¡Booommm!...
La mina antipersonal estalla y siento a mi cuerpo volar por los aires y luego caer, aturdido miro a mi pie derecho, todavía con la bota puesta, rodar por la colina arenosa a unos cinco metros cuesta abajo.
- Esta vez si – pienso.
Espero desvanecerme rápidamente, miro a mis compañeros. Sus caras lo dicen todo. Muy en el fondo están aliviados de que haya sido yo y no ellos los que volaron por los aires. Los conocí hace dos meses cuando finalmente logre el traslado a este batallón antiminas estacionado en las afueras de Kabul.
- Esta vez si - repito nuevamente
Pero no.
Con terror observo que mi pie derecho se mueve y empieza a subir la colina rodando, en cada giro absorbe la sangre derramada en la arena hace solo unos pocos segundos. Empiezo a levantarme del suelo impulsado por una fuerza extraña que me eleva hasta los ocho metros de altura, graciosamente el pie revolotea a mi alrededor buscando a mi pierna, ahora mi cuerpo baja nuevamente. El ruido de explosión escuchado al revés parece aún más siniestro. Ya está, mi pie está nuevamente unido a mi cuerpo, la mina se arma misteriosamente y se esconde bajo la arena, mientras yo, ya incorporado, levanto mi pie retrocediendo del lugar. Las huellas de mis pisadas desaparecen en la arena a medida que retrocedo. La historia se repite nuevamente. Acabo de terminar mi vida numero veintitrés, la numero veinticuatro esta a solo unos minutos de iniciarse.
En mis fantasías de niño siempre soñé con la inmortalidad, esto era compartido con mis amigos de la infancia, personajes como Superman, Gilgamesh, Highlander, todos ellos eran nuestros héroes, algunos no sufrían el dolor o no podían ser heridos, los otros vivan cientos de años, quizás miles viendo envejecer todo y a todos a su alrededor. Quizás el miedo a la muerte nos hacía fantasear de niños con la vida eterna. Lo que nunca imagine es que esta fantasía se hiciera realidad en mí.
El tiempo retrocede velozmente ante mis ojos, no puedo evitarlo, es como una película vista hacia atrás a alta velocidad. La diferencia es que el actor principal soy yo y esta es la vez numero veintitrés que me ocurre.
Absorto e incapaz de cambiar un parpadeo de mi vida pasada, realizo a alta velocidad acciones tales como observar el sol ponerse en el este, acostarme a dormir descansado a la mañana para despertarme cansado por la noche anterior o extraer mágicamente de mi boca comida y dejarla con el tenedor en el plato. Un verbo adecuado sería “desalimentarme”. Otras funciones fisiológicas son aún más desagradables a la vista.
Con el pasar de los minutos la piel se me estira, mi cuerpo se rejuvenece mientras las hojas del calendario saltan de la cesta de papeles y se pegan apilandose nuevamente en el almanaque.
Todo a mí alrededor sigue el mismo rito, los autos circulan marcha atrás, las flores se achican y comprimen volviéndose semillas que luego desaparecen mágicamente en las ramas en primavera. Los muertos se levantan de las tumbas y los niños desaparecen en el interior de un vientre que rápidamente los va absorbiendo hasta que dejan de existir.
El mundo literalmente gira al revés, el tiempo retrocede, todo retorna hacia sus inicios. Desconozco si este particular show del destino esta hecho solo para mi admiración, pero con cada muerte me pasa lo mismo. En realidad el problema es que no puedo morir y esta es mi maldición.
Tenía doce años cuando vi morir a mi abuelo. Estaban todos atareados y nadie percibió mi presencia en un rincón de la habitación. Mi abuelo gemía y se ahogaba mientras todos los presentes trataban de ayudarlo. Una última expiración, un ligero temblor en la pierna, los ojos y la boca abiertos y mi abuelo ya estaba muerto. Muerto. Muerto.
El espanto de lo irreversible me produjo nauseas. No se podía arreglar, no se podía curar, muerto. Nunca mas vivo, nunca mas hablando conmigo, nunca mas sosteniéndome la mano, muerto, para siempre muerto.
Yo, también muerto pero de susto, corrí a mi habitación y escondido bajo la cama rogué, recé e imploré a Dios que alejara la muerte de mi.
Aparentemente debo haber sido muy persuasivo en esa oportunidad, ya que el retroceso de mis vidas siempre vuelve a ese día, a esa hora y en esa misma habitación.
Mi vida numero uno fue normal e intrascendente, como la vida de muchos mortales. Crecí, estudié, me casé, tuve hijos, trabaje y a los sesenta años morí de un infarto. Bueno en realidad no morí, en medio del dolor todo se detuvo unos instantes, y mi vida empezó a retroceder. Espantado observé por primera vez este fenómeno del rejuvenecimiento. El cerebro captaba todo pero ninguna manifestación física violaba esta nueva ley de revivir exactamente la vida marcha atrás. Rehice todos mis pasos, mis hijos uno a uno, volvieron a ser jóvenes, adolescentes, niños, bebés y luego desaparecieron, mis padres volvieron de la muerte, para luego recibirme en su casa, mi mujer dejo de estar a mi lado, y finalmente volví a mis doce años y a mi habitación debajo de la cama, justo después de rogar por una vida sin muerte. Recién entonces el reloj dejó de marchar en sentido antihorario, se detuvo sin ninguna ceremonia, comenzó a marchar normalmente hacia delante y fui libre otra vez para iniciar todo de vuelta.
Al empezar mi vida numero dos ya estaba mentalmente desquiciado.
Tímidamente intenté hablarlo con mis padres y amigos pero solo obtuve ceños fruncidos o conmiseración.
- Ahhh la imaginación de los niños – decía mi abuela.
Resignado empecé mi segunda vida. Grandes cambios, otros estudios, si bien busqué y me casé con la misma mujer a la que amaba profundamente, curiosamente tuve otros niños en otra casa en otra ciudad, fue otra vida.
No iba a morir de vuelta de un infarto, me cuidé en las comidas, y logré superar los sesenta y tres años solo para asistir a la muerte de mi mujer.
Viudo y desconsolado con la sensación de fracaso por una vida sin sentido, pensé por primera vez en el suicidio. La oportunidad de ponerla en práctica nunca llegó. Un accidente de transito me quito la vida, o mejor dicho me mandó nuevamente al pasado.
Al iniciar mi tercera vida, la muerte ya no me asustaba.
En mis vidas posteriores ya no busqué más ni a mi esposa ni tener una familia. En cambio probé todo lo opuesto.
Fumando sin cesar logré un enfisema de pulmón a los cincuenta y ocho que me tuvo con tubos de oxigeno por otros tres años hasta expirar, solo para volver de vuelta.
Vida cuatro, cinco, seis…doce. Coma alcohólico, sobredosis, suicidios de todo tipo… la muerte ya era una necesidad que nunca llegaba.
Vida trece catorce quince…dieciocho. Alpinista, corredor de autos, deportes extremos varios…. Muertes por accidentes que solo me devolvían nuevamente al comienzo.
Mis vidas eran un estúpido yo-yo que llegaban al final solo para volver al inicio.
Todas eran vidas sin sentido, la muerte nunca culminaba y sin muerte la vida no tiene sentido. La vida necesita un final para tener razón de ser.
Fue entonces que traté de darle sentido a mi vida, muriendo por alguna causa noble.
Vida diecinueve, veinte, veintiuno, veintidós, veintitrés… buzo táctico de rescate, bombero voluntario, policía, socorrista de alta montaña, soldado especializado en desarmado de minas.
Salve cientos de vidas, pero tampoco fue suficiente. Como un alumno que reprueba el examen, era milagrosamente enviado nuevamente a repetir la vida. No encontraba la forma de morir de una maldita buena vez.
Cada vez que reiniciaba una nueva vida, cortaba más rápidamente los lazos afectivos con todos mis seres queridos, abandonaba rápidamente a mi familia paterna, me alejaba de mi ciudad buscando otros horizontes, viviendo como ermitaño en soledad.
El mundo sigue igual en cada vida, aunque observo algunos cambios menores. Las crisis económicas, las guerras o los desastres naturales y las catástrofes se producen irreversiblemente en fecha. En cambio, en mi entorno cercano, con cada nueva vida cambian los sucesos, los accidentes, los destinos de gente que conocí en vidas pasadas. Indudablemente el destino no esta escrito. Soy libre de modificar mi vida y responsable hasta cierto punto de las vidas de los que circunstancialmente me rodean.
Los años de mi vida veinticuatro pasan lentamente, por las noches tengo pesadillas en las que sueño volviendo mi día atrás. Me asusta mas volver otra vez sobre mis pasos que al enigma de la muerte y lo que pueda haber después. Tengo una idea, he buscado sentido a mi vida, quizás haya que encontrarle sentido a mi muerte.
Corría el año 1965 en Ciudad del Cabo, en el hospital Groote Schuur de la misma ciudad un medico es abordado por un joven de unos veinticuatro años. La historia no registra la conversación que tuvieron, solo que, dos semanas después se realizaba exitosamente el primer transplante de corazón de la historia de la humanidad, lamentablemente este hecho nunca fue documentado.
El donante había entrado con un coma irreversible, producto de un accidente en la demolición del distrito seis, ordenada por el gobierno del Apartheid esa misma mañana. El joven se había resistido a la orden de desalojo, curiosamente los desalojados eran negros y este joven era blanco.
Una extraña coraza había preservado su tórax cuando fue sepultado por los escombros de la demolición ordenada por las fuerzas policiales. Su último deseo estaba escrito en una carta protegida bajo la armadura. Los socorristas lo llevaron al hospital.
La oportunidad era única. Un joven de color aquejado de una insuficiencia coronaria esperaba internado un milagro.
El Doctor Christian Barnard y unos quince médicos realizaron el transplante. El joven donante murió en paz. El muchacho de color, recibió un nuevo corazón aún palpitando. Pero todo esto lamentablemente nunca quedó registrado, unas horas después de finalizar la operación el joven negro sintió que su nuevo corazón fallaba y de pronto, todo comenzó a volver atrás. En los registros de la historia, este primer transplante en realidad nunca ocurrió. En cambio un alma logró la libertad de la muerte proporcionando vida a otro ser, y un corazón inmortal anda latiendo por allí todavía, en algún lugar.
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