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A la quinta era
A mis Hermanos
A Pahola con (h)amor




Era viernes dos, y caminé acorde mi monstruosa rutina por los pasillos del primer sotano, siguiendo como un autómata mi camino cotidiano hasta mi escritorio, tomé asiento en él y reparé entonces en el terrible y ya familiar sonido en el que estaba inmerso: el sotano estaba iluminado por lámparas fluorescentes y una instalación eléctrica casi tan antigua como yo, lo que provocaba un omnipresente e interminable zumbido en todo el edificio. En este punto de mi rutina es que tomaba plena consciencia de dónde estaba y lo que había que hacer; saqué algunos papeles de mi escritorio, oprimí un botón y esperé al primer cliente:

"No señor, la poliza no lo cubre en éste caso. Sí, tiene que llenar la forma 76 y entregarla en el sexto piso. No señor el sistema no está mal"

El primer hombre se fue, maldiciendome a mi y a la aseguradora. Botón, Cliente

"Señora no le podemos ayudar si no tiene todos sus papeles, Sí, ya los había sellado, Sí señora, llene una forma 45 y pongala en el buzón de quejas"

La primera mujer de la mañana se marchó sin decir una palabra. Botón, Cliente

"No señor, para eso tiene que pasar primero al mostrador del sexto piso y concertar una cita"

Pocas palabras, indiferencia. Botón, Cliente.

Éste era el ciclo, eterno, la cinta de Moebius por la que transitaba mi vida laboral, regida por formas y ceñida siempre a la política de la empresa, a estas alturas grabada en mi ser con ácido. Lo mejor que podía esperar de cada día no era siquiera el descanso, el cual transcurria en un salón frío y ominosamente blanco que transcurría sin el mínimo resguardo de mi propio pensamiento debido al eterno zumbido esa luz eléctrica que no se apagaba nunca; No, lo mejor de mi día era el ocasional momento en el que tenía que subir al sexto piso, a entregar las formas por procesar, ahí la luz blanca se entremezclaba con la poca luz natural que se atrevía a entrar por las ventanas y se arrastraba curiosa por el edificio.
Aquí estaba el centro administrativo y aqui es donde a veces podría ver a Elisa, una contadora de baja estatura y complexión frágil cuyo trabajo consistía, entre otras cosas, en introducir los datos de las formas que yo entregaba a la vorágine del sistema. Gracias a esta necesidad laboral me era posible, a veces, encontrarla en su escritorio y entregarle las formas personalmente: era en en los momentos en que podía intercambiar algunas palabras con ella que encontraba algún solaz, en el timbre de su voz, en el tinte de sus dorados ojos, en la juventud de su piel, pálida por haber estado encerrada en esas oficinas desde el preciso momento en que recibió su diploma.
Yo tenía casi quince años más que ella y aún así me era posible tener lo que se podría llamar una amistad con ella. Sí, era una pequeña amistad, pero amistad al fin, nos saludabamos:

"Hola Elisa"
"Hola David"
"Qué tal tu día?" -qué pregunta tan inútil
"muy ocupado, el tuyo?"
"idem" ella entendía algunas locuciones latinas y en esta característica encontraba un deleite insospechado, reminiscente de tiempos muertos. Qué hermosa mujer, sabía dos o tres cosas de las artes y alguna que otra de ciencias, le gustaba preguntar, y a veces al llevarle las formas. me las cambiaba por un pequeño artículo de psicología popular que yo leía siempre con escepticismo:

"yo sé que te gusta" me decía con una sonrisa. Qué hermosa mujer, y qué trágico era verla esclavizada desde tan joven a tan terrible labor. Qué trágico era escuchar sus sencillas penas, el malestar de su pequeña alma.


Para mí ya no había más, no desde que apliqué para ese trabajo, pensando que era temporal, que iba a estudiar, que iba a poder con mi fracaso como pintor. En esos tiempos aún estábamos juntos, y aunque nos veíamos poco aún encontrábamos felicidad en la ocasional sonrisa del otro.

Ahora ésta era mi vida, y ese viernes no fue diferente, no pude ver a Elisa y solo dejé las formas sobre su escritorio. Pasé ocho horas orientando clientes, incurriendo en su ira y frecuentemente provocando su tristeza. Salí del edificio ya entrada la noche, tomé el metro como de costumbre y me fui a casa.

Ese viernes llegué a mi casa de modo idéntico a como lo hacía todos los días, abrí la botella de anís y me perdí en ella como hacía todos los viernes. El sábado tres me despertó el ruido de mi librero colapsando y abrí los ojos a la visión de mis escasos libros en el suelo, muchos de ellos arrugados y despastados: ya no importaba realmente, hacía años que no los tocaba, pero no pude evitar sentir una tristeza que parecía moverse en mi, imposible de ubicar.

Apilé los libros y encontré la voluntad para sacar los restos del librero podrido a la calle, con la extraña esperanza de que alguien se los llevara. Volví a la casa y me preparé dos huevos fritos, antes de volver a la cama, donde dormí hasta después de puesto el Sol y me volví a emborrachar.

Había sido así por más tiempo del que me gusta recordar, desde que a Alberto lo mataron los riñones, esa fue la última vez que estuvimos todos juntos, en el funeral cristiano que él ni siquiera hubiera querido. Ese día nos dejamos ahí, como el cadáver de un animal del que ya sólo salen gusanos.

El domingo cuatro fue apenas diferente, contesté el teléfono seis veces, todas propaganda política. Vomité hasta el agotamiento y comí menos que el día anterior.
El lunes cinco me levanté con un malestar general y tuve la tentación de reportarme enfermo.
En vez de eso me vestí, tomé un vaso de leche y salí con rumbo al trabajo. Recorrí mi camino de forma automática, me senté en el escritorio, maldije la luz blanca y su eterno zumbido, y comencé con la habitual procesión de clientes.

A las trece, como de costumbre, fui al salón comedor y me senté en mi lugar habitual, pero algo pasó que no esperaba, una empleada que no conocía se sentó en el lugar frente a mi y comenzó a leer un libro de autoayuda. Yo la observé leer un rato y fue inevitable, recordé de la última vez que una mujer se sentó en el lugar frente a mi, hace ya tantos años:

“Qué bueno verte David”
“Lo mismo Pahola”
“Cómo está Secilio, qué sabes de él?”
“No lo veo hace un año, se fue a Chiapas con una mujer de busto abundante a pelear por no sé qué cosa”
“Ah…y Simón? Cómo está?”
“Igual que la última vez, tocando en un bar, creo que su hermana aún le envía dinero pero pasa más tiempo borracho que sobrio y gasta más en mujeres que en comida”
“Y tú David? Qué es de tu ser?”
“Nada Pahola, ya lo sabes”
“David me voy a casar”
“perdón?”
“Sí, con Mario”
“Ah, felicidades”
“Gracias” al decir esto comenzó a sonreír del triste modo en que tan a menudo la vi hacerlo, para despues decirme con una voz artificial y lágrimas en los ojos.
"Nos casamos en dos semanas, en Francia”
“Pero…”
“No David, ya no hay peros, aquí ya no hay nada”
En ese momento cambiamos el tema de conversación y no dijimos nada importante, hasta el momento en que nos despedimos y ella me susurró en el último abrazo:
“No me olvides” y nunca lo hice.

Me quedé en el comedor pasada mi hora de descanso hasta que se me secaron las lágrimas y después decidí que era ya hora de subir al sexto piso, de ver a Elisa, de estar en su oficina, como estábamos siempre que hablábamos de absolutamente nada.

Al acercarme a su oficina me invadió el deseo de abrazarla, de ahogarme en ella, en su perfume, en la pequeña flor blanca que era, pero cuando llegué al minúsculo cuarto la encontré metiendo sus cosas en cajas de cartón.

“hola Elisa, qué haces?”
“hola, ya me voy, me ofrecieron otro trabajo”
“ah”
“qué pasa, estás bien?”
“sí, sí, qué bueno, felicidades, es lo mejor”
“sí, estoy muy feliz” en esos momentos terminó de guardar sus efectos personales y se acercó a mí.
“Gracias por todo David”
“Gracias de qué?” nunca habíamos hablado de nada muy importante, ni estado juntos fuera de esa oficina
“por todo, tú sabes” y me abrazó. Hubiera querido decirle “te amo, no te vayas” o mejor aún “vámonos, a algún lugar, a donde sea” pero no dije nada, y devolví a penas el abrazo.

Ese día ayudé a Elisa a llevar sus cosas a su pequeño automóvil y la vi alejarse para siempre. Mejor para ella.
Llegué a mi casa como un muerto, sin pensar, me desplomé en la cama y lloré como no lo había hecho en años. Escuché mi viejo disco de Beethoven sin dejar de llorar un solo instante, hasta que me quedé dormido; esa noche tuve mi primer sueño en una década.

El martes seis me fue una sombra, un ventarrón polvoso en el desierto de mi vida, no recuerdo nada de ese día además de que la mujer del libro de autoayuda trató de entablar una conversación conmigo y se rindió despues de tres frases.

El miercoles siete apagué la alarma, me bañé y me vestí, salí de mi casa y en vez de encaminarme al trabajo fui al centro, a la estación Bellas Artes, me dirigí al Sanborns que seguía operando sobre la calle de Madero, frente a lo que fuera el Palacio de Bellas Artes.

Pedí una mesa para dos en el segundo piso, un café y una orden de pan tostado, y esperé cinco horas, bebiendo café y agua alternativamente bajo la mirada curiosa de la mesera que no me hablaba más que para preguntarme si quería algo más.

Regresaba del baño cuando vi a Simón subir las escaleras, cumpliendo con la cita y juramento que hicimos hace 20 años. Caminamos en silencio hasta la mesa y pedimos más café y pan tostado.

“empezaba a creer que no ibas a venir”
“no mann, cómo crees?” aún conservábamos el vocabulario que se convirtiera en un triste anacronismo
“cómo has estado?”
“no deberías preguntar” me contestó con una sonrisa triste
“qué mal”
“y sí”
Me quedé callado
“y qué pinche que se murió Al, no?” Simón rompió el silencio
“mejor para el cabrón que no tuvo que ver el centro comercial bellas artes”
“ei”
“vamos a mi casa, te invito un anís”
Pagamos la cuenta y dejamos la propina más generosa que pudimos antes de encaminarnos a mi departamento. Al llegar Simón se sentó en la sala y comenzó a hablar:

“qué nos pasó hermano” hace cuánto que no nos decíamos así, hace cuánto habíamos dejado de serlo y que los juramentos ya no eran vigentes. Por toda respuesta me senté junto a él y le entregué un vaso de anís. Bebimos toda la noche, sin decir mucho, abrazandonos a ratos y conteniendo las ocasionales lágrimas que escapaban de las prisiones que eran ahora nuestros cuerpos.

Llegó el amanecer y Simón se fue.
“me tengo que ir mann”
“a dónde?”
“no sé, a mi casa, no sé”
“que te vaya bien”
“ciao”

Simón salió y fue una bendición el no haber sabido en ese momento que ya no lo iba a volver a ver.
Yo me bañé y me vestí, recorrí el camino rutinario hasta el trabajo, me senté en mi escritorio, saqué del cajón la última foto que hay de nosotros en el pórtico de bellas artes y la miré un momento antes de comenzar con el deber diario, bajo el terrible zumbido de la luz eterna.

Texto agregado el 13-07-2012, y leído por 67 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
07-08-2012 Con soltura desgranas imágenes, diálogos y sentimientos. Me agradó leerte. ZEPOL
 
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