Gotas de Rocío
Lágrimas frescas
Follaje impregnado
Brote seductor.
Con incertidumbre escucho la pregunta que a mi pequeño intriga: “¿Por qué disfrutas la soledad?
¿Cómo explicarle algo tan íntimo a esta personita, cuya felicidad se centra en la compañía de otros? Simplemente no tengo manera de dilucidar lo que sólo mi esencia percibe, así que le prometo una exhibición de lo que repara, más que satisfactoriamente, cualquier desaguisado que atormente mi devenir diario.
Cuando el amanecer despierte, nos verá vagar en augusto silencio en el bosque de ciruelos silvestres. Mecidos por el suave céfiro, esperan pacientes el vuelo de las golondrinas. Mi piel, húmeda y fría, disfruta de los últimos murmullos nocturnos. Mi pequeño me pregunta por las gotas que brillan en las hojas y han humedecido su ropa. “Son gotas de rocío” le digo mientras aprieto su manita y continuamos por el sendero.
Finalmente, llegamos al estanque donde el silencio sólo es roto por el canto de las ranas. Entre los viejos árboles, se perfila claramente el brillo de las aguas y las suaves ondas provocadas por los cisnes que suavemente se deslizan. Esperan el primer rayo de sol que anuncie su partida y puedo ver reflejado en el rocío que impregna el follaje, el crepúsculo matutino.
Tendidos entre la hierba, paladeo la deliciosa soledad y aspiro el recuerdo de otras auroras. Por un corto período de tiempo, siento que soy la única en ese trocito de paraíso, libre para suspirar y donde el sacrílego jaleo no tiene cabida. Frías y dulces, las últimas gotitas de roció caen. Las siento en mi rostro y veo a mi pequeñito, que con los ojos solemnemente cerrados, también las disfruta.
El canto primigenio del ruiseñor, como himno del bosque anuncia el nuevo día, e instantes después, danzarinas mariposas se posan golosas sobre las brillantes gotas, los juncos verdes se mecen y deshacen de las lágrimas de la alborada. Vislumbro los movimientos elegantes de los cisnes y sé que mi mirada es radiante.
Estamos envueltos en un velo de sosegada felicidad. Flotamos apacibles… inmutables. Nada perturba nuestro pequeño capullo de serenidad que redobla nuestro contento. Sin embargo, los hilos luminosos han reclamado su turno y es tiempo de regresar. Con nuevos bríos, nos encaminamos a casa. Mi pequeño, inusualmente silencioso, aprieta mi mano y su inocente mirada me sonríe satisfecha.
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