Cuentan las antiguas historias que, una buena tarde, entró a una posada un hombre. Traía un kimono gastado y venía usando sandalias de cuerda y madera vieja. “Quiero comprar algo de comida”, le dijo a la posadera y sacó de su kimono una pequeña bolsa de tela de la cual extrajo algunas monedas que le dio a la asustada mujer que lo atendía. Y no era de extrañarse el susto de aquella mujer. El hombre se encontraba andrajoso, sucio, y tenía moscas volando alrededor de sí. Luego de ver la hermosa katana que portaba el hombre en el cinto, la posadera decidió tragarse la mala cara que planeaba hacerle y, ya que su dinero era bueno de todas maneras y el negocio necesita clientela, ella decidió darle una sonrisa. “Con mucho gusto, tome asiento y en un momento le traeremos su comida”, le dijo con la voz un poco temblorosa. “Si usted gusta también podemos ofrecerle alojamiento a buen precio” añadió luego de fijarse en la cantidad de monedas que el hombre tenía en su bolsita. Eran piezas de oro, y de alto valor. La chica seguía sorprendida, algo asustada, y mirando al hombre de arriba abajo.
“¿Es por mi apariencia?”, le preguntó el hombre, quien esbozaba una sonrisa mientras la miraba de arriba abajo, igual que ella. Ante esta pregunta la expresión de sorpresa de ella se incrementó. Lo miró a la cara y se dio cuenta de sus pulidas facciones. Qué lindo, pensó en ese momento. “Ehem… no… esto… yo…” La chica, algo pálida, tenía sus manos temblorosas. “Es que no recibimos muchos clientes con su apariencia a menudo y pues… yo…”, “Creíste que era un ladrón, ¿verdad?”, interrumpió el hombre, aún tranquilo y sonriente. Los ojos de la chica empezaron a temblar. Entonces, con un suave movimiento, él le tomó la mano a la chica. Su temblor desapareció rápidamente y su sonrisa, de pronto, se tornó sincera.
Mientras la conversación seguía en el mostrador, entre risas y miradas agradables, Kaichi y Koichi, hermanos y clientes habituales del lugar, entraban a la posada evidentemente borrachos. Habían ganado una buena cantidad de dinero en juegos de azar y, luego de solucionar sus asuntos, decidieron gastarse lo que les quedaba en un día de juerga. “Hana, tráenos licor, chiquilla”, exclamó Koichi balbuceando mientras se sentaban en una mesa cerca de la entrada del lugar. La chica del mostrador desvió su mirada hacia ellos y les exclamó rápidamente “Va en camino” y luego le dijo algo al hombre que se encontraba hablando con ella, quien se dirigió a otra mesa, también cerca de la entrada de la posada. Entonces Hana, la posadera de turno, se acercó a un estante y, luego de tomar una botella grande y un par de copas, se acercó a los clientes que acababan de entrar. Ella ya sabía lo que les gustaba, así que no había necesidad de preguntarles qué querían. Los tipos tomaron sus copas y la botella bruscamente y se sirvieron ellos mismos. Mientras tanto, de la parte de atrás de la posada, le traían a Hana un abundante plato de comida con su bebida respectiva. Ella lo tomó y se desplazó hacia el andrajoso hombre que estaba al frente de donde los hermanos se encontraban. Luego de un intercambio de miradas y unas cuantas palabras de agradecimiento, ella regresó al mostrador y el comenzó a comer con sus palillos tranquilamente.
La risa estridente del par de borrachines inundaba la paz del lugar donde el transeúnte se encontraba, aun así el seguía comiendo tranquilamente con sus palillos. Al cabo de unos minutos comenzaron a conversar entre risas y carcajadas. “Mira nada mas a este hombre, hermano”, comenzó a hablar uno de ellos, entre risas. “Qué mendigo, qué vagabundo, debería buscarse un trabajo o un lugar donde morir en vez de darle mala reputación a estos sitios”. Koichi se pone de pie y responde “Cierto, hermano, solo es verlo para tener lástima, huele asqueroso, y además mira las moscas”. El transeúnte cierra los ojos y sigue comiendo. Kaichi complementa “Además mira la espada en su cintura… Debió robársela a alguien para que terminara ahí… Otro ladrón más en este mundo podrido…”
Lo que siguió a esas palabras jamás lo olvidaran los ebrios clientes habituales de aquella posada tranquila. Kaichi lo recuerda mejor que nadie, porque él lo vio primero y mejor que nadie más. En tres movimientos de su mano, difíciles de percibir para una mirada ordinaria, se oyeron siete pequeños golpeteos de los palillos que aquel vagabundo estaba usando para comer, luego de lo cual los acerco a uno de los platos que ya había vaciado, todo esto sin abrir los ojos. Al acercar los palillos y abrirlos, siete moscas cayeron en el plato. Kaichi vio caer cada una de ellas. Ya no se oyeron risas en aquel lugar. Algunos segundos después, aun de pie, reacciono el ebrio y, por fin, cerró la boca y dio unos cuantos parpadeos. Koichi ya se estaba levantando de su silla cuando su hermano le dijo “Hermano, nos vamos”, casi susurrándole al oído, tratando de que aquel hombre no los escuchara. Evidentemente, no funcionó. El vagabundo solo sonrió levemente mientras cambiaba sus palillos para continuar su cena. Al ver este gesto, los borrachos cambiaron su expresión de asombro y susto a terror absoluto. Se abalanzaron sobre la salida dejando tirado todo lo que estaban consumiendo. Entre varios tropiezos alcanzaron la salida y desaparecieron de aquel lugar. Mientras iban saliendo, Koichi le preguntaba a su aterrado hermano “¿Es quien creo, verdad?”.
Hana, la mesonera, recorre rápidamente toda la posada tratando de alcanzar a los clientes que se acaban de ir a toda prisa del lugar. “¡Oigan, no me han pagado! ¡Oigan, Esperen!”, gritaba desesperada cuando estaba a punto de llegar a la puerta y nota que, en la mesa donde se encontraban, los hermanos habían dejado tirada una bolsa con dinero. Luego de comprobar que ni faltara ni sobrara nada se dispone a devolverse a su sitio y, justo entonces, es sorprendida por un gran bulto que entra por los aires, pasa justo en frente de sus ojos y se choca donde estaba la mesa de los borrachos que acababan de salir, destruyéndola por completo. Cual fue la sorpresa de la pobre mesonera cuando se dio cuenta de que lo que choco contra la mesa de aquellos borrachos era precisamente uno de ellos.
Koichi se retorcía en el suelo. Se agarraba la cabeza. Le dolía porque rompió la mesa hacia la cual aquel tipo lo había lanzado desde afuera. Pero su expresión, según lo vería la mesonera del lugar, no era exactamente de dolor, era de miedo. El pobre hombre, ahora pasmado más que borracho, se puso de pié y se tambaleó hacia la mesa donde aquel vagabundo, aún en silencio y con los ojos entrecerrados, se encontraba comiendo la cena que había pagado.”Ayúdanos, por los Dioses, Ayúdanos”, le dijo a aquel hombre, su gesto dejaba ver su súplica. “Ese hombre es un asesino mercenario, le ganamos justamente en un juego de dados pero no lo acepta y ahora quiere tomar nuestras cabezas, quiere matarnos, por favor, ayúdanos”. El vagabundo sigue comiendo, aparentemente sin sufrir perturbación alguna. Afuera, entre gritos y pasos acelerados, se alcanza a reconocer la voz ininteligible de Kaichi, que es silenciada súbitamente por un golpe. El indigente dirige levemente su mirada hacia la salida. Un instante de silencio en su expresión es entendible a los ojos de Koichi, quien mira con temor y evidente respeto al guerrero con quien acaba de conversar. Lento. Muy lento. Luego de eso se oyen risas. Muchas risas. Aun ahora no se puede definir la razón por la cual el hombre acepto la petición de aquel hombre del común. Pero, aun así, salió. Salió lentamente, no sin antes mirar a los ojos a Hana, quien suavemente mostró una tranquilidad usual en ella al ver sus ojos.
Las acciones que seguirían a esa pequeñísima conversación no solo no serian olvidadas nunca por los tres individuos que conocieron a aquel transeúnte sucio y maloliente, sino también por todos los habitantes de aquel pequeño pueblo.
En una de las calles principales de la ciudad caminaba un hombre. Evidentemente furioso, decían las mujeres que salían del baño público que había en aquella calle donde lo vieron. Era un tipo realmente grande, alto y muy musculoso, pero no era eso ni su expresión de malandrín furioso lo que hacia que la gente se alejara de el. Era su hoz. Una hoz grande y medianamente manchada, se manejaba a dos manos, no se tenía que ser un guerrero para saberlo. “Ahí va ‘Akuma’”, decían algunos que andaban por ahí, “y esta furioso”. Y era lógico que la gente corriera. ‘Akuma’, que traducía ‘Demonio’, era un tipo de poca monta, pero su furia era conocida. Siempre que se enfurecía mataba. Esa era su reputación. Si no estaba furioso con nadie mataba la primera persona que se encontraba. Esa era su reputación. Pero esta vez, ‘Akuma’ estaba furioso con alguien. Dos personas en específico. Y sabia donde encontrarlas.
Al llegar a la posada donde sabe que sus objetivos se encuentran, ve a los dos tontos saliendo a tropezones, lógicamente borrachos luego de la juerga que tuvieron. Su respuesta fue obvia. Al lanzar un golpe con su mano izquierda, el mayor, Koichi, es devuelto adentro del lugar donde se encontraba. Kaichi, aun asustado, no alcanza a musitar palabra alguna, solo alcanza a balbucear la primera letra del apodo de su justiciero. Está petrificado frente a ‘Akuma’, las piernas le tiemblan. Perdedor. Con su mano derecha, muy lentamente, saboreando su presa, sujeta el cuello del hombre frente a él. Mientras aun balbucea la letra A, le propina un golpe con la izquierda, que lo azota contra el suelo. Luego de esto, el imponente matón solo atina a reírse estridentemente. Algunos segundos después mira a la posaducha donde cayó el hermano mayor. Sal ya, granuja. De pronto, se mueven las cortinas, su expresión cambia. Esta extrañado, no esperaba que saliera quien salió. Un hombre delgado, despeinado, desarreglado y sucio, más bien pequeño y delgado, con ropas muy gastadas y sandalias de madera y cuerda viejas, sale caminando con pasos lentos y mirándolo fijamente a los ojos con una expresión tranquila. Al ver esto, las carcajadas del musculoso matón se agudizan e incrementan. “¿Así que este es tu ‘guardaespaldas’, maldito imbécil?” Pregunta entre carcajadas ‘Akuma’, a cuya inquisición solo encuentra por respuesta una frase dicha suavemente por el ‘mendigo’. “Vete a casa”. Las risas callaron lentamente. ¿Un mendigo dándome ordenes? La respuesta de ‘Akuma’ ante semejante frase fue un grito contundente: “¡Tu eres quien se irá, y te permitiré elegir como, mequetrefe!”. El vagabundo esboza una leve sonrisa en su rostro. Luego, ‘Akuma’ ve la carga que lleva el ‘mendigo’ en su cintura. “Aunque, si me das esa espada tan bonita, podrías quedarte sin problemas, ¿No crees?”
La sonrisa del vagabundo se agrando un poco más. Su pie izquierdo gira hacia delante. El hombre pequeño se pone en posición de combate. Tú lo has buscado. ‘Akuma’ toma su hoz, casi del mismo tamaño de su cuerpo. “¿Pretendes enfrentar tu acero contra esto? ¡Mi hoz es invencible!”, grita el imponente hombre. No hay respuesta. Koichi sale de la posada acompañado de la posadera, se quedan en el marco del portón, mirando la escena. “Cuando acabe con este idiota será su turno, así que no se muevan, par de insectos”, la voz del gigante va bajando su tono a medida que la frase es pronunciada en sus labios. Las miradas de ambos combatientes se cruzan.
Luego, silencio. Casi sepulcral.
No se sabe a ciencia cierta qué fue lo que hizo que ambos contrincantes se lanzaran el uno al otro, aunque los espectadores de aquel duelo podrían decir que fue el sonido de algo que cayó al suelo. Lo que si puede decirse es que ambos se lanzaron al frente como gacelas y, mientras uno de ellos mandaba su hoz rápidamente desde la derecha, el otro desenfundaba lentamente su espada desde la izquierda. Luego se vio un fuerte resplandor. Nadie pudo ver bien lo que pasó. Muchas historias se contarían de ese evento gracias a eso. Se oyeron choques de metales y carnes y luego…
Luego, silencio. Casi sepulcral.
Cuando Hana abrió sus ojos, vio aquello que nunca habría de olvidar en lo que le restara de vida. Aquello que finalmente confirmaría sus sospechas sobre la identidad de aquel vagabundo misterioso que había entrado a su posada apenas hacia una hora. Cuando logró enfocar su mirada hacia el escenario del combate, ‘Akuma’ y su invencible hoz, se encontraban tirados en el suelo, con una expresión de dolor en el rostro del reducido gigante. Frente a él, se encontraba un pequeño hombre andrajoso, con una mirada fija y completamente fría posada sobre él, con su mano derecha empuñada, marcando una evidente musculatura en sus brazos, y su mano izquierda sosteniendo la hermosa katana, impropia de alguien con la apariencia de aquel singular personaje. Entonces fue cuando ‘Akuma’ recordó las historias, las cosas que le habían contado. No puede ser. En un instante de aparente falta de lucidez todo lo que se había rumorado empezaba a tomar sentido frente a la imagen del guerrero que se encontraba frente a él. Ese ermitaño del que tantas historias se contaban y a quien tantos y tantos le temían solo al escuchar los rumores en su nombre. Ahora era él quien balbuceaba, casi incoherentemente. El ermitaño contestó su única pregunta con dos palabras. Nadie del pueblo alcanzó a escuchar esa brevísima conversación, pero vieron como aquel hombre gigante cambió su expresión de malestar en un inconfundible gesto de terror. Luego el hombre tomo su hoz y salió corriendo con pasos entrecortados, tambaleándose entre la gente del lugar. Algunas personas dirían luego que nunca se habría de saber de aquel malviviente de nuevo por los alrededores, otras dirían que el hombre tropezó y cayó a un pozo del cual nunca volvería a salir. Lo cierto fue que, después de lo ocurrido, el vagabundo se acercó a la posadera, saco unas monedas, pagó por los daños, cruzaron un par de palabras, y luego el vagabundo se acercó a los dos borrachines por quienes había comenzado todo ese bochinche. Cruzaron un par de palabras y los dos hombres del lugar le dieron varias venias con las palmas de sus manos unidas frente a ellos. Luego, algo les dijo, y ellos se quedaron quietos y mirándose entre ellos, con expresión de terror. Se convertirían en constructores y reparadores de viviendas en un futuro cercano luego de aquel incidente. Luego de esos pequeños eventos, el vagabundo siguió su camino y no se volvió a saber de él. Pero una cosa fue segura. Cuando los transeúntes que vieron todo el evento se acercaron a Kaichi y Koichi a preguntarle acerca de lo ocurrido, lo único que esos hombres pudieron decir, casi al unísono, fue una sola frase, que agregaría ese evento a la leyenda que aquel hombre invencible ya cargaba a sus espaldas.
‘Ese hombre era Musashi. Musashi Miyamoto’.
|