Alen se sentía pleno en su vida. No tenía grandes cosas materiales ni era un gran profesional, pero había optado por la libertad que brinda el ser refractario a consumirlo todo. Su casa era sencilla, pero repleta de circunstancias que le otorgaban un aura mágica. Había encontrado por fin a una mujer que le comprendía y se solazaba con sus desquicios. La amaba con locura y suponía que ella le retribuía ese fuerte sentimiento. Curiosamente, ambos no habían formalizado su relación, acaso suponiendo que todo estaba bien de esa manera y forzar las cosas podría ser una suerte de despertar de un hermoso sueño.
Sentía el hombre que había logrado todo lo que quería, amor, libertad y la facultad de percibir su existencia, que no era el nirvana ni mucho menos, como un estado que no contrariaba sus principios éticos. La gente, vivía atormentada, con el ceño fruncido por los avatares de una existencia despiadada. Él, se sentía un tanto culpable, sin tener razón para ello, pero entendía que lo suyo era especial y grandioso.
Encontrarse con Leda, que así se llamaba su amante, era el éxtasis mismo, se disfrutaban el uno al otro, reían y se acariciaban con profundo amor, el mismo que los hermanaba en las noches tibias de su alcoba. Ella lo seducía con sus gestos, con sus palabras, con sus sonrisas y él, agradecía a un ser superior que dudaba de catalogar como un dios, toda aquella maravillosa situación. Comprendía que todo pendía de un finísimo hilo, que la vida toda es una sucesión de situaciones aleatorias que van conformando el mapa y la guía de cada ser y, por lo mismo, gozaba de cada instante como si fuese el exquisito extracto de menguado contenido, pero intenso y degustable hasta el final.
La vida podría parecer lineal en todos sus sentidos, con su sucesión de jornadas con principio y fin establecidos, pero, y eso Alen lo intuía, puede sufrir accidentes que nacen en el cosmos, en la mente o en cualquiera otra misteriosa región y que pueden propiciar situaciones increíbles. Eso fue precisamente lo que sucedió con el hombre aquella mañana, en que después de una noche maravillosa junto a Leda, abrió sus ojos y se encontró con un panorama que parecía ser producto de un sueño, si no de una pesadilla. Reconoció el entorno como el de sus lejanos años de adolescente, su pieza, sus objetos, su colección de estampas, y ¡la voz juvenil de su madre que lo llamaba para desayunar! Se aterró ante la presencia de lo que parecía ser imposible. El tiempo no tiene reversa, por mucho que él lo hubiese imaginado y a veces deseado. Debía ser un sueño, uno de esos que parecen tan reales, que se huelen y hasta duelen. La voz de su madre sonó una vez más: ¿Te vas a levantar de una buena vez?
¡Que distinta sonaba ahora! La comparó con ese fraseo calmo y desgastado de la anciana que era ahora su madre y no pudo evitar sobrecogerse. Temió, por lo mismo, enfrentarse con ella y con el profundo enigma que envolvía esta situación. Antes que lo repensara, su madre abrió de golpe la puerta y le gritó: ¡Levántate de una buena vez, flojonazo! Alen comenzó a temblar, imaginando ser víctima de una broma macabra: la que allí estaba frente a él era su madre de hace casi cuarenta años, mucho más joven de lo que era él en la actualidad. Actualidad que se hacía pedazos en esta situación absurda y espantable. Pasó frente a ella, como quien elude a un espectro y se metió en el baño. El grito que emitió, debió haberse escuchado como un graznido atroz. Lo que estaba frente a él en ese antiguo espejo, que ahora se veía casi nuevo, era un jovenzuelo delgaducho, de cabello negro y ensortijado: él mismo a sus 16 años, con esa idéntica expresión de terror que él trasuntaba en su alma madura.
No cabía análisis alguno para esta desesperante situación, un inverosímil viaje hacia el pasado, conservando nítido su presente, que ahora se relativizaba para parecer un afiebrado y patentísimo sueño. Recordaba la expresión dulce de Lena al darle las buenas noches, aún olía el aroma de su perfume, pero surgía un terrible e inexplicable fenómeno que lo hacía dudar de todo. Creyó que la locura había hecho posesión de su mente, tan apacible, tan exultante en su dicha y por lo mismo, tan proclive a sufrir algún devaneo. Pero no, sintió su respiración afiebrada, escuchó la música de una radio que lo retrotrajo a esa atmósfera casi provinciana de su juventud.
Pensó en Leda, ¿en qué callejón cósmico se encontraba ahora ella? ¿Qué había sucedido con su propia existencia? ¿Existían dos Alen en este momento, tres, cuatro, infinitos Alen en todas sus edades y circunstancias, viviendo simultáneamente en diversos planos temporoespaciales? Se miró a si mismo como un simple maniquí en el cual se encontraba encarcelada la mente de un hombre maduro. ¡Que paradójico! Su madre siempre le había regañado ese infantilismo suyo. “No llegarás a ninguna parte con ese modo de ser. ¡Madura hombre, madura!” Sonrío a su pesar.
CONTINÚA
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