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[C:502010]


LA ROSA DE LOS VIENTOS.


Eran las seis de la tarde, las trampas para coyote estaban armadas en los gallineros de la casa grande, estaban puestas las trancas en los corrales para que las vacas no se pasaran al huerto, las coquenas y los gansos en un corral propio dentro del mismo gallinero, todo en el más apacible orden para esperar la noche. Un fresco aire corría del poniente justo antes que el sol se ocultara por donde Francisco, de niño, creía se sumergía en el mar. Aún en la más crítica manifestación de la hecatombe del tiempo en el pueblo era popular la creencia que el sol era una piedra al rojo vivo, que formaba al hundirse en el agua salada del mar un enorme chorro de vapor que algunos se figuraban, aunque nunca la habían visto, como una rudimentaria fábrica de nubes; a Francisco, sin embargo, le parecía graciosa la ignorancia de los que nunca terminarían por entender que el vapor es sólo aire con color, por que las nubes eran, siempre lo habían sido y siempre serían, del más blanco y puro algodón. Las cercas de lata, adquirían un color gris con el advenimiento de la penumbra, y oscurecían las calles con la irracional percepción de encierro que les daba la contraposición de los predios, que permitían sólo callejones largos y angostos en dirección al río; a la distancia, parecían dividir como las líneas delgadas en la cartera de los huevos, los blanquizcos y ovalados techos del horno para el pan que todas las casas tenían y que por esos tiempos pocas usaban; de esos enormes y fríos huevos de fantasía se veía salir la docena de pequeños huevos que eran servidos en el desayuno y que Francisco nunca puso en duda fuesen incubadoras de las claras pegajosas y amarillas yemas con que embarraba el pan, por que en esos tiempos era tan inocente y nadie en la casa se molestaba en explicar cosas de adultos a un mocoso de seis años. En aquella oscuridad prestada, nunca dejaba de echar un ojo en cada punto de su diminuta apertura laminada, a aquella, postulada por él, como la máquina de hacer todo; temía que por error un día, de pronto, tomara vida propia y sin que el sol hubiere regresado al oriente donde se volvía a encender, se precipitara incubando infinidad de cosas temerosas, como lo hizo un día con la luz de alumbrar, por que en aquella ocasión, en su interior crecieron pollos que no pudieron romper el cascaron y el incandescente reflejo de sus pelos amarillos resplandecía reverberante en la oscuridad de la cocina cuando Celia los colgó del techo. Siempre fue temeroso del montículo encalado, que en su imaginación amenazaba con crecer más allá de lo cultivado, y al que la abuela sin sentirse precisamente excitada, se refería pasmadamente comparándolo con lo impredecible de una mujer aventurera. Con saltones ojos le escuchaba murmurar -esta imitación de kiosko es caprichoso como una divina merced, una vez el pan duro, otras blando- hablaba como lo hacía con la mulas del arado cuando se metían al patio a lamer las tinajas del agua, con una autoridad que sabía no entendían, consiente de la inutilidad de sus palabras, lo inevitable o ignorado; de modo que al escucharla Francisco, corroboraba la temeridad de aquel peligroso aparato de invención; en una ocasión cuando Adelicia, con una voz solemne como de rezo, o una expresión extendida del sermón del Domingo, leía para él un capitulo de la Biblia, la escuchó refunfuñar incrédula -¡que cosa llovida del cielo!, eso es pura mentira, las cosas de comer no llueven del cielo sino del horno-. Aquel espectáculo de circunferencias parduscas sólo visible desde el cielo era el primero en atestiguar cómo la luz del sol se iba replegando cansinamente como una sábana que se deslizaba sobre la cima de sus cúpulas, de cómo el blanco reflejo se tornaba áureo y luego lánguido como una flama que disminuía agotada. Así era el atardecer de aquel pueblo cuando lo había abandonado la prosperidad de otros tiempos, el ir y venir reposaba por fin sobre los encerraderos de las aves cuando la claridad desaparecía del techo y la copa de los árboles; la quietud se integraba a todas las cosas como lo hacía la oscuridad sobre ellas: como untada con la mano. Así era el atardecer de aquella casa restablecida hacía poco tiempo por la última mujer de la familia, Marta Olivia Batista la hija menor del primogénito que no llevaba el apellido de su estirpe por una equivocación en el registro; sin embargo, el carácter heredado en la sangre le escurría por el cuerpo en los gestos; en el ademán de basta a tanta desidia; en su agachar la cabeza cuando empezó a criar pollos para que sirvieran de algo los gallineros que ocupaban tanto espacio; en la renovación del huerto que abandonado en ramas secas, retoñaba con la flor de su mano fértil al regarlos; cuando tomó medidas contra la arbitrariedad que se propalaba en derredor como niebla; así encontró todo, descuidado y sucio, una alfombra de hojas secas en los techos, ratas del tamaño de un gato que anidaban en los sacos del granero; en su decisión férrea de disputarle esa casa de enfermos al artificio, al tiempo y la negligencia que todo lo habían torcido; en su búsqueda de las vacas al garete por los huertos vecinos, que de cuando en cuando venían a oler los bebederos secos, por la fuerza de la costumbre, dejándose alcanzar por becerros orejanos cuando tenían la edad de la herradura, les daba sal en la mano para engrirlos de nuevo a la casa, al corral sin puertas, por que para eso estaba allí, para poner su puño de tierra en cada cuenca y encontrar a esa familia perdida en la locura por sabe que hechizo de curanderos, -haaa si viviera Celia- le decían la vecinas al contarle la tropelías y la vergüenza en que traían enredada a la familia, el apellido – y hasta usted doña Marta-, -haaa si viviera Celia- decía ella misma cuando entraban a la casa gritando improperios contra la viejas chismosas y sus madres muertas, que las parieron sin el más mínimo respeto por la paz ajena – no crea nada mija-. Así encontró todo, un tío que babeaba en las esquinas creyendo ser Rey, un primo maniático que se creía perseguido, una casa en ruinas saqueada por los tenderos que entraban a cobrarse las cuentas del mercado con las vajillas de plata, con tres guajolotes por tres pesos cuando valían al menos diez, una manada de vacas diezmada por lo dueños de otros tantos corrales que arreaban los críos, por que sus vacas parían de a dos, y que en el desahogo de su conciencia gritaban enfurecidos – que de vacas sin dueño que se acercan a berrear por críos que no son suyos, que descuido- en medio de aquel desconcierto ella se mostraba alegre había tanto que hacer que no tenía tiempo para conversaciones innecesarias, por que no estaba allí para quejarse, sólo para agradecer aquella herencia tan basta de singular. Cuando los gallineros estuvieron en orden, la vacas recuperadas en los potreros y los árboles creciendo, ordenó limpiar las cisternas, reempacó los sacos de trigo, restauró los palomares y volvió a podar el algodón de la hamaca, impartió órdenes de que todos comen en la casa, a la misma hora, comida de gente. Por un momento volvió a parecerse a la casa grande de los tiempos de Celia, cuando correteaba por los pasillos con un carro de madera atado a la cintura y a la época cuando vivía ahí el glotón de Francisco, crédulo, simplón, descarado que se presentaba a su vista llamándola hojuela traviesa, aquel loco que la agobiaba con cosquillas inocentes y rechinidos de dientes, cuya sensación le producía como las cosquillas una mueca de aprobación y desespero; la casa de cuando vivía el furtivo comelón que cautivaba su atención con una andana de argucias sutiles, de bromas blancas sobre la maldad de las mujeres, -sobre todo las más inocentes-, decía a carcajadas, que nunca volvió a conocer de otro hombre; la casa de aquel grotesco padrino inestable y tambaleante que la cargaba en brazos mientras metía los dedos en la lechada, que no escatimaba gruñidos de animales para hacerla sonreír, y que fue su guía en el ventoso terreno de la efusividad, aquella efusividad que tomó realmente en serio y que le maduró el carácter; se volvió a parecer a la casa de sus años venturosos cuando usaba redecillas en el cabello y adquirió la mala costumbre de machacar incansablemente la historia de sus recuerdos en esa casa, a veces como un desahogo balsámico y otras tantas como un verdadero cuento de camino, oscuro como agua encharcada, de tanto contarse; que le apretaba el tendón de la corva y la ponía de cabeza para verle la expresión como de becerra asustada decía; aquel tímido diligente que nada lograba endurecerle el corazón; volvió a parecerse a la casa por la que tantas veces expresó su gratitud a Dios, su lugar predilecto y encantado, donde Francisco decía lo que no pensaba, mientras avivaba la llama del carbón, y ella lo escuchaba hasta el final para comprobar que nunca hablaba de problemas del corazón y sin embargo, movía su cielo y su tierra como la epístola de los Hebreos en sus tardes de catecismo, y todo para encenderle los pelos por puro gusto a los puritanos que todo lo hacían por remordimiento. La casa de aquel borracho feliz que tomaba por la fuerza la costumbre de mantenerse a distancia de la gente demasiado ceremoniosa; por eso no creyó nada cuando le dieron la noticia de su postración por una mujer que aunque era nativa del pueblo ella no conocía, ¿cómo Francisco? enredado con una mujer sin gracia que se casó con uno menos hombre que él, nada creyó de tantas cosas terribles que pasaron en tan poco tiempo y en un solo lugar; sólo hasta el irrecuperable día que tomó posesión del sitio del que los recuerdos de su infancia iban tomados de la mano, y ya no era aquel Santiago del ir y venir de forasteros, con sus casas de madera, con sus calles rectas parecido a un oeste no tan lejano que estaba oliendo a estiércol y barbacoa, ya no era aquel genuino y humanitario barrial de bullicio, tumulto y vocerío donde las cosas se pedían a gritos; donde la palabra valía más que la firma y donde la Ley del honor bastaba para vivir. Ese lugar donde había demasiada vida para ser un almacén de pan, y donde alguna vez, mientras jugaba una partida de pocker Don Pedro Soriano Altembique había reparado un reloj en cinco minutos para estar en buenas relaciones con el tiempo y la estación, sin descuidar a la suerte, (se había mudado a otro sitio). Después de poner la cosas en su sitio y de haber repasado un plan para recopilar fondos de emergencia, sembró una bugambilia en la sombra del algodón para que trepara por la cerca del fondo, en aquel ámbito de tierra predispuesta a las Flores derramó hojas podridas para enriquecer la tierra de los tallos, aunque nunca volvió a parecerse al jardín que en una primavera lejana se había visto iluminada por cientos de caléndulas amarillas, lo sentía como el único sitio ideal para sembrar plantas de ornamento por que así había sido siempre, en ese lugar se sentaba Francisco demorándose un poco antes de su visita a Claudia, de ahí cortó el ramo espléndido con que cubrió la cama y el cuerpo de Celia el día que murió, ahí fue donde tardíamente le reveló el secreto de las jaulas a Alfonso Sicairos, y fue en ese mismo lugar donde cortó las hortensias que llevó a la boca de agua para conjurar las pesadillas del toro según consejo del Raramur; Después de volver con sus responsabilidades morales y religiosas intactas, y después de haber considerado sus mejores votos, imaginaba la casa donde había aprendido aquellas cosas de mujer, plagada otra vez de abejas y de olores. Contrató como aprendiz a un adolescente de pantalones bombachos, que había descubierto agarrándose a puñetazos en la calle, se llamaba Enrique y era huérfano, tenía unas orejas grandes y redondas como jaladas al frente, que las hacía parecer enormes, unas cejas tan pobladas que figuraban una sola línea de vellos, recta y no arqueada, sólo un poco más delgada sobre la raíz de la nariz, aunque sólo en el mundo, tenía lo justo para vivir y se empleaba por gratificaciones, de amoldador de zapatos para estrenar, camorrista, herrero, reparador de averías comunes, derribador de novillos, y en los oficios más descabellados y de una sola vez, que iba nombrando a su antojo. Carecía de los más elementales principios familiares pero era notable su buena entraña, de modo que no aceptó el empleo por necesidad, si no por la misma caridad por la que ella lo había llamado: la había visto un par de veces conversando con los que habían saqueado la casa, comprometiéndose a pagar excesivas deudas que nadie en la familia había contraído, haciendo con ella un negoció más redituable que entrar a la casa a tomar los animales como propios, en un principio no se atrevió a desengañarla ni abogar por ella, por que su mezquindad de huérfano no le permitía impacientarse con las injusticias, pero cuando ella lo reprendió por la pelea y disuadió a los amigos de su oponente que amenazaban con propinarle una golpiza, -algo que a él no le intimidaba-, pensó en corresponder el gesto; aún cuando su condición de parlanchín chocaba con la inmutable condición de discreción de Marta Olivia, y no lograba controlar su fascinación por los pleitos de la calle, compensaba sus limitaciones al relacionarse con la gente mayor con una malicia y un excepcional sentido común, aprendido en las calles donde la gente espera utilizar a los desamparados de la manera mas ventajosa; al principio era el quien mantenía a raya los desordenes cotidianos del potrero y la huerta, mientras ella se ocupada de negocios de hombres escamoteando los cortejos y piropos que siempre traía como pegados a los dientes el regulador de precios en el mercado. Revisaba frustrada la lista de controles, y hacía acusaciones fundadas sobre la preferencia ventajosa que se daba a los productos de los amigos del regulador, por que los primeros en la lista se vendían a buen precio mientras los últimos se abarataban por la saturación en la oferta, primero se conformaba con decirle, guardando su compostura acostumbrada -esto es trampa- pero luego al darse cuenta que mientras sus granos se abarataran al ponerse en la lista en último lugar como si fueren de mala calidad, sería imposible depurar por completo los cobros mensuales de la Hipoteca, alterada lo acusó –es usted un farsante- luego cuando alguien le dijo que recibía sobornos para dar preferencia a quienes no eran sus amigos, lo amenazó con acudir a las autoridades municipales a presentar una queja; con la mano apoyada en la frente, buscándola de reojo, como burlándose de su repentina rebeldía, le contestó –todos en esta pueblo conocen la condición de un cambio beneficioso, hasta las autoridades municipales- -y lo dice usted con tal descaro- le gritó fuera de si, entonces, con un cambio de actitud y el rostro camaleónico propio de los viejos en el negocio, le dijo que aquella oficina era un lugar de inspección y un sistema de equilibrio y que no era el quien determinaba la calidad de los productos si no los inspectores, y que le permitía sus exabruptos por su condición de dama, y que no tenía si no acudir al departamento municipal con un reporte escrito para que no le permitieran la venta de los granos apolillados, oscuros de viejos, para que tuviera que vender sus productos a los predicadores ambulantes y entalingar su reserva en el almacén y mandarla para comida de puercos; entonces, entendió que tenía dos opciones, pasarse al otro bando o continuar con sus reclamos tan inútiles como echar agua en el mar. Con voz sosegada y con un estilo familiar volvió al día siguiente, hemos llegado a un entendimiento mutuo, le dijo, invadida por un sentimiento muy extraño, aceptaré ese lugar en la lista por que la Hipoteca no puede quedar sin pago, pero le advierto una cosa cuando se trata de asuntos de dinero usted no me puede tratar como beneficencia, si continua con sus burlas cínicas mientras se habla de negocios de los que depende el sustento de una familia, no dudaré en formular una demanda. Así le cayó de golpe la realidad de la vida como una fría manga de aire en descampado, así conoció el inmoral trato y la rapiña de la burocracia que promueve el desorden y la corrupción antes que mantener un verdadero control sanitario, de calidad o de sana competencia; pero, no era de la personas que tiemblan de miedo con el primer adversario, lo tomaba como un síntoma de ajuste, sabía que tarde o temprano cosecharía laureles, incluso, creía que siendo prudente tomaría vuelo bajos las alas de aquel bufón, y que aquel obstinado que no controlaba sus excesos lamería como los becerros sal de su mano, al fin contribuiría voluntariamente a sus planes.


Marta Olivia parecía estar en todas partes de la casa, en el calor del mediodía el trajinar de las cosas que nunca terminaban por encontrar su lugar; aquí y allá, brisas encontradas de jazmines y flores silvestres, leche agria y cueros curtidos; aquí y allá el sonar del caldero en la cocina y los moldes del queso, de modo que la casa no sólo se inundó de abejas y olores, se vio saturada de los ruidos más extraños, de huesos de cadera, de un rechinar de dientes; aquí y allá, el delicioso tono de los granos de trigo vertidos sobre los recipientes de hierro, la rota música del agua derramando los aljibes, la tabla de partir, y el sonar de las puertas al cerrarse tras su paso y tras el viento, y en medio de ese torbellino de olores y sonidos un alma apasionada que trataba de darle vida a recuerdos de otros tiempos; y cuando no había ya nada que ordenar se demoraba dando filo a los cuchillos, hasta gastarles la hoja y dejarlos como a la madera que se le ha sacado un tajo, la clase de cosas que hace uno cuando no anda bien del corazón decía Celia, cuando Francisco con esa misma obstinación abigarraba las tarimas con cargas de leña. Sobre el tejado era posible apreciar una especie de embrión de humo, que emergía del fogón de la hornilla que siempre permanecía encendida, que avalaba con elocuencia un hogar con alma, Marta Olivia se cuestionaba como Celia era capaz de compensar el agua evaporada de la tetera de barro que hervía permanentemente sobre el comal, el truco era fácil, las vajillas de barro elaboradas a medida tenían una especie de medio nudo al lado contrario de la asidera que indicaba una capa más gruesa de barro que moderaba la exposición al calor del agua para café, de modo que permanecía a un punto de hervir sin llegar a evaporarse, alejarla del calor no producía el mismo efecto y ese era el punto bajo el tapete; los rudimentos de la ciencia del hogar decente, pensó, como decía su Tío Abuelo, cuando casualmente dio con el enigma. Se las arreglaba duramente para lindar con lo que recordaba era la casa y sus múltiples obligaciones, lo severo de la cortesía que se exigía para los forasteros, sobre todo aquellos de tierra del norte, la tradición la introdujo Celia, decía que los del norte eran unos caballeros, gente civilizada, la misma rotativa ilusión de lo perdido que asedia los espíritus nostálgicos de las mujeres.

Texto agregado el 02-07-2012, y leído por 133 visitantes. (0 votos)


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