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Equipaje para dos
Leopoldo Jahn Herrera, Diciembre 2.000







Un mango y un aguacate. Eran los dos únicos árboles que realmente le importaban de todos los que se encontraban en el jardín de su vieja casa en la Florida, la misma que lo vio nacer y donde había vivido toda su vida. A la sombra del enorme mango, ahora un extraño manojo de ramas secas y enfermas de tiña que produce unos pequeños y manchados manguitos que ya nadie se atreve a comer, había hecho declaraciones de amor eterno a quien sabe cuantas niñas de la cuadra escribiendo sus solemnes juramentos con un cuchillo sobre la áspera superficie del frutal, para luego raspar las torcidas letras justo antes de que la nueva conquista descubriera su infidelidad.

Pasó la mano sobre el sitio donde todavía se podían leer claramente las iniciales “C.M y P.B.” grabadas en el centro de un corazón que más bien parecía un triángulo, y que se había mantenido incólume durante cincuenta años para deleite de sus tres hijos y siete nietos. Recordó el día en que Clara y él habían sellado su entonces inocente noviazgo adolescente con el primero de miles de besos, sin sospechar que esa pasión, hormonal en él, romántica en ella, devengaría en un embarazo (¿Bueno, no y que si uno lo saca antes no puede preñar a una mujer?) y en un apurado matrimonio justificado ante las amistades de sus padres con un repentino viaje para estudiar en una universidad del norte donde ¡Sorpresa!, nacería el primero de sus tres vástagos.

Pablo Bermúdez, el otrora audaz y atrevido galán de la Florida, invitado o coleado seguro de cuanta fiesta se hiciera por los alrededores, había visto por primera vez a Clara Manrique en uno de esos bailes juveniles con mucha música de Billo’s y baladas de los Bee Gees, las cuales se aprendía a toda costa para susurrarlas al oído de las muchachas e impresionarlas. La noche de un viernes cualquiera de Octubre de 1.980, bajo una luz fosforescente y los acordes de “Keep on loving you”, aquella hermosura de niña del cuarto año de bachillerato del San José de Tarbes, luego de titubear un poco (“Es que me dicen que tú eres muy mujeriego”) aceptó ser su novia. No hubo beso esa noche, ni al día siguiente, pero una semana después, a la vera de la mata de mango de su jardín, pudo saborear al fin los labios deliciosos e inexpertos de su nueva conquista.

Poco sospechaba Pablo que estaría atado a esa mujer por cincuenta años, y mucho menos que ella lo ayudaría a cambiar, a hacerse un hombre estudioso, trabajador y responsable, excelente marido y mejor padre. Recordó el día de su matrimonio, a sus veintiún años, mientras recorría el largo pasillo de la Iglesia Don Bosco y sus antiguos compañeros de parranda, todos sentados en la misma fila, le saludaban con un gesto que a él le pareció más bien una despedida. Mientras lo saludaban/despedían, Pablo recordaba, como en cámara lenta, aquellas noches de bares y mujeres que terminaban con unas arepas en Las Mercedes o en un mirador de la Cota Mil, bien cerca de su casa, y supo que esos días quedarían atrás.

Los primeros años de matrimonio los pasó entre arrepintiéndose de haberse casado tan joven y disfrutando de la vida al lado de Clara, que se encontraba realmente enamorada de él y comprometida en hacer de su matrimonio un ejemplo. Nunca le reclamó ni dudó de él, no le negaba jamás las frecuentes salidas con sus amigos a los juegos de pelota o a las partidas de dominó. Siempre lo recibía con un beso y estaba presta a complacerlo en todo. Era la mejor madre posible para sus hijos, y nada parecía afectar nunca su apacible y dulce carácter y sus eternas ganas de complacer a todos. Hubo un tiempo en el cual a Pablo lo asaltaron las tentaciones propias de alguien que no tuvo sexo suficiente antes de comprometerse para siempre con la misma mujer, y hubo un par de aventuras extra curriculares que le merecieron una carga moral de la cual no había podido deshacerse jamás.

Si, Pablo se sentía profundamente agradecido con su mujer. Al momento de embarazarla, había malgastado dos años en la universidad estudiando las materias básicas de una ingeniería que ni él mismo pensaba que iba a terminar. Las continuas fiestas y sus frecuentes escapadas a la playa en plena época de clases hicieron que Pablo repitiera materias varias veces. Al ocurrir la inesperada preñez y el forzado matrimonio, Pablo aprovechó la oportunidad que le dio su padre para estudiar administración en la Universidad de Florida en Gainesville. Cuatro años más tarde, regresaba a Venezuela con un título universitario bajo un brazo y un niño de tres años y medio bajo el otro.

Pablo siguió recordando sus primeros años con Clara mientras acomodaba la ropa de ambos dentro de la vieja maleta marrón de cuero con la cual habían viajado en tantas oportunidades. Desde que Clara había enfermado, era Pablo quien se encargaba de ese tipo de cosas, para que ella no se fatigara. “Ve tú y asegúrate de dejar las matas bien humedecidas”, le dijo a su mujer luego de preguntarle cuantas pantaletas y sostenes debía llevar para ese viaje de Semana Santa a Margarita. Miró el reloj y se dio cuenta de que en menos de una hora pasaría Rubén a buscarlos para ir con ellos al aeropuerto y montarlos en esa pequeña avioneta que tenía para volar hasta la isla, donde su otro hijo varón, Manuel, los recibiría en su casa de playa. Metió uno por uno los variados potecitos de colores de la farmacia con los remedios de él y de Clara, junto con los regalos que le llevarían a sus dos nietos más lejanos. Como siempre le ocurría, al contemplar el montón de ropa que debía meter en la maleta pensaba que ésta no iba a cerrar, para finalmente comprobar que aquel desgastado artículo de cuero del siglo pasado aguantaba siempre un poco más. Una vez cerrada la maleta, Pablo se enderezó lentamente, colocándose las manos sobre la parte baja de la espalda como para soportar la incomodidad que el estar doblado tanto tiempo le producía. Se asomó por la ventana que daba al jardín y miró a Clara, que regaba los malabares, riqui riquis, cepillitos y helechos mientras les cantaba alguna melodía inaudible para Pablo desde la altura del segundo piso. Una leve pero insistente brisa acariciaba su vestido de flores y mesaba su cabello rubio, todavía virgen de canas, el cual siempre acostumbraba a llevar suelto, como para complacerlo a él que así le gustaba. Pablo puso una mano sobre el cristal de la ventana y movió los dedos sobre él como acariciándolo, como si a través del vidrio estuviera contemplando un jardín vacío y recordando con nostalgia a una Clara lejana y ausente hace mucho tiempo.

Las campanas de la cercana Iglesia de Nuestra Señora de Pompei repicaron para avisarle a sus fieles que la misa de las doce estaba por comenzar. Afortunadamente ya Pablo había acudido a una tempranera misa esa mañana, para luego dirigirse con su pausado caminar a la panadería en donde había sellado su acostumbrado cuadrito de caballos antes de comprar unas canillas y devolverse a la casa. Julián, el dueño del sellado y de la panadería, era un viejo amigo de Don Pablo puesto que ellos, y posteriormente sus hijos, habían crecido jugando pelota juntos por las empinadas calles de La Florida. Julián era hijo a su vez de un inmigrante portugués que había llegado de Europa sin un centavo en los bolsillos para eventualmente abrir una pequeña bodega que con el tiempo se había transmutado en la mejor panadería de la zona, parada obligada de los vecinos antes de regresar a sus casas luego del trabajo para obtener pan, leche, mantequilla o cualquier otro insumo necesario para la cena.

Para Pablo Bermúdez, y antes de su relación con Clara, la Iglesia no era sino un sitio al cual él se dirigía para pararse al fondo, bien cerca de la puerta trasera, y observar el desfile de niñas que allí acudían a exhibir sus mejores atuendos ante los ojos libidinosos de los adolescentes del sector. Era un sitio para ver y dejarse ver, rezar un padrenuestro y un credo, darse fraternalmente la paz, y hacerse el loco cuando veía acercarse a él al hombre del cepillo. Luego de que Clara y él se juntaran, ésta le hizo saber de la importancia de ir a misa. Se sentaban bien cerca del altar, tomados de la mano y pendientes de cada palabra del sacerdote en la homilía. Con el paso de los años, Pablo se hizo un fervoroso creyente, y le inculcó los valores y obligaciones cristianas a sus hijos y nietos.

Pablo tuvo que trabajar muy duro para poder mantener a su familia, y Clara siempre estuvo a su lado para apoyarlo. Se levantaba a eso de las cinco de la mañana todos los días para encontrar que su esposa ya tenía rato merodeando por la cocina con su bata y sus pantuflas preparándole su café y un desayuno ligero que lo ayudara a comenzar el día. Igualmente por las noches, cuando se quedaba hasta tarde en su estudio escribiendo los reportajes para el diario, Clara aparecía de vez en cuando para traerle un café negro y quizás algunas galletas María para mantenerlo alerta. Nunca le reclamó el exceso de trabajo, y cuando decidía a salir con algunos amigos a tomarse unos tragos jamás le hizo reclamo alguno por la hora en que llegaba.

Los fines de semana, mientras Pablo se acostaba en su hamaca en el jardín con algún libro de Uslar Pietri o de Cortázar mientras escuchaba los juegos de pelota con su pequeño radio, Clara le traía una jarrita de limonada y se llevaba a los niños para adentro para que no lo molestaran. Clara era una de esas personas que vivía para los demás. Le dedicaba la integridad de su tiempo a sus hijos y a él, sin regalarse jamás algo para ella misma. Ahora que había caído enferma, le tocaba a Pablo dedicarse a cuidarla.

Luego de cerrar las llaves del gas y del agua, para evitar que hubiese fugas o botes durante la semana que iban a estar afuera, llamó a Clara para que salieran de la casa con la maleta a esperar a Rubén, que se caracterizaba por su puntualidad. “A las doce y media papá, para que nos dé tiempo de almorzar”, le había dicho ayer. Pablo salió de la casa y caminó por la veredita de concreto cepillado que cubría el espacio entre la puerta principal y la verja de tablas blancas a media altura que delimitaba la propiedad. Hacía mucho que sus hijos le reclamaban que construyera un muro para mejor protección, pero Pablo se negaba a ello. Colocó la maleta en el suelo y divisó al otro lado de la calle a Julián, mientras éste jugaba una partida de dominó en una de las mesitas del frente de su local con otros viejos del sector. Aunque no la podía ver, Pablo escuchó el sonido de una televisión que tenían encendida con un Caracas - Magallanes. Julián lo saludó levantando la mano derecha y Pablo le devolvió el saludo con una sonrisa. Miró hacia arriba para contemplar aquel cielo caraqueño totalmente desprovisto de nubes “Que calor está haciendo, ojalá y Rubén llegue rápido”, murmuró mientras se pasaba un pañuelo por la frente para secar el sudor. El sonido de la televisión invisible aumentó mientras un enardecido narrador gritaba ¡Jooooorooooon! a todo pulmón, lo cual alegró a los presentes, todos fanáticos del equipo de la capital. Seguía sudando copiosamente, pero ya su hijo de seguro no tardaría mucho más.

Desde la acera de enfrente, Julián miraba a su amigo con tristeza. No había podido aceptar la muerte Clara, la mujer con la cual había estado por cincuenta años, y con la partida de ella había perdido más que a una esposa. Había perdido la razón. Ahora se la pasaba esperando a un hijo que los iba a llevar a ambos a pasar unas vacaciones con sus nietos en Margarita, donde según Pablo “El sol y el mar le harán bien para su tratamiento”. Julián no podía soportar ver a aquel hombre, su amigo de la infancia y alguien respetado por toda la comunidad, parado allí bajo el sol y sudando en aquel traje oscuro mientras oteaba hacia el este esperando inútilmente que el carro de su hijo menor apareciera en cualquier momento.

Como en todas las ocasiones en las cuales Pablo salía con la maleta, Julián esperaría hasta que en aproximadamente media hora Pablo saliera de su estado de trance ilusorio y lo golpeara la dura realidad, tras lo cual desandaría adolorido y humillado el caminito de concreto hacia la puerta de su casa. Entonces Julián cruzaría el hirviente asfalto con un par de cervezas heladas y se sentaría con su amigo a ver en silencio el final del juego de pelota.

Ojalá y hoy por lo menos ganara el Caracas.

Texto agregado el 01-08-2004, y leído por 142 visitantes. (0 votos)


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