Estaba a una distancia tan corta de ella que casi creía poder tener la opción de besarla de nuevo y entrelazar nuestras manos. En mi cuaderno dibujaba corazones y esperanzas rotas de un amor incoloro, del que yo sabía que jamás volvería a sentir nada parecido.

A tres pupitres de distancia ella paseaba su contorneado cuerpo por la tarima, intentando evadir cualquier encuentro visual conmigo y haciendo de mi amargura un puñal en mi corazón.

Allí estábamos, como dos desconocidos que no saben nada el uno del otro, pero deseando que la habitación quedase vacía para nosotros dos solos. Deseando darnos esa oportunidad de mantener una mirada que nos quitase el vacío de nuestros corazones mientras nuestros labios se juntasen por última vez.

Entre lapices y hojas de papel nuestro amor crecía en secreto, y también mi desesperación por saber que nunca volvería a poseerla, nunca volvería a oler el perfume de su cuello. No volvería a sentir la unión de nuestros cuerpos ni el tacto de sus dedos en mi espalda. Recordé los buenos momentos junto a ella y decidí archivarlos en el apartado amoroso de mi mente, porque me di cuenta de que tenía razón: Era mi profesora, mi amor imposible.