La joven madre cargó al niño y salió de la casa con el alma en un hilo. Las dos abuelas se quedaron arrodilladas encomendándose a todos los santos. La casa del socorro, a dos horas en vehículo por el camino rural era su única esperanza.
En lo que se le hizo una eternidad, recorrió el polvoriento sendero hasta llegar a la parada del autobús. Los minutos comenzaron a escurrirse persistentes, como la hemorragia nasal de su hijo.
El autobús del mediodía debió de pasar cuando el primer hilillo brotó de la nariz del niño y las abuelas, en su desesperación, comenzaron a saltar por toda la casa, como si caminaran descalzas sobre brasas al rojo vivo.
De tanto en tanto, cada vez con más frecuencia, la joven madre se asomaba desde el refugio de la parada, para divisar el autobús. El horizonte estaba inmóvil, como si la hora de siestas se hubiese eternizado.
Mientras taponaba las fosas nasales del niño, repasaba mentalmente las posibilidades de llegar a tiempo. Un silencioso Ford 57 pasó en dirección opuesta, pero sus cinco sentidos estaban en el niño. El sexto también. Escudriñó por enésima vez la punta del camino. El asfalto sólo devolvía cientos de espejismos con hirvientes aguas en continua evaporación. Alternadamente, el niño tragaba bocanadas de aire y algo tibio que le sabía a sal al fondo del paladar.
–¡Sin tocarse! –le advirtió, retirando la pequeña mano que instintivamente buscaba despejar aquello que obturaba su respiración.
Para infundirse coraje, tarareaba suavemente una antigua canción de cuna. El niño comenzó a parpadear a cámara lenta. Algo le daba mayor aplomo a sus extremidades. Un pesado agotamiento comenzó a instalarse.
Una puntada directa al centro del pecho la silenció.
–¡Mamá no quiere que el niño se duerma! – dijo, compungida.
La pañoleta que cubría al niño fue perdiendo su inmaculada blancura. El flujo se tornó incontrolable. Un desbordante río turbulento, en busca de un mar inalcanzable. La joven madre se recriminaba por vivir en un lugar tan apartado, por no haber precavido que un inocente martillo de chipote podía ser la causa de tamaña desgracia.
–Mamá no quiere que el niño se duerma –repetía, una y otra vez, luchando contra el incontenible sopor de su hijo.
Otra sería la suerte, si tan sólo hubiera comprado la pelota. El niño había elegido el chipote porque la pelota no chillaba.
El graznido de una bandada de loros la hizo volver de su divagación. Enfocó su mirada en el camino. El destello de un diminuto punto de fuga cortó los espejismos de aguas hirvientes y se fue haciendo tan grande como su desesperación.
Las puertas del autobús se abrieron. El conductor se paralizó por unos segundos. Había que actuar con urgencia. Aferró el volante con ambas manos, al tiempo que preguntaba, con un timbre de voz inusualmente alto:
–¿Alguien se opone a desviarnos directo a la casa del socorro?
No esperó por la respuesta, porque desde antes de la pregunta ya estaba acelerando a fondo.
El hombre del primer asiento saltó automáticamente para ceder su puesto a la joven madre con el niño. La aguja del velocímetro describió un semicírculo hasta quedar tiritando en noventa. En el último asiento, una mujer señalaba la emergencia, sacando un flameante paño blanco por la ventanilla. La señora gorda del tercer asiento se mudó para apoyar con toda su corporalidad a la inconsolable madre. La incesante hemorragia narcotizó a todos los pasajeros. El niño, con la respiración entrecortada, miraba a su madre esbozando una tenue sonrisa. Su brazo derecho se fue desplazando lentamente a una posición imposible. Abruptamente, la hemorragia dejó de fluir. Algo, muy adentro, dejó de bombearla. En el último asiento unas temblorosas manos se posaron, estupefactas, sobre la boca de su dueña. El paño al viento se alejó flotando a su propia suerte. Por el espejo retrovisor, el conductor, como en una película de cine mudo, cuadro por cuadro, mira perplejo cómo la madre se va enrollando alrededor del niño, mientras dulcemente le susurra al oído «Mamá no quiere que el niño se duerma, mamá no quiere que el niño se duerma». |