DÍAS: El día más triste.
Sábado, 18 de junio de 2011
Es una fotografía que me sigue dejando helado y mudo. Comenzó la noche del viernes con el viaje a Concepción a comienzos de invierno. Junio. La lluvia golpeaba la ventana del bus, el cielo lloraba sin consuelo. Mi cara no le hacía justicia al clima. Había tragado tanta amargura y confusión los últimos meses que no parecía distinguir cuando se debía reír o llorar, pero se las arreglaba para seguirle la corriente al mundo.
Por un momento pensé en lo difícil que sería llegar hasta mi casa, sabiendo de inundaciones en la zona sur de Chile, que afectaron algunos años atrás. Nada de eso sucedió. Fue un viaje de lo más tranquilo –llovía pero no fue grave–. Mi padre, Roberto, me esperaba en el terminal con esa cara consumida por el tabaco y la pena. Compartí el resto de los días con las personas precisas. Me distraje de viejas heridas y de las no tan viejas. De promesas que no supe cumplir. Después de ese fin de semana volvería a la rutina. Más seco y más callado, que de costumbre. Todo bañado con un sabor agrio.
Pero no nos perdamos y hablemos de la imagen, que se dibuja una vez que caemos en la cuenta que los detalles de cómo fue el viaje y estos tres párrafos que acabas de leer nunca tuvieron una real trascendencia, de porque recuerdo ese día como el más triste.
La imagen comenzaba con paredes blancas, llamadas por altoparlantes, fumadores neuróticos y una espera roba-habla distraída gracias a un televisor con mala programación hipnotizando la angustia. Mis tías, estaban ahí, no me veían durante meses y mi presencia las sacaba de la asfixia de sus últimos días, aún cuando las preguntas de rutina poco servían ese día para deshacer el hielo de la distancia. En ese momento no quería hablar ni escuchar de mi trabajo, mis estudios, o si duermo abrigado por las bajas temperaturas en la capital. Respondía por cortesía, reflejo. Finalmente entré.
Esa era la imagen. Verla ahí en su cama de hospital feliz de que estuviera sentado a su lado. Me sonrío apenas vio que me acercaba al otro lado del pasillo, intentó levantar los brazos para recibirme pero no tenía fuerzas y difícil resultaba entre tantos cables y tubos que salían de su cuerpo. Comprendía y no le importó todas esas veces en que buscaba excusas para no visitarla, mientras estuve viviendo en la casa de mis padres. Por simple orgullo –tonto orgullo –. Frágil.
Con una serenidad y lucidez en cada uno de sus gestos y consciente de que todo pronóstico indicaba que ese iba a ser el último momento en que hablaríamos. No me lo dijo con palabras, sí aferrándose con sus pocas fuerzas a mí con sus manos muriendo. No era una visita, era una despedida.
Intenté ser el nieto cariñoso para alegrarle un poco, recordando recetas de cocina que preparaba en ocasiones especiales, de cómo hemos cambiado todos -algunos cada día más calvos, otros con el sobrepeso de los años y los terceros un híbrido de ambos- y preguntando si la trataban bien ahí. “Bien, bien” decía pausada mientras retomaba aires para seguir ahí conmigo. Le robé algunas sonrisas para el viaje de regreso. Sin embargo, de su cuerpo ya no sentía ese olor a polvos de hornear tan característico de mil cumpleaños en su hogar y su voz había cambiado por completo. Me inspiraba, eso sí, un estado de plenitud del que nunca había sido testigo antes. Con sólo su mirada y una maternal sonrisa, sin mencionar palabra alguna, Ana me enseñaba una última lección de vida.
Luego de un par de recuerdos y silencios, sus ojos brillaron y sin desesperar, desaojó que estaba cansada, que se sentía inútil. Nunca la había visto llorar, no tuve esa oportunidad antes, ni me la permitió. Sé que de estar la alternativa ayer hubiera preferido no guardar esto en mí. Pero las circunstancias ahí y entonces marcaron la diferencia. Cada segundo junto a ella era dorado y doloroso.
No quería sentirse una carga para sus hijos, a los que día a día también ve como se apagan por la pena, aún cuando se consumirían totalmente años más tarde. Que extrañaba a su marido el cual partió hace unas cuantas semanas. Estuvo casada por más de cincuenta años. No estuve en el funeral del abuelo, es probable que no esté en el funeral de ella y ahí, sentado a su lado y con la certeza de que no volveríamos a vernos, me recordó de la bondad que hay en mí y que muchas veces olvido.
La burbuja tuvo una fisura y sentía que su angustia era mucho más sofocante que cualquiera estupidez de pendejo que pude haber guardado a tan corta edad. La anciana se muere y pese a eso no deja de pensar en el bienestar de los demás.
La abracé. La sentí tan liviana, cálida y en paz, mientras dificultosamente intentó devolverme el gesto. No quería el final, olvidarla ni saltar al siguiente párrafo.
-Joven, no se puede cargar tanto en la paciente- interrumpió una enfermera. Miré a mi abuela con un “Que se joda” en los ojos y volví a repetir la acción. Seguro en ella como un niño. La asistente no tuvo nada más que hacer que seguir con su fiscalización cama por cama.
Ya en el auto con Roberto, no hubo conversación de lo que pasó ahí dentro, en la habitación y en mi cabeza. Su madre se alejaba a espaldas de nosotros en una habitación del cuarto piso del hospital, muriendo a cada segundo. Finalmente se apagó a unas semanas de ocurrido esto, pero durante ese viaje en auto ¿Habría alguna palabra que ayudase a ahogar el momento? No lo creíamos.
Domingo, 19 de junio de 2011. Nunca más volví a escuchar su voz. |