La camioneta Lada era cuatro por cuatro. Pertenecía al arquitecto que venía a medir, auscultar, las dimensiones de las instalaciones a refaccionar.
Era una vieja farmacia de barrio, de un pueblo destinado al olvido, aunque por estos tiempos ya está por venir el progreso, y las consabidas mejoras, como las cloacas, y el agua corriente. Todo esto en desmedro de las callecitas arboladas, con autos que pasan despacio, debido a las irregularidades del terreno. Ahora las calles son pavimentadas, y los autos pasan velozmente, mientras los vecinos espían por las mirillas de sus casas, azorados por los extraños que han invadido el pueblo, otrora tan tranquilo y pacífico.
Hablando de Don Pacífico, que era el padre de Nelly Segado, la inspectora de escuelas, que se había casado dos veces, una con el padre de su primer hijo y otra con el gendarme al que según ella se había lobotomizado el cerebro. El gendarme iba por las calles alegre y gritando
- Buenos días comadre,
- Buenos días compadre
- Buenos días a todos,
Mientras recorría el barrio en su bicicleta cuatro por cuatro y con esa afabilidad que lo caracterizaba.
Pero volviendo al arquitecto, recién recibido, llamado a refaccionar la vieja farmacia del pueblo, llegó mirando para arriba. Y no sabíamos el porqué de su postura, hasta que descubrimos que tenía que hacer algo con el techo. O mirar para arriba por que por allí pasa la gente linda, y no los pobres baqueanos del lugar que solo atestan la tierra con su podredumbre, e inmundicia.
A todo esto el arquitecto, cuidaba a su Lada como si fuera su única posesión material, en la vida. Y a su madre, porque era hijo único. El único vástago, que dio a su luz su madre, para la cual él se consagraba todos los días. Estudiando, trabajando, y pintando y sacando fotografías que luego exponían en los murales de la municipalidad del pueblo mencionado...
Los hijos del farmacéutico éramos cuatro, todos habíamos nacido entre cajitas, algodones y jarabes.
Y para cuando llegó el arquitecto yo la más grande ya pisaba los 13 años.
En la cuadra de la farmacia había muchos postes de madera, que no eran sino para sostener a las columnas de la luz. Un día una cuadrilla vino y los cambió por unos unos nuevos para colocar luminarias, pagadas por la delegación vecinal. Y allí quedaron los postes viejos abarrotados.
El arquitecto Ángel Rodrigué, coloco todo sobre su Lada apiladas, y atadas las maderas para llevarlas a su casa y ponerlas en el hogar de leña, para calentarle los pies a su madre, la friolenta dama que lo esperaba en su mecedora, frente al hogar sin leña aún.
Yo principiaba el manejo y mi audacia de adolescente primó par espetare al arquitecto.
- Queres que le lleve los palos a tu casa.
-Si podrías, pero temé cuidado, con la camioneta.
Agarré las llaves de la Lada, puse primera y sin otro preámbulo la choqué contra un una luminaria recien colocada enfrente, mientras los palos que estaban arriba del Lada salieron volando, diseminándose por toda la cuadra.
El arquitecto Ángel Rodrigué salió despedido de la farmacia, en cuestión, con el dedo en alto, la mirada en alto, y la acusación a cuestas.
-Donde voy a conseguir ahora la pintura azul petróleo, para pintar el desastre que hiciste en el paragolpes delantero, me gritó
Mientras yo salía cabizbaja y enjuta llorando hacia mi padre, que en forma benévola y amistosa me dijo-
-Quizás debería enseñarte a manejar.