Platicábamos, sin llegar al cansancio. Si no aparecías, me preguntaba
-¿Le habrá pasado algo?
Nos conocimos a fondo.
Un día me invitaste a tu casa. Después del viaje, me instalé en tu hogar, al lado de la familia. Nos hicimos reales, caminamos por las calles, fuimos a reuniones sociales. Por las noches, alargábamos el tiempo. En las mañanas, cuando ellos dormían, hacíamos el desayuno, como dos conocidos de hace años. Tú, en pijama; yo, en camiseta. Una noche, nos acostamos y la vida nos hizo vivir lo que nunca sucedió en los sueños.
Regresé, y meses después llegaste tú. Dejé todo por estar a tu lado. Entre paisajes, nos unimos; y sobre la arena, el mar y la sábana dejamos de ser dos. Hoy, no estás y evitas comentar lo que mi boca hizo. Yo callo, comprendo que nada bien nos hace seguir montados en un viento que no existe, sin embargo, el recuerdo se vuelve faro y me ilumina.
Estoy dispuesto a no verter una palabra que nos relacione como una persona, pero una parte de mí quedará en el sótano cuando en la próxima cita, al transitar por la plaza central, responda a tu sonrisa como un jugador de poker que nunca enseña su juego.
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