Mis abuelos me contaban que el caserío recibió el nombre Machihue (lugar de la machi) de mi venerable bisabuela Aurora Lemún que era Machi, autoridad religiosa y curandera de la comunidad. De mis antepasados aprendí el nombre y poder curativo de cada hierba y planta que se hallan en los bosques y selva que rodean el caserío, mucho antes de la llegada de las forestales que talaron el bosque nativo que rodeaba la comunidad, plantando en su lugar pino y eucaliptus. Por eso que Machihue es ahora una isla, un refugio para los cientos de animales que antes poblaban la Comunidad Lemuñen o bosque de los pájaros.
He recorrido cada centímetro de estas tierras, más ahora que vago sin rumbo castigado por el alcohol. En mi deambular habitualmente me encuentro con Ceferino quien me cuenta una y otra vez sus pesares, los que motivan este relato.
Ceferino fue uno de los cientos de chilenos winkas que llegaron a emplearse en las forestales, y con su palabrerío deslumbró a mi sobrina Antü de tiernos 15 años. Ella aprendió de su padre y siempre conservó las costumbres, tradiciones y el idioma mapuche, por lo que todos veíamos en ella la continuación del linaje y rol de la machi. Verla con un winka, un extranjero, nos defraudaba a todos y al unísono le augurábamos pesares y sufrimiento en ese amor. Ya casados, a poco andar Ceferino pasó de ser un buen trabajador, a ser un borracho como yo, perdiendo su trabajo y dignidad. Y fue Antü quien debió hacerse cargo de los dos hijos que tuvieron, además de la casa que había heredado de su padre, la única de Machihue que podía exhibir un techo de zinc que brillaba entre el verde circundante.
Y así transcurrió la vida de Antü, teniendo en Ceferino a un hijo más, que se gastaba en vino lo poco que ella ganaba con sus tejidos, sus panes y tortillas, así como las hierbas medicinales que recolectaba. No se la veía sonreír sino cuando alguien le preguntaba por qué soportaba ese sufrimiento. Se limitaba a decir que ella había tenido visiones de todo eso, que necesitaba sufrir.
Quizás Ceferino la comenzó a golpear por verla tan resignada y de pie. Las agresiones continuaron, haciéndose costumbre que él descargara su frustración con puños y puntapiés en el menudo cuerpo de ella. Hasta que lo hizo en el cuerpo de uno de los hijos. Eso detonó que la dulce niña le exigiera a Ceferino que dejara el vicio, que ya bastaba de sufrimiento, que si él no cambiaba, si volvía borracho una vez más, todo cambiaría irreversiblemente. Ceferino sólo se rió, y como aún estaba sobrio no la golpeó, limitándose a dar un portazo saliendo en dirección a la cantina distante sólo 30 metros.
El mismo Ceferino me cuenta una y otra vez que ni esa noche ni nunca volvió a dar con la casa, que todo había cambiado, que es imposible, que no está loco. Que por favor lo acompañe al monte desde donde se observa el caserío y el techo de zinc brillando al Sol, que entre los dos será más fácil hallar su casa. Que desde el camino en el monte él puede ver a Antü en la puerta y que ahora es Machi, que los niños han crecido, pero cuando baja del monte no hay nada.
Yo, que he recorrido cada centímetro de estas tierras, que conozco cada hierba, cada planta y cada árbol, le insisto en que me deje tranquilo, que no tengo tiempo, que hace un mes que busco mi ruka (casa) y que sólo quiero pedir perdón por mis culpas, pero no hallo cómo.
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