El solsticio había durado demasiado. Si bien debía ser la noche más larga del año, algo extraño había pasado, era como si el cielo se hubiera detenido, el sol dejado de orbitar y la tierra de girar. Claramente, las cosas habían terminado desbalanceándose. Con un día eterno en la mitad y la noche eterna en la otra, las personas andaban agotados, los animales desorientados, las mareas extrañas y los vientos unidireccionales. La histeria se cernía en todos los rincones del planeta y las fuerzas armadas controlaban precariamente el orden en algunas ciudades. Otras habían dado paso a un caos total. Pocas, demasiado pocas, habían permanecido en un orden relativo, especialmente las más pequeñas.
Nadie sabía lo que había pasado. ¿Cómo era posible que las cosas se hubieran detenido, así de la nada? No tenía explicación, y Jorge, sentando en su cama, mirando hacia afuera cómo el mundo había parado de girar, a mediodía, se sentía culpable. “Paren el mundo que me quiero bajar”, había pensando esa mañana un mes atrás. Pensaba que, de alguna forma, la repetición prolongada de dichas palabras habían hecho lo imposible, que el mantra que el y sus amigos repitieron día a día desde mitades de semestre era el culpable. Se habían reunido a conversar del tema, de si alguien había hecho alguna cosa extraña, si Juan se había contactado con su amigo que era brujo, si Joaquín lo había divulgado por internet, lo cual, efectivamente, lo había hecho formando un grupo nombrado con la misma frase que había alcanzado gran popularidad y, tras la detención del universo, ésta había decaído estrepitosamente, cuando aterrorizados más de la mitad se habían desvinculado, temiendo que la policía o algún otro grupo de personas fueran en búsqueda de responsables y ellos fueron indicados.
“Paren el mundo que me quiero bajar”… “Paren el mundo…” “Paren el mundo…” Ahora que se había detenido, no sabía a dónde, qué lugar le permitiría descender y tranquilizarse. Parecía que todo era una broma de mal gusto, como si alguien, quién sabe quién, hubiera ejercido una magna influencia y pretendido darle una lección. Nada bueno podía salir de la situación en la que se encontraba. El mundo. Se paró y miró sus maletas vacías. No estaba seguro de lo que estaba haciendo, pero parecía lo más lógico, tras un mes de día, un mes de luz y calor y agotamiento y sudor, necesitaba la noche. Necesitaba una real oscuridad, no las dadas por sus persianas, las cuales se habían vuelto inútiles tras quedar totalmente desteñidas, ni la oscuridad dada por las tablas que ponía todas las “noches”, es decir, de las 10 en adelante, sino real oscuridad.
El barco y su tripulación, rodeados de personas igual que él, se veían como la única alternativa al alcance de la mano. La nave era un carguero que antiguamente transportaba automóviles. Ahora, en este nuevo escenario, el transporte de personas se había vuelto mucho más lucrativo, persona con no muchos recursos, que no les alcanzaba para realizar el viaje al otro lado del mundo en avión desde que las aerolíneas también habían descubierto que podían cobrar cuánto ellas querían y la gente lo iba a pagar.
Al subir se percato de la penetrante hediondez que cernía el lugar, se notaba que no lo habían limpiado después del viaje que lo trajo hasta aquí. Que había traído a toda la gente que necesitaba luz y que se encontraba pálida, al contrario de todos ellos que lucían un bronceado “fascinante”, aunque todos estaban igual debajo del color que vestían.
Siguió con sus dos maletas hacia uno de los containers. Los habían transformado en pequeñas piezas, con baño y cocina, para 10 personas. El espacio era reducido y pensó que el desodorante ambiental que le quedaba tendría un buen uso durante el largo viaje que le esperaba. Al ser primero en entrar al cuarto C-439, puso sus cosas sobre la cama que parecía en mejor estado. Revisó que las sábanas estuvieran limpias y que el colchón fuera cómodo. No lo era, pero al probar el resto se dio cuenta que era el mejor.
Al terminar, miró por la única ventana que tenía la habitación, la del baño, y pensó que lo mejor era esperar a que todos hubieran entrado. Ninguno de sus amigos lo había acompañado y por el panorama que caminaba sobre la cubierta nadie le daba confianza. Se tendió en su cama y espero a que los demás entraran. Todos y cada uno de ellos repitieron el mismo proceso, unos con mejor suerte que otros. Tras el último, un joven de la tripulación llegó a desearles un buen viaje y que las puertas serían cerradas hasta que alguien, tras que zarpara el barco, revisara que todos estuviesen en orden; se despidió amablemente y cerró las puertas con un metálico sonido. El C-439 se quedó a oscuras.
Una fuerte campanada sonó y Jorge pensó nuevamente: “Paren el mundo que me quiero bajar”.
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