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Estiro la mano para abrir el cajón. El calor se siente, se respira. Las gotas de transpiración que caen sobre mi frente nunca fueron tan saladas.
Revuelvo todo en la oscuridad. El cajón es un quilombo. Maldigo mi desorden, pero no hay tiempo para lamentos.
Tengo una extraña sensación. Mi mano izquierda se comporta con suavidad y precisión quirúrgica. Siente la humedad, la excitación, el placer.
La derecha, en cambio, en su vertiginoso recorrido no para de pincharse con pins de bandas de rock, de acariciar viejos llaveros de peluche y de hurgar el áspero fondo de madera.
Siento que el éxito del momento depende de la suerte de mi mano exploradora.
La disociación manual es insostenible. El sudor es ahora tan frío como un viento de julio y la excitación se convierte en desazón.
Pienso en la ironía que se plantea: el momento es cada vez más duro, pero yo me estoy “ablandando”. En ese instante mis dedos índice y pulgar rozan un envoltorio metálico; me aferro a él, lo traigo hacia mí, lo llevo a mi boca y lo abro.
El olor a látex invade la habitación, pero para nosotros nunca hubo un aroma tan parecido al placer.
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Texto agregado el 06-07-2012, y leído por 95
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