Que maravilloso es pensar por primera vez en un espejo retrovisor… como espectador por supuesto, mientras el otro conduce; darse cuenta de que existe, mirar alrededor y preguntar al desconocido más cercano si también él lo ha visto, pero verlo realmente, no mirar y decir “es un retrovisor”, porque vamos que ya lo sé, tú lo sabes, él lo sabe, todos lo saben.
Está ahí redondito (¿todos lo son?) como una ventana a un mundo paralelo indescriptible. Es como verse en un espejo y pensar que ese otro mundo es posible, que por el lapso del viaje y la tarifa (ya tan poco comedida) podemos ser Alicia cruzando el espejo, pero sin riesgos, sin desaparecer de este lado tan calientico. Omniscientes por un momento, tan corto por cierto, en el que oler, ver, tocar la silla en la que estás y el aire que entra por tu ventana no interfiere con la realidad de fuera que vives también, porque entra por tus ojos avanzando en dirección contraria.
Ver las imágenes que desaparecen del retrovisor y entran a la realidad, sin decidirte aún si creerle a los ojos o al retrovisor que todo lo hace al revés. Porque es divertido imaginarse el mundo al revés, o preguntarse de donde salió la palabra bacinilla, y quien decidió al fin y al cabo que una casa es una casa y que las cosas que sobresalen de mi rostro (que bien podrían llamarse bacinillas si bacinilla no fuera ya lo que es) se llaman ojos.
Y pensar quien es el idiota aquí, si yo o el desconocido que se niega a ver realmente al retrovisor, sí señor, usted señor, sí, es con usted, dígame entonces como no vender la realidad por un poquito de magia.
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