Está amaneciendo. Mi dormitorio siempre ha sido mi refugio, en él he cobijado los más grandes sueños y también, las más oscuras pesadillas. Mientras miro la imagen de la Virgen que tengo sobre la cómoda, mi mente vuelve a la realidad, quien es el hombre que duerme a mi lado? Escucho sus ronquidos y recuerdo, es el hombre del bar que conocí anoche. Lo miro detenidamente y me digo que debo de haber estado muy borracha para haber aceptado estar con él, es feo y sus ronquidos me alteran.
Lo muevo con insistencia para que se despierte, él ya no debería estar acá, ya mismo es hora de que todo el mundo se levante y no deben verlo. No es conveniente.
Ante tanta insistencia se despierta, me mira un poco sorprendido, me imagino que le pasa igual que a mí, en esos escasos segundos en que uno trata de que la mente recobre su lucidez, hasta que un brillo libidinoso se asoma a sus ojos y trata de volver a tocarme, lo echo hacia atrás y caigo en cuenta que tanto él como yo, estamos desnudos.
Me cubro con la sábana y le digo que ya tiene que irse, que es tarde, él no me responde, es tanto el silencio que oigo su respiración entrecortada, me impaciento, ya quiero que se vaya, si lo ven, estoy perdida.
El mira mi rostro enojado y empieza a vestirse, está bien, me dice, me voy, pero ya nos hemos de ver de nuevo. Me pongo algo de ropa encima y le digo que debe apurarse, pues pronto habrá gente despierta. Me mira indolente y vuelve a sonreírse. Listos para la partida, le pido que haga silencio, miro cuidadosamente hacia el pasillo donde convergen todas las puertas y no hay nadie, que suerte la mía, nadie se ha despertado todavía.
Caminamos silenciosamente a lo largo de ese pasillo sin fin, atravesamos grandes salones iluminados solo con la tenue claridad del nuevo día, en esa semioscuridad se refleja la decoración austera del lugar, el hombre un poco confundido no atina a adivinar donde se encuentra, estaba muy borracho y no se acuerda donde fue que pasó la noche. Debemos apresurarnos para llegar a mi salida secreta, le digo, mientras nos cuidamos de no ser vistos, por fin, salimos a un gran patio y nos acercamos al muro que nos separa del mundo exterior, busco apresuradamente unos ladrillos flojos y los saco, dejando el espacio suficiente para que pueda pasar una persona por él. Al despedirse, me mira y vuelve a sonreir, ya nos volveremos a ver, me vaticina y se va.
Coloco nuevamente los ladrillos en su puesto, en forma muy cuidadosa para que nadie pueda percatarse de esta salida, regreso lo más rápido que puedo, arreglo mi cuarto, me cambio de ropa y me inclino ante la imagen que parece mirarme acusadora, me persigno y espero, pronto sonarán las campanadas que anuncian el Ángelus y la madre superiora nos llamará a las novicias a empezar el nuevo día, rezando como Dios manda.
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