Miguel era un ser de bajo perfil. En su círculo social no era muy notorio, a pesar de ser un hombre relativamente culto. Miguel tenía tanto miedo a ser despreciado y rechazado por la gente de su entorno que prefería encerrarse en su casa y fingir que nada, ni nadie le importaba.
Sin embargo, y tal vez por esa curiosidad natural que despierta en los demás, seres reservados como Miguel, Rosario, una de sus vecinas de la aldea, le brindó amistad sincera. Él la aceptó de buen grado. Rosario, siempre, honró la amistad de ambos, pero lo que Rosario no sabía era que Miguel pasaba la mayor parte de su vida fisgoneando, disimuladamente, lo que hacían los habitantes de su aldea.
Sin que la gente lo percibiera, Miguel miraba por las ventanas abiertas de las casas de su entorno, oía -a escondidas- lo que se comentaba en cada hogar. Así, Miguel se fue enterando de la vida privada de la gente que habitaba su aldea, pero como no podía oír completas las historias contadas en cada casa que fisgoneaba, comenzó a elucubrar y a llenar los espacios que quedaban en blanco, en su corazón, con conclusiones que derivaban de su mente que ya, entonces, comenzaba a sentirse febril. Su obsesión por enterarse de todo cuanto acontecía a su alrededor fue incrementándose, sin que él tuviera consciencia de su conducta y sin darse cuenta del daño que se hacía y que podía hacer a los demás.
Un día, tres brujas vecinas que vivían en la aldea de Miguel notaron la conducta extraña de este hombre y aprovechándose de su inseguridad y de sus ansias por hurgar en la vida ajena, entablaron amistad con él. Como prueba de su “profundo respeto” hacía él, una de ellas le entregó la llave de su casa, ya que en el balcón de ésta había unos potentes binoculares, desde donde Miguel podía curiosear – a su antojo- en la vida de sus vecinos de la aldea.
Miguel, quien nunca había sido tomado en cuenta por casi nadie, se sintió tan halagado y tan feliz por el “gesto de confianza” de la bruja que fue cayendo - poco a poco - en las redes de las tres brujas malvadas. Dejó de pensar y actuar por sí mismo y el pobre hombre fue perdiendo hasta su libre albedrío. Dejó, inclusive, de fisgonear en las casas aladeñas, como era su costumbre, y comenzó a nutrirse del veneno proporcionado día a día, por la verborrea pletórica de hiel de sus tres brujas amigas, sobre todo, de la bruja que le dio la llave de su casa.
Las tres brujas hacían lo que querían con el pobre Miguel y, muy pronto, notaron que él tenía cierta admiración por Rosario. Arrastradas por sus celos y su envidia, y dando cumplimiento a la misión para la cual fueron creadas, tejieron historias escalofriantes en contra de Rosario; historias que eran contadas a Miguel. Éste, débil como era, empezó a sentir que su corazón se corroía, y olvidándose de todas las muestras de sincera amistad y de confianza ofrecidas por Rosario y de todo el respeto que ella siempre le mostró, creyó todo lo que inventaron las brujas malvadas.
Miguel se enfrentó a Rosario, la insultó, trató de humillarla, sin lógralo; y por más que Rosario lo quería hacer razonar, no lo consiguió. Era tanto el veneno que las brujas sembraron en el corazón de Miguel que éste, irrespetando el principio sagrado de amistad entre ambos, llegó a vociferar a los cuatro vientos, eventos que, como anécdotas privadas de su vida, le había contado Rosario.
Hoy día, cuando los vecinos pasan frente a la casa de Miguel, sólo ven el humo que brota de las cuatro pipas que fuman Miguel y las tres brujas malvadas. Del humo que sale de la pipa de Miguel, se dibujan frases que como bilis tratan de herir a Rosario. Del humo expelido por las tres brujas malvadas, se tejen risas que se burlan de la ingenuidad y de la debilidad del pobre Miguel.
Rosario, por su parte, sigue confiando y amando a la gente. Sólo que desde que pasó lo que aconteció con Miguel, le hace más caso a las advertencias de su Hada Madrina.
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