Él que nunca fue un atavío,
ni en la mano, apretado por los dedos,
ni junto a mi,
junto a mi cuerpo, entre la ropa,
solo una pilcha más, casi secreta,
un juguete peligroso,
una prolongación anatómica, bellísima,
una afilada uña,
un adorno que se funde con la piel.
Con él, en la derecha, me arroje al mar frente a Antequera,
al azul nocturno del atlántico.
Ahí precisamente donde terminan las rocas oscuras de la isla.
De a uno (quienes navegábamos y bebíamos, inconcientes) nos fuimos tirando por la borda,
entre gritos
la ecosonda marca ciento setenta y dos metros de profundidad abajo nuestro,
el Black Drop se acuna soberbio, no hay olas que lo agiten,
se descubre la superficie en el repiqueteo de un carnaval de luces
que le brotan a Tenerife
y rebotan en el basalto como balazos,
desde las tripas,
desde los caseríos que se le prenden,
que se le clavan a las rocas como unos bichos blancos,
chupapiedras, que desangran y que se comen el archipiélago.
En el agua,
en el ruido del agua rota por mis brazos,
con un metal inventado para el duelo,
empuñado,
corto el mar desde la superficie hacia lo profundo
y al revés.
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