Tuve que correr a través de las calles desconocidas. El término de mi andar parecía correr delante de mis acalorados pasos ,y la hora de la cita se marcaba ya en los relojes públicos. La calles estaban solas, las filas de focos eléctricos bailaban delante de mis ojos. A cada instante surgían glorietas triangulares, sembrados arriates, cuyo follaje, a la luz nocturna, cobraba una elegancia irreal.
Yo corría, de prisa, por un sentimiento supersticioso de la hora. Si las nueve campanadas, me dije, me sorprenden sin tener la mano tocando a la puerta, algo funesto acontecerá. Y corría frenéticamente, mientras recordaba haber recorrido a igual hora por aquél sitio y con una dedicación semejante, pero ¿cuándo?.
Al fin dejé la absorción de ese falso recuerdo, y sin darme cuenta volvía mi paso normal. De cuando en cuando, mi imaginación me dejaba descansar, y veía nuevamente ante mí, largas hileras de focos, arriates, relojes......No sé cuanto tiempo transcurrió, en tanto que yo dormía, en la línea que delimitaba mi respiración agitada.
De pronto, nueve sonoras campanadas resbalaron con el frío metálico sobre mi piel. Mis ojos, con una última esperanza, cayeron sobre la puerta más cercana.
Entonces, retrocedí hacia los motivos de mi presencia en aquél lugar. Por la mañana recibí un correo, su contenido era de una esquela breve y sugestiva. En el marco del papel se leían las señas de una casa. La fecha era del día anterior. La carta decía solamente:
“El señor Zurita y su hijo Alfonso la esperan a cenar mañana a las nueve de la noche. Si llegara a faltar......”.
Ni una palabra más. Yo siempre me asombro gratamente de las experiencias de lo imprevisto. El caso, además, me ofrecía un singular atractivo, el tono, familiar y respetuoso a la vez, con que el anónimo a aquellos hombres desconocidos me intrigaba; la frase sugestiva: “Si llegara a faltar......”, tan vaga y tan sentimental, parecía suspendida en un abismo de confesiones, todo contribuyó a decidirme. Y acudí, con un ansia indescifrable. Cuando a veces en mis pesadillas, evoco aquella noche fantástica, cuya fantasía esta hecha de cosas cotidianas, puedo oírme jadear a través de las avenidas de relojes y focos.
La puerta se abrió. Yo estaba viendo a la calle y vi, de pronto caer sobre el suelo un cuadro de luz que arrojaba, junto a mi sombra, la sombra de un hombre desconocido.
Con la luz sobre su espalda, aquél hombre no era para mí más que una silueta, donde mi imaginación pudo dibujar varios supuestos de fisonomía, sin que ninguno coincidiera con el contorno, mientras tanto intentaba decir algunos saludos y explicaciones.
- Pase usted, Regi.
Y pasé, asombrada de que me llamara como en mi casa. Fue una decepción el vestíbulo. Por las palabras de la invitación, había pintado en mi mente una casa antigua, llena de tapices de viejos retratos, y de grandes sillones. Y cambió eso por un vestíbulo diminuto, sin elegancia o respetabilidad alguna, la casa era más bien de aspecto moderno y estrecho, el piso era de madera y los raros muebles tenían aquél lujo frío de los muebles que aparecen en las revistas, y de un muro colgaban dos o tres máscaras parecidas al rostros de los mimos o los payasos, que me causaron terror absoluto, que sólo pudo ahuyentar la aparición en la sala de un hombre, vestido de negro, esbelto y digno, su mano me señalaba la puerta de lo que parecía un salón. Su silueta se había dibujado ya de facciones, su cara me hubiera resultado insignificante de no ser por una expresión bastante llena de piedad, sus cabellos negros, hicieron que sacara la conclusión de su nombre.
- ¿Alfonso?- pregunté.
- Sí -
Y me pareció que yo misma me contestaba. El salón como lo había imaginado, era pequeño, mas el decorado compensaba el vestíbulo tan sencillo, ahí estaban los tapices y las grandes sillas respetables, una chimenea, jarrones, el piano lleno de estatuillas (el piano que nadie toca), y, junto al estrado principal, un enorme retrato: una mujer de mirada triste y boca irreverente.
El señor Zurita, que ya me esperaba instalado en el sillón azul, llevaba en el pecho una de aquellas antiguas joyas que llevaban un retrato en el interior, que dejaba ver un rostro vano. El misterio del parecido familiar se apoderó de mí. Mis ojos iban inconscientemente del señor Zurita a Alfonso, y de Alfonso al retrato. El señor Zurita lo notó.
Lo más adecuado hubiera sido sentirme incómoda, manifestarme sorprendida, tal vez provocar una explicación; pero el señor Zurita y su hijo me hipnotizaron desde los primeros instantes, y no me preguntaron nada.
Calculé que el señor Zurita tenía más de 60 años, por lo tanto era lógico que consintiera que su hijo se hiciera cargo de la introducción de la extraña noche. Alfonso charlaba, el señor Zurita me miraba, y yo estaba totalmente entregada a mi aventura.
Al padre le tocó, de rigor, recordarnos que ya era tiempo de cenar, en el comedor la charla se hizo general y corriente. Yo acabé por convencerme de que esos señores no habían querido más que convidarme a cenar, y al cuarto trago me encontré sumida en un cuerpo que charlaba fluidamente con los extraños anfitriones. Charlé, reí y desarrolle todo mi ingenio, tratando interiormente de disimularme la irregularidad de mi situación. Hasta aquél instante los señores habían procurado parecerme simpáticos, ahora sabía que era yo quien comenzaba a agradarles.
Nunca sospeché los agrados de esa conversación, el rostro de Alfonso se iluminaba con algunos aires de piedad y melancolía, esa misma característica parecía propagarse de vez en vez a la cara de su padre.
Al principio la conversación giró en torno a cuestiones comerciales y económicas, en la que los dos hombres parecían complacerse. No hay mejor asunto que éste cuando se nos invita a la mesa de alguna casa donde no somos de confianza, o parecemos raros.
Después, las cosas siguieron de otro modo. Todas las frases comenzaron a volar alrededor de un tema del que yo me hallaba ajena o de plano no entendí.
En el rostro de Alfonso apareció una sonrisa aguda e inquietante. Comenzó hablar como para si mismo. Su boca palpitaba, a veces, con el ansia de las palabras, y acababa siempre por suspirar, los dos señores continuaban con el ritmo de la plática, entre asombros y sonrisas.
Al fin, se entabló entre Alfonso y su padre un verdadero intercambio de suspiros. Yo estaba ya desazonada. Hacia el centro de la mesa, y, por cierto, tan baja que era una constante incomodidad, colgaba una lámpara.
Un principio de aburrimiento se fue apoderando de mí, y únicamente pudo sacarme de este estado, una invitación insospechada:
-Vamos al jardín.-
Esta nueva perspectiva me hizo recobrar mis espíritus. Me condujeron a través de un cuarto cuyo aseo y sobriedad hacia pensar en los hospitales. En la oscuridad de la noche pude admirar un jardincillo breve y artificial.
Nos sentamos bajo el muro. Los señores comenzaron a decirme el nombre de las plantas y flores que yo no veía, dándose el cruel deleite de interrogarme después sobre sus recientes enseñanzas. Mi imaginación destemplada por una experiencia tan larga de excentricidades, no hallaba reposo. Apenas me dejaba escuchar y casi ni me permitía contestar. Los señores sonreían, yo lo adivinaba, con pleno conocimiento de mi estado. Comencé a confundir mis palabras con mi fantasía. Sus explicaciones botánicas, hoy que las recuerdo, me parecen mounstrosas como delirio.
La oscuridad, el cansancio, la cena, el trago, la conversación misteriosa sobre flores que yo no veía, y aún creo no haberlas visto en aquél raquítico jardín, todo me fue convidando al sueño, y me quedé dormida sobre el banco, bajo el muro.
-¡Pobre de doña Regi!- oí decir cuando abrí los ojos-. Llena de ilusiones se marchó a Europa. Para ella se apagó la luz.
A mi alrededor reinaba la misma oscuridad. Un vientecito tibio hacía vibrar el muro. El Sr. Zurita y Alfonso conversaban junto a mí, resignados a tolerar mi mutismo. Me pareció que habían reacomodado los muebles durante mi breve sueño, eso me pareció......
-Era una hermosa mujer- me dijo Alfonso- joven y exquisita, aventurera, ¡como le gustaba viajar!, nadie se habría podido imaginar que ese viaje le costaría la vida.
Su voz temblaba.
Y en aquél punto sucedió algo que en otras circunstancias me hubiera resultado natural, pero que entonces me sobresaltó el corazón y trajo a mis labios mi corazón. Los señores hasta entonces, sólo se me habían vuelto perceptibles por el rumor de su charla y su presencia. En aquél instante, alguien abrió una ventana en la casa, y la luz vino a caer, inesperada, sobre los rostros de los hombres. Y ¡por Dios!, los vi iluminarse de pronto, autonómicos y suspensos en el aire, perdidos en sus ropas negras en la oscuridad del jardín, sin rostros, sin cuerpos, aquello era terrorífico, fascinante, incluso indescriptible pese a mi intento.
Y entonces me arrastraron a la sala como a un inválido, aquellas voces sin cuerpos. Alfonso, con una mano invisible, acercó a mí un retrato:
-Hela aquí-me dijo-joven y fresca.
El tono de la voz de Alfonso me sonaba como el desahogo de una misión cumplida, traté sin éxito, de encontrar rastros de humanidad en aquellas ropas oscuras y sombrías, contemplé de nuevo el retrato, me vi yo misma en el espejo, verifiqué la semejanza, yo era como una caricatura de aquél retrato. El retrato tenía una dedicatoria y una firma. La letra era la misma de la esquela anónima recibida por la mañana.Yo estaba loca. Quise preguntar: ¿qué preguntaría? Quise hablar ¿qué diría? ¿qué había sucedido junto a mí?
Algo hizo que me pusiera en pié, habría tenido que estar en el callejón a las nueve en punto, ¡rayos!, de nuevo se me había echo tarde, miré el reloj, que ahora marcaba las nueve veinte.
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