irritado y resentido, se me acercó, buscó en su bolsillo y finalmente me mostró una tarjeta: “¿Está usted satisfecho? No sabe cómo me divertí.” Al ver la tarjeta, pude percatarme que era de otro desconocido: Cesáreo Carranza, maestro de restauración del INC.

No quedó otra que llamarlo: “¡Alo! ¿Que tal?, soy amigo del Sr. “H”” Se inició el diálogo. Pasaron los minutos, y al final no quedó otra que: “¡Por Favor, necesito el trabajo!…”, así pude sacarle la dirección y esa misma noche fui a buscarlo. Vivía solo en un caserón antiguo, frente a un pampón, de donde afloraba agua. Su rostro era increíblemente pálido, era tuerto y su único ojo estaba lleno de turbación. Estaba sentado en una silla Luis XIV; de donde se le miraba fumar, en lo oscuro de una habitación. Con voz ronca me dijo: “¡Suerte!... ¡Tienes mucha suerte muchacho!” Muchos se habían perdido al buscarlo, pero al parecer yo tenía ese algo que a él le faltaba. Me miraba con desconfianza, parecía ser traicionero. Dijo poder ayudarme. Digamos que le creí, hasta que sacó una pistola (¿para jugar a la ruleta rusa?) Nunca jugamos. Sospecho que se arrepintió al contarle de mi fe y mostrarle mi colección de crucifijos, rosarios y estampitas. Entonces invitó de inmediato una jarra de chicha e inició una disertación sobre los huaqueros en el Perú. Al terminar se comprometió a llamarme, promesa la cual completo la media docena que me habían hecho durante el año. Pero a la semana me llevé una enorme sorpresa: se comunicó para decirme que había un trabajo, y fue así que la suerte nuevamente hizo su parte: “Se ha reiterado el pedido de reubicar las tumbas de la cripta para el día 11 de Marzo. Se hará un levantamiento fotográfico, planimétrico de la misma y los sarcófagos” Lo primero que hice al recibir la noticia fue beber de un solo sorbo el resto de un pisco barato que me fue vendido en una paradita. Aquella noche extrañaba el ajetreo de las calles y el escuchar a los amigos, decir: “¡Hermanón, a los años! ¡Te veo muy flaco! ¡Compadrito siéntate, que te vas invitar!” Pero al final tuve que conformarme con mi putita y solo a ella pude confesarle en medio de un orgasmo, que ya tenía trabajo y que sólo eran aceptados los aventureros. Aunque me pasé la noche aclarando que lo acepté no por capricho u obligación, sino por el simple hecho de vivir siempre al filo de la navaja. Los amigos me sugirieron ir antes a la huaringas , pero en mi opinión, un sermón del ateo que trabaja en la cantina, bastaría.

Días después, salimos rumbo a la Catedral. “¡Piedad, Jesucristo!” Y la gente arrodillada observaba muy de cerca el rostro del crucificado, “¡Por las llagas de nuestro señor, Virgen Maria!” Al señor se le veía cansado, triste, con sus brazos extendidos, y unas heridas profundas. No hay nada que hacer que reflejaban sufrimiento, hacían sufrir. Y más allá, un par de monjas zahumaban. Detrás del humo, aparecían los rostros tallados de los santos, que tenían una cara de no querer milagrear. Y como la suerte nunca viene sola, apenas llegados a la cripta, ¡Ay diosito! Ésta no podía ser la cripta que me había descrito el viejo Filomeno en su carta. ¡No podía ser ésta! El eco se escudriñaba hasta en aquellos montones de huesos y ya se sentía un olor a muladar. ¡Quién sabe! A lo mejor guarda muchos misterios en sus profundidades. Pero confiaba en la recia memoria del viejo, en su carta. Estaba seguro de que no me fallo. ¿Pero alguien acecha? ¿Qué pasa, que te has quedado ahí como estatua? Me preguntó Cesáreo, mirando a su alrededor. No era, pues, de extrañar que sufrí una gran impresión. En algún momento Cesáreo había dejado de hablar, y no respondía el saludo a nadie. Yo mientras tanto aproveché en leer la carta y empecé reconocer algunos detalles. La tierra estaba extrañamente caliente, como si se hubiera estado engendrando algún ser. El lugar no era pequeño. Estaba ubicado bajo el altar mayor. Había una puerta con rejas de hierro, aseguradas con una cadena de acero y candado; el acceso solamente era posible a personas autorizadas, por tratarse de un recinto funerario.

Al bajar una angosta escalinata, pude observar una habitación de mediana proporción, tenía tres entradas, una de ellas al lado derecho cerca de donde yo estaba, y las otras dos a la izquierda, en una cara del cuarto y se ubicaban a cada extremo, conducían a otra habitación. En medio de ella se ubicaba el nicho central de la cripta. De las paredes colgaban inmensas telarañas. El lugar estaba sucio y arruinado por los siglos, entonces pensé que por estos días los restos de Pizarro debían de ser un puñado de huesos mohosos. Durante semanas imaginé probables lugares. Quizás, podría pasarme la vida buscando, y nunca hallar una pista. En ese momento creí estar condenado a permanecer en el anonimato. Tenía que resignarme a la idea de que nadie podría reconocer a Pizarro en tal estado. Recorrimos la cripta alumbrados con antorchas, la luz contenía las sombras, y del piso de piedra brotaban voces. ¿Era la imaginación? Inclusive los huesos crujían sin haberlos tocado; cada cierto tiempo un cráneo se desprendía y caía hacia nuestros pies con un ruido de cataclismo. Sentía hambre, sed, un sudor, un miedo, unas ganas terribles de orinar. Ya me había pasado algo horrendo en otra oportunidad. Sabía que en donde estuviéramos, bajo la luz, estábamos protegidos. Al fin de cuentas, estaba envalentonado. Quizás tenga que adivinarlo todo de ahora en adelante. Pero estaba convencido que había momentos al terminar de hablar, que podía escuchar una vos en particular. ¿Es miedo? Estoy hecho de carne y hueso. Los pelos se me erizan y las uñas me las como de a poquitos. Y que no se entienda esta acción como falta de hombría. ¿Es el destino o alguien quiere verme sufrir? ¡Imposible! Si a lo único que le tengo miedo esta lejos de aquí. Pero olvídalo. Escuchamos voces de gente que se acercaba.

Eran una comitiva de funcionarios del Instituto Nacional de Cultura del Perú (INC). Llegaron con esa vanidad de creerse superiores al resto. Eran unos charlatanes. Empecé a detestarlos. Repetían ciertos gestos, cierta entonación de voz. Luego, dirigieron un interrogatorio a Cesáreo, quien estaba mirándolos, indiferente. Seguramente le hubiera gustado fumarse un cigarrillo, pero respetaba la jerarquía; respondía inmediatamente y ellos se sentían satisfechos. Echaron a fotografiar y medir. Lentamente trabajaron y de rato en rato, iluminaban nuestros rostros para ver si dormíamos. Pude ver la cara de Cesáreo y distinguí que hablaba dormido, decía frases ininteligibles: “Sí, ¡qué rico!, despacito, muévete, más, ¡más!, ¡Oh si!” Yo lo desperté con precaución. Él se levanto y pude sentir su respiración caliente y feroz. Metió sus manos en los bolsillos, molesto.

Luego de culminado el trabajo, sólo se limitaron a echarnos una brevísima ojeada despectiva. Pero arreciaba el frío: sin embargo, del piso de piedra se levantaba un vapor caliente. Al descender, una especie de visión deformada, me produjo una sensación de ausencia absoluta. Y entonces llegaban a nuestros oídos una confusa mezcla de ruidos: Horribles chillidos. Rechinaban los dientes de los muertos y una humedad se escurría entre ellos. Se empezó a balancear mi cuerpo, ofrecí resistencia pero los brazos estaban tiesos y las piernas entumecidas. Un estremecimiento subía desde la planta de los pies a la cabeza. Castañeaban los dientes de alguien. Abatido por la baja de temperatura caí con tal violencia que el suelo se estremeció. Fue terrible oír los gritos melodramáticos de los del INC, distábamos tanto uno del otro que sólo nos quedo aferrarnos a algún añoso ataúd que se destruía por estar carcomido. Teníamos que movernos para devolver a nuestros cuerpos el calor pues aquel frío nos lo había arrebatado de golpe. Así, viendo el temblor de las llamas, quise buscar refugio en algún rincón, pero resultó imposible ¿Acaso era una emboscada? No había duda de que alguien más sabía de la Caja. Respiré hondo por la boca. Recobré el coraje y me puse de pie lentamente. Había brotado una confianza. Pasaba la mirada por encima de los ataúdes; trataba de escuchar aquellos llamados apagados y distantes. Alguien alargaba su brazo. Había cogido a Cesáreo, que tenía el rostro rígido de horror, y nos juntamos. Tengo sed me decía, y lo repetía a cada instante se hacía implacable y voraz ¿Era acaso señal de una maldición? “Ya falta poco, haz un esfuerzo”, le repetía, y Cesáreo movía la cabeza débilmente. Teníamos que defendernos de algo extraño, de una fuerza envolvente que trataba de aniquilarnos con un olor nauseabundo. Pienso, incluso, que el tiempo de descomposición parece haber empezado nuevamente. La luz debía restituir la calma, la tranquilidad, pero puede uno, impedir que las sombras absorban el juicio de hombres valientes. Intente levantar una antorcha para inspeccionar, aunque a decir verdad era inútil, la luz tomo más y más un color pálido. ¡Ay taitito! Miraba en rededor, como sintiendo que alguien venía entre la oscuridad.

Estuvimos rezando hasta que debimos de habernos quedado dormidos o desmayados. Al despertarnos nos miramos acurrucados. Sentí recuperar vagamente la conciencia, pero la sensación de cansancio era aterradora. Hallamos a los del INC. No tenían ya la mirada firme y altanera con la que apabullaban a los cholos: estaban tirados en el suelo. Los habían visto correr como endemoniados, hasta que fueron acabados a golpes. “¡Virgen Santísima! ¡Levántenlos! ¡Mírenlos!” Lo sucedido ayer fue uno de esos casos en que la mala sombra se apodera de este mundo. Me parecía claro y evidente que aquellas manifestaciones podían ser fatales. Entonces váyase a creer que en verdad es dañino andar entre los muertos.

Días después, la noticia ya había circulado por las altas esferas de la iglesia. Y no parecía ser una novedad. Los curas más viejos recordaban haber escuchado aquellas historias del conquistador y sus pisadas que resonaban sobre el piso de piedra de la cripta, no quedaba otra que persignarse. Las habladurías dentro de la iglesia hicieron en un santiamén aglomerarse a los curiosos en la puerta de la catedral. Se aprobó el informe, los planos del levantamiento. Elaboraron las especificaciones de la restauración y el presupuesto. La obra debería de tener un único objetivo: remodelar y reubicar los sarcófagos. La arquitecta encargada, se caracterizaba por sus apellidos apocalípticos y no olvides al maestro de la obra: Cesáreo Carranza, quien podría ser el alcahuete del diablo.

Texto agregado el 17-07-2012, y leído por 65 visitantes. (0 votos)


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