Así, escondida entre los brazos del abuelo dentro de una cajita de madera, me inspiró mucha ternura. Muda y asustada bajo su lindo caparazón con manchas amarillas, me encantó. La tomé con suavidad en mis manos y al asomar su cabeza la nombré “Tortuga”. Y tuve, al fin, una mascota.

Tortuga era muy silenciosa y al poco tiempo dejó de interesarme. En mi camión de plástico esperaba con paciencia el olor a lápices nuevos de la caricia de mis dedos, pero eran otros los que llenaban sus mañanas con aromas de ajos y aliños… otros los que, vestidos de delicadeza, la alzaban para bañarla en la fresca agua del lavandero y acercaban a su boquita sabrosas tajadas de los mangos del patio. Dedos grandes arrancaban hierbas tiernas y trasladaban tierra para hacerle confortable su forzado encierro, transformando su entorno en algo parecido a su hábitat natural.

Y Tortuga se adaptó a la monotonía del baño, el mango, la tierra y las ramas que mamá le traía por mí. Pero seguía siendo mi mascota cuando alguna tarde la recordaba y la sacaba a jugar al sol bajo las guayabas. Yo la ponía a mi lado mientras me distraía con la manguera de la abuela y ella mordía los tréboles morados con ansiosa felicidad.

Un día de marzo conseguí su cajita vacía. Pedazos de mango y lechuga ya marchitos me golpearon con su soledad. Los rayos del sol entibiaban a muchas mariposas sobre las flores del cundiamor, mientras yo la buscaba sin encontrarla.

Cuando llegó la noche, abuela me dijo que se había marchado porque necesitaba a sus amiguitos y que, quizás, ahora estaba más contenta.

Guardé su casita, por si un día recuerda que aún es mi mascota y al añorar sus tréboles decide regresar.