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El padre de Josh Folsh llegó a este país que le sonaba a canto de pájaro y guisado indigesto huyendo de la guerra feroz que destrozaba a su Alemania. Traía una maleta de trapo y cartón aferrada con su mano derecha que lucía una mancha púrpura en forma de estrella, herencia de sus antepasados, y el corazón lleno de ilusiones, igual que el resto de sus compatriotas, que se componía de un puñado de hombres y mujeres la mayoría muy jóvenes, los que venían en busca de lo que su propia tierra les negaba, la posibilidad de seguir con vida ellos y sus seres queridos. El gobierno de la época les había otorgado la posibilidad de colonizar una inmensa región de bosques escandalosos, tan tupidos que el espacio que quedaba entre un árbol y otro era tan minúsculo que a un hombre de contextura normal le era imposible transitar entre ellos, con la única condición que la dejaran humanamente habitable y ordenaran la locura vegetal que la naturaleza había creado, sacándole algún provecho y aunque era una tarea titánica, ellos estaban dispuestos a enfrentar el desafío.
La región estaba habitada por nativos, que traían en sus genes una característica muy peculiar que en algunas ocasiones es considerada virtud y en otras un feo defecto: se conformaban con muy poco, lo esencial para vivir. Nunca se le ocurrió talar árboles para convertirlos en hermosas casas, ni sembrar, ni criar animales. Ellos fabricaban frágiles viviendas con las ramas que el viento y el tiempo talaban, se alimentaban de frutos silvestres, alguna ave o un pez descuidado que curioseaba en la orilla del río y la mayor parte del tiempo se la pasaban durmiendo una siesta de seis horas, mientras los niños corrían desnudos y descalzos entre la maraña vegetal que creaba la naturaleza alocada en esos lugares.
Los lugareños no comprendían el afán de los foráneos por fabricar casas tan grandes. Las de ellos eran pequeñas, total casi nunca dormían en ellas, preferían hacerlo bajo el cielo azul o bajo el cielo verde que formaban los apretados ejércitos de árboles centenarios de los interminables bosques. No entendían las ansias de eso seres blancos como las piedras del río y de pelos amarillos como el suelo de los bosques tapizados de un mullido tapete de hojas secas.
El padre de Josh llegó a los dieciocho años a esa inhóspita región y ahora a los treinta, con sus hectáreas asignadas reventando de prosperidad a fuerza de diario trabajo agotador, decidió que era hora de buscar esposa. Estaba harto de la soledad y de desahogar sus ímpetus de macho en las lugareñas rendidas ante el asombro mezclado con miedo que les inspiraban esos seres arrolladores, inteligentes y trabajadores. Más aún, necesitaba engendrar hijos que siguieran la interminable labor que la naturaleza les imponía día a día, a pesar que más de un bastardo ya corría desnudo por el campo luciendo en su oscura cara unos ojos celestes asombrados, ante la rara mezcla de su carne. Pero eso no significaba nada, él quería hijos de su raza, enteros suyos. Escogió a Bettina una alemana joven y robusta de rostro rosado y risa fácil. Él la observaba cuando trabajaba sin cesar junto a su padre y el resto de la familia, arando, sembrando, cosechando, ordeñando, en fin millares de tareas que realizaban los clanes de colonos unificados en un solo fin: progresar. Josh habló con el padre de la chica, dueño de una incipiente finca vecina a la suya, quien aceptó de inmediato el enlace y el casamiento se efectuó en poco tiempo. Tuvo tres hijos con esa joven que reía, trabajaba y amaba sin descanso. El mayor un varón que heredó de su padre el nombre, la estrella púrpura en su mano derecha y también las ganas de trabajar y prosperar enfrentándose a diario con esa tierra indomable y dos niña s que continuaron la misión iniciada por sus ancestros.
Los lugareños aún se sorprendían con las costumbres de los extranjeros que seguían transformando los árboles en bellas casas blancas. Tenían caballos que acudían a sus llamados y los transportaban donde ellos quisieran. Hasta las abejas les obedecían viviendo donde ellos les imponían y permitiendo que sacaran su dulce producto, no como ellos que hurgaban dentro de los troncos agujereados en busca de la golosina natural, arriesgando incluso sus vidas. Poseían extraños pájaros que no volaban, gordos y tiernos. Les bastaba agarrar uno y estirar su cogote, luego desplumarlos y a la olla. En cambio ellos podían pasar largas horas tratando de dar en el blanco con una piedra a un ave voladora que no se estaba nunca quieta y que en la mayoría de los casos una vez recibido el impacto, iba a caer bien lejos de su frustrado cazador.

Todas las actitudes foráneas los fue fascinando llegando a la conclusión que esos seres eran mitológicos semidioses y por ende superiores a ellos. De a poco se fueron sometiendo y terminaron la mayoría sirviéndoles a cambio de un poco de leche, miel o sabrosos trozos de kuchen rebosantes de frutas, tan diferente a la áspera textura de las tortillas preparadas con harina de algún fruto y cocidas al calor de las brazas. Pese a la sumisión de la mayoría más por comodidad que por otra cosa, en el fondo de sus pechos se anidaba el germen de la sensación de sentirse disminuidos y arrollados por esas gentes que los encandilaban con su creatividad y esfuerzos y que preñaban a sus mujeres con críos oscuros de ojos claros, que eran rechazados por las dos etnias, una porque graficaba el abuso por parte de los intrusos y la otra porque representaba un momento de debilidad ante esa raza ya asumida como inferior por ellos.

Josh Folsh padre, murió una tarde de invierno mientras reparaba el granero. Una puntada aguda como una puñalada certera le estremeció su corazón, avisándole que la muerte venía en su busca. No alcanzó a llegar a su casa y quedó en medio del camino con su pecho abatido.

El joven Josh quedó a la cabeza de la familia y la finca que crecía y crecía, llegando a ser la más fructífera de la región. Los años pasaron las hermanas Folsh se convirtieron en mujeres guapas y con excelente dote, por lo que pronto fueron desposadas por dos jóvenes hermanos hijos de colonos y que decidieron irse al país que vio nacer a sus padres y que ya había recuperado medianamente la cordura. Betinna vencida por la dura vida que le había tocado vivir, ya no reía ni trabajaba y el motivo de su amor yacía bajo tierra, así que se preparó para morir y una noche se durmió para siempre en los brazos de la muerte.

Josh Folsh quedó solo frente al inmenso fundo que ya contaba con numerosos sirvientes y seguía llevando el liderazgo frente a las otras fincas en muchas millas a la redonda, por lo que necesitaba una esposa lo antes posible, ya que sus urgencias carnales le hacían buscar el alivio a su falta de compañía femenina, entre las numerosas mujeres que trabajaban en la enorme casona, estas rotaban por su lecho entibiando las frías y solitarias noches del patrón.

Josh eligió a Marianne Kurht quien aceptó encantada casarse con él, por la sólida posición que el joven ya ostentaba y porque además le resultaba bastante atractivo ese hombre alto y desgarbado, bueno para el trabajo y según infidencias de las sirvientas muy ardiente en el lecho La familia de la chica acató bastante complacida el deseo de los jóvenes y el matrimonio se llevó a efecto muy pronto para alivio de Josh y para pesar de más de alguna de las empleadas, que rogaban cada noche ser ella la elegida por el patrón para hacer más llevadera la soledad de su soltería.

Pero Josh murió joven. Una extraña enfermedad le pudrió las tripas, las cuales explotaron dejando un hedor insoportable que demoró bastante tiempo en desaparecer de su casa y los alrededores. Dejó a Marianne embarazada y desconsolada por la corta vida marital . A los cinco meses de la muerte de Josh, nació su hijo póstumo, el cual lucía en su manita la marca natural de sus antepasados y a quien la inconsolable viuda llamó Raff. Este fue criado como lo que era: el único heredero de la Estrella Púrpura, nombre de la inmensa hacienda, aludiendo a la mancha que heredaban los varones de la familia de generación en generación, fruto del trabajo de sus parientes que ya descansaban en el seno de la tierra.

A Jova nadie le conoció padres. Siendo una cría que apenas caminaba, se la veía merodeando por cualquier parte pidiendo pan o algún alimento que le aliviara la quemazón que sentía eternamente en la barriga. Merodeando por aquí y por allá con la cara cocida por el efecto de la mugre y los rebeldes mocos que colgaban frecuentemente de su nariz pequeña y graciosa. La cabeza plagada de piojos y eternamente hambrienta, fue creciendo en medio del campo, comiendo cualquier cosa, durmiendo bajo los árboles o abrazada a los cerdos o los perros. Apenas se pudo ganar la vida trabajando, lo hizo sin descanso, pero siempre al aire libre ya que no soportaba el encierro por lo que evitaba desempeñar cualquier oficio de tipo doméstico que la obligara a permanecer entre cuatro paredes y bajo techo. Era la mejor de la región en las labores agrícolas. Su cuerpo pequeño y elástico se inclinaba hacia la tierra mimetizándose con ella. Siempre la primera en comenzar con las faenas y la última en retirarse al merecido reposo. En esos quehaceres conoció a Mañungo, cuando se abrió la temporada de cosecha. Era un hombrecito enjuto y simple como canto de pájaro. Éste logró ganarse el corazón de la hembra virgen que no sucumbía ante ningún requerimiento de los numerosos galanes que aspiraban a su amor. Y lo hizo de una forma directa y natural, cuando ambos se encontraban afanados en robarle los frutos a la tierra, Mañungo le agarró una nalga a lo que Jova reaccionó en forma totalmente diferente a como lo había hecho en otras ocasiones cuando un apasionado enamorado no se había resistido a la tentación de sus carnes firmes y nuevas, haciéndose acreedor a un gran bofetón prodigado por esas manos callosas y fuertes que había noqueado a más de un atrevido. En esa ocasión Jova se enderezó como accionada por un resorte y al dar la vuelta para propinar el manotazo justiciero, se encontró con los ojos pequeños y ardientes de Mañungo que le susurró con picardía :
- Me gusta mucho uste - .La mujer sintió que su corazón se derretía como mantequilla al sol, y soltó una carcajada estruendosa y cristalina como la corriente del río cuando lleva mucha lluvia. A partir de ese día se amaron sin reservas, en los graneros, en el pajar, bajo el amparo cómplice del cielo verde del bosque, en los rastrojos que iba dejando la cosecha, a orillas del río. En donde las urgencias de su amor se hacía latente, ellos daban rienda suelta a ese sentimiento salvaje y ancestral que se siente una vez en la vida y que hace que la gente inteligente parezca tonta y la gente tonta parezca más tonta aún.
Pero la cosecha acabó y con ella la estadía de Mañungo en esos parajes. Luego del tradicional asado para dar término a la temporada de siega y cancelar los salarios a los temporeros, Jova y Mañungo se despidieron. Para él fue un amor más de los que había vivido en su trayectoria de trotamundo, pero para Jova fue algo especial y definitivo. Mañungo se alejó por el camino con el sabor de su eventual amante en la boca y ella se quedó con la semilla de él en el vientre que aferraba con sus manos mientras miraba entre las lágrimas como Mañungo era tragado por el sendero.
Jova estaba conciente que en su estado iba a ser imposible continuar con su estilo de vida libre e indómita. Sabía que su vástago necesitaría la seguridad y el calor de un techo bienhechor. No tenía la más ínfima intención de que se repitiera su historia, que si bien a ella hasta casi le alegraba haber vivido, no era lo mismo para el que sería su único descendiente, porque sabía que nunca volvería a amar a nadie como amó a Mañungo, por lo que jamás se dejaría preñar nuevamente. Con este propósito aceptó formar parte de la servidumbre en la casa de los Folsh . Fue difícil para ella acostumbrarse a estar encerrada, le parecía ahogarse entre esas paredes que le quitaban el aire puro del exterior. Lo más complejo fue aprender a dormir en una cama y con el techo sobre su cara. Se sentía sepultada viva y atroces pesadillas la atormentaron en la primera fase de su nueva vida. Pero el amor da fuerza para todo y ella ya amaba profundamente al hijo en gestación, por lo que Jova se acostumbró a cocinar, limpiar y dominar todos los quehaceres domésticos a la perfección, tal como se desempeñó en los amados labores campestres. Con el tiempo, también llegó a amar al jergón donde su humanidad descansaba por las noches.


Guacolda era el producto entre un pálido y rubio muchacho y una niña mapuche, hecho bastante frecuente en esos lugares. Parecía ser que a los espigados extranjeros les excitaba esos cuerpos rechonchos y rellenos, las largas cabelleras oscuras y sebosas que dejaban una mancha húmeda en sus almohadas cuando las llevaban al lecho, aunque la mayoría de las veces estos amores clandestinos eran consumados en los graneros, bajo los árboles o junto al río, el cual recibía a las recién estrenadas mujeres quienes frenéticamente intentaban usar sus aguas cristalinas como anticonceptivo natural, sumergiéndose en ellas con la inocente creencia que el caudal arrastraría la semilla instalada en sus cuerpos con o sin su consentimiento, lo que podría dar origen a otro ser más marginado que los nativos y más despreciado que los extranjeros. Su madre al concebirla era una niña de no más de doce años y su padre un muchacho hijo de colonos que la vio junto al río recogiendo leña. La visión de la pequeña despertó sus hormonas dormidas a fuerza de palmadas propinadas por su madre cada vez que lo descubría explorando sus partes pudendas y los sermones de su padre que le hablaba de la moral y las buenas costumbres, siendo que muchas veces lo espió en la intimidad del granero, amando furtivamente a alguna lugareña de piel morena. Por lo que inconscientemente relacionaba a esas hembras oscuras y silenciosas como un instrumento de desahogo varonil el cual no estaba reñido con la moral. Avanzó hasta la chica quien al verlo no se movió. Quizás ella también había asimilado en su joven corazón que su existencia estaba predestinada a servir al blanco para lo que él necesitara.

Todo ocurrió rápido y silencioso, luego el muchacho se incorporó, se arregló la rústica ropa y se marchó sin siquiera dirigir una palabra a ese ser que recostada en la hieba miraba al cielo y esperaba pacientemente que él se marchara para poder levantarse y meterse al río, para que éste se llevara en su torrente aguado los último vestigios de su niñez.

Meses después mientras el muchacho cazaba pájaros con su honda en el bosque, la niña intentaba traer al mundo al producto de ese breve momento junto al río. En el preciso instante que el chico dio en el blanco en el cuerpo emplumado y volador cayendo éste a tierra, su hija llegaba a este mundo y su púber madre se marchaba de él. Su cuerpo infantil no resistió los duros embates de la maternidad y se fue como había vivido, silenciosa y resignada. El mozalbete ni siquiera recordaba su rostro, incluso el recuerdo de la vivencia le producía una sensación de repugnancia. Definitivamente no le agradó para nada el contacto con esa piel oscura y cetrina que palpitó asustada bajo su cuerpo.

Los parientes y vecinos de la parturienta muerta no decidían que hacer con la recién nacida ya que nadie ignoraba que el padre era uno de los extranjeros que ya se tomaban como intrusos. La primera reacción fue dejarla morir junto al cadáver de su madre, pero una mujer con un mínimo de compasión decidió que lo mejor era dejarla en alguna de las casonas de los foráneos y ellos decidieran que hacer con la bebé. Ya estaban acostumbrados a que los inmigrantes resolvieran por ellos. Y así lo hizo la mujer quien dejó a la niña en la puerta de la gran casa de los Folsh.

Las numerosas mujeres que componían el servicio doméstico de la mansión, se enternecieron al ver al pequeño e indefenso ser morada de frío y cagada hasta las orejas. Fueron todas a presencia de la patrona a suplicarle les permitiera quedarse con la niña y que ellas la criarían sin dejar de lado sus obligaciones. La ama quien aún se encontraba bajo el shock de su reciente viudez, no puso ningún impedimento y así la criatura se quedó y fue criada entre ollas y sartenes siendo bautizada como Guacolda en honor a un gran guerrero mapuche que luchó contra la esclavitud a la que unos extranjeros muchos años atrás quisieron someter a su pueblo y cuya amada esposa llevaba ese nombre.

Cuando Jova llegó a la casa de los Folsh inmediatamente empatizó con Guacolda, quien se había convertido en una moza robusta de piel oscura y ojos celeste como el cielo que presenció su concepción, ambas encontraron en la otra, la hermana que ninguna de las dos tenía, unidas por el lazo de la incertidumbre de sus orígenes

La hija de Jova y Mañungo llegó a este mundo un día de invierno y Guacolda la recibió, la limpió y se la puso en los brazos a su adolorida pero feliz madre. Fue bautizada como Manuelita porque Jova estaba convencida que Manuel era el nombre de su fugaz amor. La célibe Guacolda se convirtió en su madrina quedando unida a esa niña a la que amó profundamente durante toda su vida.


Las dos mujeres trabajaban duramente a cambio de la comida y el techo. El dinero no era el instrumento que los amos usaran para pagar los servicios de sus sirvientes. Años después se implantó el pago con billetes, los que eran muy escasos comparando el trabajo que significaba ganarlos. Las dos mujeres ahorraban cada peso pensando en el futuro de Manuelita y además porque realmente en esas latitudes no había en que gastarlo.

Jova enfermó gravemente. Sus pulmones se llenaron de porquería que le impedía respirar. A pesar de los cuidados de Guacolda y las demás mujeres que componían el grupo de empleadas, murió asfixiada. Antes de dar el último doloroso suspiro le encargó su pequeña a Guacolda y entre palabras entrecortadas que salían de sus labios azules, le expresó su cariño y agradecimiento por todo el afecto que le había prodigado. Jova fue sepultada bajo el verde cielo que formaban los árboles que una vez fueron mudos testigos de sus ardientes encuentros con Mañungo.

Raff resultó ser un hombre apto para contribuir al magno desarrollo de La Estrella Púrpura. Si cuando su padre vivía la hacienda era próspera, ahora definitivamente era la más rica y productiva de la región, por lo que el heredero único de esta fértil finca podía darse muchos más lujos que sus antecesores. Marianne su madre, nunca pudo superar la pena de su precoz viudez, por lo que no volvió a casarse temiendo que se repitiera la historia y volviera a enterrar otro marido. Murió cuando Raff ya contaba con veinticinco años, dejándolo solo y millonario. Raff sepultó a su madre y comenzó a pensar en que debía casarse sino la descendencia corría serio peligro, el amor carnal de alguna hembra no le faltaba, ya que siempre había una rubicunda sirvienta ansiosa de dormir en el mullido lecho del amo y disfrutar de ese cuerpo blanco, sin importarle si al día siguiente ni siquiera la recordara. El no quería una esposa de su raza. Estaba harto de compartir con las mismas gentes y seguir las tradiciones ancestrales. Quería algo nuevo, por lo que viajó a la capital del país con el propósito de encontrar una esposa que le satisficiera sus ansias de renovación. Conoció a Pamela en una cena a la cual fue invitado por el agente del banco que manejaba sus millones. Ella era una ganadora de un concurso de belleza de poca monta, pero que no dejaba de enorgullecerla. Raff se fascinó con esa mujer hermosa y mundana que vestía con ropas costosas y se perfumaba con óleos carísimos. Le pidió se casara con él, a lo cual Pamela acepto de inmediato animada más por la abultada chequera de Raff que por él mismo. Una vez casados viajaron para radicarse en la finca, lo cual a Pamela le resultó casi imposible de sobrellevar. Pero se aguantó esperando el momento preciso para escaparse a la civilización, como ella llamaba al mundo donde estaba acostumbrada a existir.

Raff sintió desde el primer día de matrimonio la frialdad de Pamela y volvió a buscar consuelo entre los brazos tibios de alguna joven sirvienta. Pamela se inquietó ante este hecho y temió que alguna muchacha se avispara y se dejara embarazar, involucrando sentimentalmente a Raff con el bastardo y así su matrimonio se fuera al carajo con toda la pérdida económica que eso significaba para ella. Ante estas cavilaciones bastantes disparatadas porque las cosas no funcionaban así en esas regiones, pero Pamela ignoraba eso, concluyó que debía embarazarse. Para esto busco en el lecho a su marido, quien dichoso pensó que la anterior actitud de su esposa se debía al cambio de clima y que ya todo estaba superado y ahora sí tendría una esposa como corresponde.

Pamela se embarazó pronto y alegando las molestias propias del embarazo se escabulló nuevamente del lecho marital. Raff se portó como todo un marido comprensivo y mantuvo la ilusión que al nacer el niño podrían volver a retomar lo que habían empezado, pero poco a poco comenzó a darse cuenta que eso era imposible, por lo que volvió a sus prácticas amatorias con las jóvenes empleadas, a lo que Pamela no puso objeción alguna, total ahora tenía asegurado su puesto de esposa y madre del único hijo legitimo del dueño de la finca más rica del condado.

Pamela dio a luz un varoncito que fue bautizado con el nombre de Hans y en cuanto estuvo en edad de ir a la escuela, Pamela se trasladó con él a la capital, argumentando que el niño merecía una buena educación, lo cual era imposible obtener en la región ni cerca de ella, por lo cual puso muchos kilómetros entre su marido y ella. Raff sólo volvería a ver a su hijo y esposa en contadas ocasiones, fiestas de fin de año y temporada de vacaciones, siempre y cuando Pamela no estimara que era mejor pasarlas en Europa, continente que ejercía un poderoso embrujo en ella.

Guacolda crío a Manuelita con todas las lisonjas y mimos que su condición le permitía. A pesar que la niña creció también en el ambiente de la cocina, y que debía trabajar para ser merecedora de la alimentación y el cobijo, a ella le eran asignados los trabajos más livianos, ya que Guacolda era la encargada de supervisar a todo el personal doméstico, sin que esto significara que trabajara menos y ganara más.

Cuando se abrió nuevamente la temporada de cosecha un gran número de temporeros arribó a la comarca. Entre ellos venía Pedro, un hombre cruel y despiadado que se caracterizaba por dar rienda suelta a su furia incontrolable contra los seres indefensos y animales que tenían la mala ocurrencia de cruzarse con él

En cuanto vio a Manuelita se encaprichó con ella y se juró a si mismo que esa chiquilla fresca y reidora sería de él a la buena o a la mala. La muchacha estaba asignada a repartir la comida entre los trabajadores, labor que cumplía bajo la atenta mirada de Guacolda que no le despegaba los ojos de encima, sabedora del atractivo que ejercía su ahijada en el sexo opuesto. Constantemente se trenzaba en feroces alegatos con algún gañán que se atrevía a dirigirle algún requiebro a su protegida

Pero Pedro no se amilanó ante la severa supervisión de Guacolda y comenzó a hacerle proposiciones poco santas y lanzarle obscenos piropos a la chica, los que ésta no entendía. Un día Pedro fue más lejos e intentó tomarla a la fuerza aprovechando que la muchacha estaba lejos de la vigilancia de Guacolda. Pero Manuelita logró escapar y llorosa buscó la protección de su madrina, quien enfurecida al enterarse de lo ocurrido se fue derecho donde el patrón y le refirió lo acontecido. Raff llamó a Pedro a su presencia y le advirtió que si no mejoraba su comportamiento se tendría que marchar de ahí, haciéndose merecedor de una pateadura previa al despido. Pedro con la cabeza baja ante la presencia del amo escuchó la reprimenda rojo de furia provocada por la humillación que le producía su incómoda situación de la que culpaba exclusivamente a Guacolda y Manuelita. Jamás se le cruzó por su remedo de cerebro embrutecido por el exceso de ingestión de alcohol, algún cuestionamiento a su conducta. Raff lo conminó a retirarse, no sin antes volver a advertirle que si insistía con su comportamiento, le haría entender de otra manera. Con la rabia revolviéndole las tripas juró vengarse por la afrenta recibida por culpa de esa dos desgraciadas y la oportunidad se le presentó cuando Manuelita fue en busca de huevos para la cena de los patrones. Pedro que la espiaba constantemente sin que la niña se enterara, la vio entrar al gallinero. Ingresó silenciosamente al estrecho recinto y entre cacareos desesperados de las espantadas gallinas, la violentó salvajemente. Cuando terminó su abyecto acto, la amenazó con voz susurrante pero firme:
-Si le contai a la vieja e mierda, las mató a las dos ¿oíste?. Manuelita no dijo nada a nadie, hasta que Guacolda cansada de escuchar llorar sin consuelo por las noches a su ahijada y de no volverla a ver reír como antes, la interrogó pensando que se estaba entusiasmando con algún joven campesino. La chica la tranquilizó diciéndole que últimamente soñaba mucho con su madre y ese era el motivo de su tristeza. Guacolda no se tragó mucho las explicaciones dadas por la muchacha, su corazón le avisaba que algo muy feo estaba pasando y sus sospechas se vieron acrecentadas cuando Manuelita empezó a vomitar por las mañanas y a marearse como un borracho sin explicación alguna. Nuevamente inquirió a Manuelita, la cual ya rebalsada por los funestos acontecimientos, dejó salir toda la basura que la envenenaba. Le contó lo ocurrido en el gallinero y confirmó lo que Guacolda temía, esperaba un hijo y el padre era ese ser asqueroso que sonreía socarronamente cuando la veía. Guacolda se fue nuevamente a hablar con el patrón desesperada y llorosa. Su primer sentimiento fue ir en busca del rufián y matarlo con sus propias manos. Pero abandonó de inmediato ese pensamiento, no por miedo a lo que la justicia le hiciera a ella, sino por el temor de dejar sola a Manuelita con el estigma de un embarazo siendo soltera. Raff escuchó a Guacolda muy serio y llamó nuevamente a su presencia a Pedro quien ante el asombro de Guacolda, Manuelita y el propio, patrón asumió su responsabilidad en el abominable ataque, argumentando que lo hizo porque amaba a la muchacha y estaba dispuesto a casarse con ella y reconocer al hijo que se gestaba en el violentado vientre de la joven. Manuelita no podía creer lo que escuchaba. Ella no estaba dispuesta a unirse a ese ser monstruoso. El patrón hizo salir a la niña y se quedó con Guacolda y Pedro. Después de un largo rato apareció Guacolda seguida de Pedro. La mujer llevó a Manuelita a un rincón de la cocina y le explicó que el patrón había decidido que lo mejor era que se casara con el autor de su embarazo, idea que ella aprobaba ya que el hijo en gestación merecía tener un padre y quizás ese hombre no era tan malo como parecía, porque según él todo lo hizo por amor. Manuelita quedó desecha pero no tenía valor para oponerse y se resignó a su suerte como una bestia destinada al matadero. Con el tiempo Guacolda nunca se perdonaría en lo que le restaba de vida, haber consentido esa unión.

Manuelita y Pedro se casaron. El patrón les regaló un trozo de tierra fértil en los límites de su hacienda, una vaca lechera, una docena de gallinas ponedoras y una cerda preñada. Este era el regalo tradicional que el amo le hacía a las parejas nuevas que empezaban a recorrer juntas el camino de la vida. Además les obsequió una vaquilla y mucho vino para la fiesta.

Desde el primer día de matrimonio comenzó el infierno para la joven esposa. Pedro era un ser cruel y depravado. Constantemente la sometía a sádicas prácticas que la dejaban a muy mal traer, sin importarle su estado de gravidez. De nada le servía negarse ante las degeneradas costumbres de su marido, ya que al hacerlo se hacía acreedora a feroces palizas que empeoraban más el riesgo de su embarazo. Pedro nunca le perdonó la humillación recibida y se encargaba de cobrarle la afrenta todos los días. Era habitual ver a la chica hecha una lástima, luciendo las marcas que le dejaban los ataques de su marido, los ojos semicerrados debido a la hinchazón producto de los golpes, le daban un aspecto monstruoso, todo su cuerpo estaba lacerado y magullado por ese hombre que ahora la violentaba legalmente. Guacolda sufría lo indecible al ver como el odiado Pedro mataba lentamente a su adorada Manuelita y desesperada por el horrible calvario de su ahijada, se presentó nuevamente ante el amo y le manifestó todo lo que estaba ocurriendo y su temor que esa bestia terminara matando a la infortunada muchacha, pero grande fue su desilusión cuando el patrón harto de la historia de Pedro y Manuelita, terminó el asunto con un lapidario “En peleas de casados no hay que meterse”. Gualcolda salió de la presencia del amo con un sabor amargo en la boca y con el corazón agobiado por la decepción.

Manuelita parió a una bella niña. El parto se adelantó un poco debido a una pateadura que le propinó su marido, cuando ésta se negó a complacer una de sus aberraciones. Pero a pesar del prematuro nacimiento, la bebé se desarrolló rápidamente sana y hermosa y fue bautizada con el nombre de Esperanza, quizás porque representaba los deseos de su madre, la esperanza que ese hombre ruin desapareciera.

Manuelita no era ni la sombra de la niña alegre y reidora de antaño, los abusos habían minado su amor propio y ahora le daba lo mismo lo que Pedro hiciera con ella. Evitaba visitar a Guacolda ya que sabía el dolor que le causaba verla en ese estado y que la culpa ya no la dejaba dormir. Manuelita fue un ser sin voluntad ni fuerza hasta el instante que descubrió a su ruin consorte en un extraño juego con su pequeña hija que apenas caminaba. Sacando las fuerza que nunca tuvo para defenderse a sí misma, tomó la tranca que servía para asegurar la puerta y le dio con ella por las costillas. El hombre cayó al piso retorciéndose de dolor e intentó incorporarse para castigar a su frágil agresora, pero el brillo que vio en los ojos de su esposa le despertaron los temores que tienen los cobardes y salió de la vivienda maldiciendo y amenazando con volver a cobrarse el trancazo. Por primera vez en mucho tiempo Manuelita corrió con su pequeña en los brazos a la casona patronal en busca de Guacolda, quien al verla estalló en sollozos ante esa carne torturada por los malos tratos. Ambas lloraron abrazadas durante mucho rato en un rincón de la enorme cocina, mientras la niña dormía tranquilamente. Manuelita se desahogó y echó afuera todo su dolor y su miedo ante la escena que presenció entre su pequeña hijita y Pedro, Guacolda la tranquilizó y le recomendó se quedara esa noche a dormir con ella en el gran cuarto destinado para el descanso de la servidumbre. Manuelita exhausta aceptó y pronto la niña y la madre dormían placidamente en el jergón dispuesto en el piso. Guacolda miró a esos dos seres tan amados y se persignó.

Dos años duró el matrimonio de Pedro y Manuelita Se terminó esa misma noche cuando Pedro al volver ebrio a su casa se precipitó al pozo de su propia casa, ahogándose. Según las malas lenguas Guacolda le ayudó a irse al mismísimo infierno, pero nunca se pudo probar nada y además a nadie le interesó averiguar cual fue la verdadera causa de que Pedro se fuera al carajo, todo lo contrario una especie de alivio fue el sentimiento generalizado de las personas que conocieron la convivencia del matrimonio y la horrorosa realidad de Manuelita.

Una vez convertida en viuda, Manuelita quien apenas se empinaba en los diecisiete años de edad, se dedicó por entero a criar a su hija y a trabajar duramente en la casa patronal donde nunca faltaba el trabajo para quien quisiera romperse el lomo por poca plata. Las heridas en su cuerpo inferidas por su ahora difunto esposo cicatrizaron, pero las de su alma nunca lo hicieron, por lo que decidió que jamás volvería a casarse ni intentaría conocer el amor de un hombre, sentimiento que le fue desconocido durante toda su vida. Claro que más de una vez le correspondió servir de consuelo al desdeñado Raff quien buscaba el refugio tibio de unos brazos femeninos que su propia esposa le negaba, pero eso no afligía a Manuelita, era parte de su trabajo, además el amo sin ser cariñoso, por lo menos no le provocaba daño y después de cada encuentro carnal su cuerpo no delataba huellas de lo ocurrido. Además, pronto él se sentiría atraído por otra hembra más joven y de carnes más lozanas que las suya y ya no requeriría su compañía.

Esperanza creció fuerte, sana e inteligente. Desde muy pequeña dio señales de ser diferente a las demás niñas de la localidad. Siempre estaba ávida de conocimientos nuevos. Pasaba horas tratando descifrar los extraños signos que aparecían en las vistosas revistas que Pamela traía cada vez que su esposo conseguía traerla a ella y a su hijo a la hacienda. Hans ya era un joven universitario con un promisorio futuro y a pesar de la enorme distancia que su madre puso entre su padre y él, amaba a ese hombre alto y fornido con cara de niño y disfrutaba plenamente las fugaces visitas a ese recóndito lugar donde la naturaleza parecía no doblegarse jamás ante el dominio del hombre y seguía pintando de verde todo lo que el ojo humano podía ver y mucho más, con una acuarela de sol, agua y clorofila.

Cuando Esperanza tuvo conciencia que quería aprender a leer y escribir, hizo un berrinche para que la inscribieran en la pequeña escuelita que Raff había ayudado a instaurar en las cercanías de sus campos. Guacolda y Manuelita al principio se negaron rotundamente, por lo cual la pequeña de siete años se amurró y no comió en días, no al menos cuando la estaban mirando. Lloraba día y noche y el moquillo amenazó con cocerle la cara y dejársela como un trozo de carne cruda. Su madre y Guacolda consideraban que la iniciativa era muy sacrificada para una niña. La escuela quedaba a una distancia bastante considerable y para llegar a ella sólo podía hacerse caminando. Además las dos mujeres no entendían la urgencia por aprender a leer y escribir, ellas nunca habían necesitado esas habilidades para defenderse en la vida. Pero la razón fundamental de la negación ante el deseo de la chiquilla, obedecía al hecho de tener que separarse de ella por tantas horas. Todo el día la tenían pegadas a sus faldas, y la amaban más que a sus propias vidas.

Pero Esperanza ganó a fuerza de inapetencia y moquillos y una mañana antes que el sol le ganara el lugar a la luna, salieron las tres rumbo a la dichosa escuela, arriba de una destartalada carreta que amenazaba desarmarse en cualquier momento, tirada por un caballo viejo y enfermo que las mujeres no se decidían hacer charqui porque le tenían un entrañable cariño. Esperanza quedó matriculada y jamás durante los ocho años venideros faltó un solo día ni se quejó por la eterna caminata diaria de ida y regreso, que hacía junto a un puñado de críos gritones y juguetones, para recibir una mínima instrucción en una sala rústica, cuyo único lujo era el piso de madera, similar al de los salones de la casa patronal. Con suerte recibían un aventón en alguna vetusta carreta, un tractor rugidor o algún camión desvencijado que se movía de milagro. También jinetes madrugadores se ofrecían para llevar a los chicos en algunas ocasiones cuando coincidían en la hora y la ruta, pero la mayoría de las veces el trayecto debían hacerlo caminando con el sol que los quemaba y la lluvia que les calaba hasta los infantiles huesos. Pero el entusiasta grupo no se dejaba amilanar y asistían alegres y dispuestos a aprovechar al máximo la oportunidad de escapar de las garras del monstruo de la ignorancia, el cual ya había alcanzado a sus padres y jamás les dejaría escapar.

Hans el único heredero de Raff ya contaba treinta años y era un avezado contador auditor y aunque no participaba activamente en los afanes prácticos de la hacienda de su padre, llevaba el manejo financiero y administrativo de los negocios de ella, desde la capital. Era un hombre guapo, de mirada inteligente y nobles sentimientos. Heredó de su abuelo y padre la marca púrpura en su mano derecha. Era un sello que se repetía de generación en generación.

Hans se casó con una joven dulce y hermosa, pero que sufría de una frágil salud que le daba un aire de constante desamparo y una infinita necesidad de cuidados. Estas características fueron quizás las que enamoraron a Hans marcado por una madre independiente y frívola.

Raff enfermó repentinamente. Comenzó a sentirse decaído y débil. Incluso su lívido se vio seriamente afectado y fue precisamente en una de esas jornadas nocturnas cuando la eventual amante elegida para espantar la soledad de su cama, en un frenético intento por encender a su amo, palpó un extraño bulto en uno de sus testículos . Se lo comentó antes de retirarse vencida, dejando a un hombre preocupado y más solo que nunca.

De inmediato Raff buscó la opinión de un médico amigo de la familia, quien al examinarlo le envió a efectuarse una montaña de exámenes, los cuales arrojaron un diagnostico lapidario: Cáncer testicular con metástasis en una fase incurable. De todas formas el galeno le aconsejó buscara una segunda opinión, a pesar que los resultados obtenidos de las muestras eran irrefutables. Raff sabía que el profesional estaba en lo cierto, por lo que le manifestó que no insistiría con otros médicos y que él lo guiara en el incierto trance por el que estaba cruzando. El facultativo le aconsejó que hiciera todo lo que alcanzara a hacer y le prescribió un tratamiento que le haría más llevadero el final.

Lo único que realmente afligió a Raff con respecto a su enfermedad, fue el hecho de no haber tenido más descendencia. Lamentó también su eterna soledad, la carencia de amor y su pobre desempeño como padre, ya que nunca tuvo realmente a su hijo. Sólo lo veía durante las vacaciones, cuando Pamela no decidía pasarlas en Europa y en contadas ocasiones en la capital, las veces en que viajaba a consultarle sobre alguna gestión financiera y enterarse como iban los negocios. Incluso, cuando asistió a la boda de Hans, le costó trabajo asumir que los años habían pasado, llevándose al muchachito que un día se fue de su lado cogido de la mano de su madre, dejando un hoyo negro de silencio en el fundo y en su corazón.

En vano podría Raff revertir los hechos. De partida lo de los hijos era imposible remediar, ya su salud estaba seriamente deteriorada y el solo trabajo de pensar en una hembra le producía un acceso de fatiga. Hans ya estaba casado y Pamela se había radicado definitivamente en Europa. Hacía años que no tenía contacto con ella, era su hijo quien le depositaba en su cuenta corriente lo necesario para su mantención y a él llamaba para saber como marchaban las cosas en este lejano país.

En cuanto pudo le comunicó a su hijo su próximo final. Hans recibió la noticia como quien recibe un balazo en pleno rostro. Durante un momento no halló que decir. Nunca pensó que aquel alemán enorme y fornido que bebía cerveza y amaba a sus sirvientas sin medida, pudiera morir. Pero era inminente que la enfermedad se lo devoraba a grandes dentelladas. Lucía delgado y la blancura de su piel fue reemplazada a medida que pasaban los días, por un tono amarillento verdoso. Su dentadura aún perfecta, se eyectaba hacía afuera superando la línea del mentón y sus fuerzas se iban desvaneciendo como los charcos que la lluvia olvida y luego se bebe el sol.
Pronto no pudo abandonar el lecho donde tantas veces recibió el abrigo de sus sirvientas y el desdén de su esposa.

Ante el acelerado deterioro de su padre, Hans se vio en la imperiosa necesidad de considerar la posibilidad de tomar las riendas de la dirección de La Estrella púrpura, asunto que no le atrajo en lo más mínimo, no porque no le agradara el campo, a él le encantaba el contacto directo con la matriz de toda existencia: la naturaleza. Lo que le complicaba era el hecho que su esposa presentaba un embarazo de tres meses y por su innata mala salud temía alejarla de los lugares donde podría encontrar ayuda si las cosas se malograban. Pero el médico que atendía a Raquel lo tranquilizó asegurándole que todo marcharía bien e incluso una estadía en el campo podría hasta fortalecer la frágil salud de la muchacha. Con todas estas prescripciones médicas que le tranquilizaron, Hans y su esposa viajaron para instalarse en el enorme fundo a encargarse de él y a esperar la muerte de Raff, quien cuando vio a su hijo y nuera ni siquiera los reconoció, los tentáculos del cáncer ya alcanzaban su cerebro.

Pamela al enterarse telefónicamente desde Europa del delicado estado de salud de Raff, dijo que lo sentía mucho y que encantada hubiera viajado a acompañar a su aún esposo en los últimos trances del camino que ya llegaba a su fin, pero debido a que se había practicado una intervención quirúrgica para corregir su nariz y labios además borrar algunas arrugas, le era imposible hacerlo, ya que todavía no se recuperaba por completo, pero pidió encarecidamente que le saludaran mucho a Raff y solicitó a su hijo le depositara más dinero de lo acostumbrado, ya que debido a su operación se había desbancado un poco.

Raff murió una tarde de primavera, rodeado por su hijo, nuera y algunos sirvientes, de los cuales la mayoría lloró sinceramente la muerte del amo. Nunca fue demasiado malo, ni muy explotador de su gente, es más, tuvo algunos rasgos de humanidad y consideración con ellos, él fue quien realizó la gestión para la instalación de la pequeña escuelita en la zona, además solía regalar legalmente los terrenos donde las familias nuevas comenzaban su vida juntos, a diferencias de los demás terratenientes, que solo los cedían en comodato y aunque las familias vivieran por siempre en el lugar, éste nunca dejaba de ser del amo.

La caravana que siguió al cajón fúnebre se componía en primera fila de muchos seres rubios de pieles marfileñas y ojos azules. Cerraba el cortejo un grupo de gente morena de cabellos indomables, con las oscuras miradas anegadas de lágrimas sinceras ante la partida del patrón.

Esperanza nunca antes vio un hombre tan bello y distinguido como Hans. Cierto era que el joven había estado en varias ocasiones en la finca después que su madre se lo llevara a la capital, pero en esos tiempos ella aún era una niña y las esporádicas visitas efectuadas por él a las tierras de su padre, solo las advirtió por el revuelo que se armaba cuando la esposa del amo se presentaba con el único hijo de ambos en una fugaz aparición. Luego, debido a los estudios del joven y la arrolladora vida capitalina, estas visitas cesaron por completo, por lo cual era Raff quien viajaba a la ciudad para ver a su hijo y no perder totalmente el precario contacto con él. Después la aparición de Raquel en la vida de Hans con su frágil salud, dificultó más la posibilidad de visitar esas tierras lejanas y misteriosas que tanto cautivaban al joven. Por eso cuando la chica vio al hijo del patrón llegar a la gran casa patronal, el impacto casi la mató. Su mente adolescente que se debatía para liberarse de la niñez y a la vez se negaba a crecer, tejió fantasías extraordinarias con ese hombre hermoso que la encandiló. Le pareció que era el bello príncipe que aparecía en uno de los libros de lectura en los cuales estudiaba en la escuelita rural. Sentía algo extraño cuando lo veía o simplemente pensaba en él. Un cosquilleo le recorría las piernas y a veces era tan intenso que parecía una pequeña descarga eléctrica que intensificaba su acción justo debajo de su juvenil vientre. Esta sensación a ratos era tan marcada que le producía ganas de reír por las violentas cosquillas que le producían.

Esperanza heredó los genes porfiados e impulsivos de su padre. A sus escasos catorce años decidió que Hans sería su primer y único hombre y para ello no trepidaría ante nada para lograrlo. Necesitaba acercarse a él y como Guacolda y su madre intentaban por todos los medios no involucrarla en los quehaceres demoledores del fundo, era muy difícil, incluso si sus tutoras le permitiesen ayudar en las labores domésticas, que Hans se percatara que ella existía, ya que nunca frecuentaba la cocina y durante casi todo el día se encontraba en el campo supervisando el desarrollo de las actividades campesinas. Debido a esto urdió un plan en su atolondrada cabeza, sin tomar en cuenta para nada la existencia de la embarazada esposa. Parte de la maldad de Pedro se quedó agazapada en un rincón del alma de Esperanza como una pequeña víbora que en cualquier momento podría inocular su veneno. Pero la muchacha aún inmadura y sin el suficiente discernimiento, criada en un ambiente donde los instintos muchas veces sofocan a la razón, solo quería obtener lo que su cuerpo aún sin entrenar en las lides del amor pedía a gritos, con alaridos hormonales. La estrategia para acercarse a Hans consistiría en argumentar que su educación en la escuela rural habían concluido y ella quería continuar estudiando, por lo que el próximo año se vería en la obligación de viajar a la ciudad más cercana para seguir sus estudios en algún liceo y así terminar su instrucción media y poder aspirar a una superior. Para esto, lógicamente tendría que tener los medios económicos para emprender dicha empresa por lo que ella tendría que procurarse algún ingreso y que mejor que postularse como dama de compañía para la esposa de Hans. Ella con su educación y juventud podría servir de mucho a la embarazada y de paso ganar algún dinero para los futuros estudios. Y así se lo planteó a las dos mujeres que regían su vida. Manuelita quedó estupefacta ante los sólidos argumentos de su hija y conociéndola, sabía que era inútil rebatirle. Además ella también acariciaba el sueño de que su única hija tuviera un destino mejor que el suyo, ya que la muchacha demostraba ser inteligente y decidida, por lo que la idea de que siguiera estudiando no le parecía tan descabellada, aunque eso significara alejarse de ella. Pero a Guacolda no le gust para nada los planes de Esperanza. Aunque amaba profundamente a la chica, algo hacía que le temiera. Esos ojos abrasadores la turbaban y la dejaban en blanco. Su rebeldía innata la desarmaba y no podía encontrar argumentos para negarse ante cualquier requerimiento de la muchacha. Ella, una mujer acostumbrada a desenvolverse ante los embates de la vida, se sentía anulada cada vez que intentaba discutir con esa chiquilla arrolladora e impertinente. Pero en esta ocasión, negros presentimientos nublaron sus emociones. Intentó protestar, pero la voz enérgica de Esperanza apagó toda posibilidad de ser escuchada. Guacolda sólo invocó la ayuda divina, respiró profundo y siguió con sus múltiples quehaceres.

Durante los días siguientes, Esperanza no dio tregua a su madre. Le insistía que hablara con el joven patrón lo antes posible, que el tiempo apremiaba, etc,etc. Manuelita le imploraba paciencia para encontrar el momento preciso para abordar al amo. Esperanza borracha de impaciente, amor , no perdía oportunidad de hacerse notar por Hans. Pero cada vez que intentaba acercarse al hombre con cualquier pretexto, se encontraba con los ojos inquisidores de Guacolda que se encargaba de vigilarla constantemente, tratando de adivinar el fondo real del entusiasmo de Esperanza. Esta ante el temor que descubriera su ardiente secreto y su madre fuera alertada, retraía sus intentos.

Dos días antes de la víspera de Año Nuevo, Manuelita sacando fuerzas de flaqueza abordó al patrón y entre palabras la mayoría incoherente, le lanzó la propuesta aprendida de su hija. A Hans no le desagradó la idea. Era cierto que su esposa estaba muy sola. Generalmente no salía de su habitación y las veces que lo hacía eran acompañada por alguna sirvienta callada, con el mutismo propio de las lugareñas. Raquel no hablaba con nadie excepto con él cuando las faenas del campo le dejaban un espacio a la hora del almuerzo y por las noches cuando solo bastaba poner su cansada cabeza en la mullida almohada para quedarse dormido de inmediato. Le prometió pensarlo, pero Manuelita en un arranque de audacia le propuso presentarle a su hija de inmediato para que él la llevara a la presencia de su esposa y ésta diera su opinión sobre la chica. Hans asombrado y sonriente ante la insistencia de la mujer, le explicó que estaba atrasado, pero a la mañana siguiente entrevistaría a la muchacha. Manuelita alborozada le comunicó a Esperanza lo ocurrido. La joven sintió que las cosquillas le recorrían el cuerpo entero y tuvo que esconderse para que nadie la viera retorcerse de la risa que le provocaba la placentera sensación.

Cuando el sol buscó la tierra para abrazarla. Manuelita y Esperanza hacía rato que estaban en el gran patio esperando la salida del patrón. Este salió vistiendo las ropas típicas de su cargo. Lucía pantalón ajustado dentro de largas botas. Una camisa de cuadros y una chaleco corto sin manga. Su estampa varonil impactó a Esperanza quien tuvo que hacer grandes esfuerzos para que las cosquillas no la hicieran reír a carcajadas. Su cara se tornó rojas y los febriles ojos se encendieron el doble de lo que normalmente los tenía. Para Manuelita y Hans esto paso desapercibido. Cuando el hombre las vio, recordó el acuerdo del día anterior ya que lo había olvidado completamente, pero en un acto humanitario no quiso postergar más la situación, por lo que decidió devolverse al interior de la casona seguido de las dos mujeres. Pidió que le esperaran un momento en el pasillo donde estaba situada la puerta de la gran habitación matrimonial. Ingresó en ella y en pocas palabras le comunicó a la adormilada Raquel su intención de procurarle una dama de compañía para que hiciera más llevadero su tiempo de embarazo, soledad e incomunicación a la que se había hecho acreedora por seguirlo hasta ahí. Su mujer pareció complacida por la propuesta y tratando de despabilarse rápidamente, aceptó conocer a la muchacha que se encargaría de sacarla de su forzado aislamiento, aunque temía que se tratara de otra tumba ambulante a las que aún no se acostumbraba. Hans salió al pasillo y tomando por un brazo a Esperanza la empujó suavemente dentro de la enorme recamara. El contacto con esa mano cálida y fuerte provocó una ola de emociones en el interior de la muchacha trastornada por la locura del primer sentimiento carnal que la dominaba y la poseía como un demonio caliente y delicioso sin dejarla pensar ni razonar. Frente a Raquel y aún embelesada por las sensaciones nuevas y calcinantes, se mostró comunicativa y alegre, aunque algo incoherente debido a sus desordenes emocionales del momento. Raquel quedó gratamente impresionada por la chica. Le recordaba a su hermana pequeña que había quedado junto a su madre en la lejana capital y aceptó de inmediato su compañía. Y ahí quedó Esperanza junto a la esposa del hombre que amaba con todas las fuerzas de su pubertad descontrolada, mientras Manuelita se alejaba satisfecha a sus labores cotidianas sin siquiera sospechar que Pedro desde el Más Allá, se preparaba para seguirla torturando a través de su herencia genética.

Guacolda se sumió en un mutismo porfiado e indolente desde que Manuelita le comunicó el resultado de su gestión. Intentaba procesar en su interior la razón de su desazón ante los acontecimientos, pero sabía que seria inútil protestar o tratar de explicar sus presentimientos porque ni ella misma los comprendía. Manuelita atribuyó la actitud de su madrina a celos maternales y no intentó sacar a Guacolda de su hermetismo voluntario.

La noche de Año Nuevo Guacolda bajó a la bodega a buscar el vino que alegraría la mesa familiar tan triste después de la muerte de Raff. La familia de Raquel compuesta por su madre y hermana no pudieron viajar por motivos de trabajo de la primera, por lo que el matrimonio solo compartiría con algunos terratenientes vecinos. Cuando Guacolda ingresó al oscuro recinto, sintió que algo explotaba en su cabeza. Intentó alcanzar la puerta que se recortaba lejana, pero no logró moverse y la única claridad venida del exterior se apagó eternamente para sus ojos de pedazos de cielo.

Ante la ausencia de Guacolda, Manuelita interrogó a los demás sirvientes si sabían en que menester andaba, pero nadie supo responder ya que ésta no notificó a nadie su intención de ir por el mosto.

Cuando Manuelita se percató de la falta de los vinos en la mesa patronal un presentimiento hizo galopar sus sienes. Velozmente se dirigió a la bodega y ayudada por un cirio que portaba en sus manos encontró el cuerpo ya frío de Guacolda que yacía en una gran poza de espeso y dulce licor. Tenía sus pedazos de cielo fijos en el vacío y sus labios crispados en una mueca de asombro.

Avisado el patrón del terrible suceso, se ofreció a llevar el cuerpo de Guacolda a la casa de Manuelita. Autorizó a ésta para que dejara todos sus quehaceres y se dedicara solamente a preparar el velatorio de la muerta. Esperanza fue avisada y también autorizada para abandonar la casa patronal e ir en compañía de su madre. Esto molesto visiblemente a la chica, quien se había preparado para esa noche especial donde la gente se da abrazos y por su condición de acompañante de Raquel podía hacerse acreedora a ser estrechada por Hans. Pero ante lo inevitable tuvo que seguir a su inconsolable madre e instalarse junto a ella en la carreta dispuesta por el amo para el transporte de Guacolda.

Por los festejos propios del momento, ningún peón del fundo se encontraba sobrio como para fabricar un ataúd para Guacolda, por lo que ésta tuvo que permanecer sobre la rústica mesa del comedor de la humilde vivienda de su ahijada a la espera que algun alma caritativa se apiadara de ella y construyera un cajón mortuorio. Esto demoró dos días cuando las moscas ya atacaban sin piedad el cuerpo mal oliente de la abnegada mujer que en vida se dio por entera a los demás. Los peones presa aún de la resaca producida por los regados festejos, fabricaron un ataúd bastante descuadrado, con los clavos puestos en un desorden infernal Por la fecha fue imposible adquirir pintura negra por lo que estaba sin pintar y alguien le propinó unas pinceladas de alquitrán, pero esta ocurrencia no fue muy atinada, ya que cuando el cortejo avanzó por el camino rumbo al cementerio, el sol cayó violentamente calentando el negro fluido, el cual se torno pegajoso atrapando cuanto pájaro e insecto osara posarse en el destartalado sarcófago. Y así se despidió Guacolda de este mundo con una trifulca de alas espantadas y desgarradores piar de aves.


El verano avanzó y los embates amorosos de Esperanza en contra de Hans también. Sin darse cuenta ambos cayeron en un torbellino de pasión juguetón y peligroso que los fue entrampando. Hans se sentía arrollado por esa niña que se comportaba como una experimentada mujer, siendo que solo era una adolescente rústica e inexperta. No sabía como enfrentar lo que estaba pasando, todo esto agudizado por sus carencias carnales y su intrínseca personalidad ingenua. Esperanza solo respondía a los estímulos propios de sus juveniles hormonas alteradas por la herencia genética atolondrada e impulsivas de su padre.
Las miradas lánguidas, el suave roce de su pierna contra la del patrón a la hora de cenar, la suave caricia en la mano cuando se dirigía a él para comunicarle o solicitarle algo. Todo ese diario evento lúdico cargado de erotismo llegó a su clímax el día en que Hans inspeccionaba los caballos en el establo antes de retirarse a dormir junto a su enferma e inflada esposa. Esperanza irrumpió en el recinto fresca, alocada y decidida con los cosquilleos de la corriente erizándole la piel y se plantó frente al patrón con sus ojos de potranca nueva ansiosa de galopar por las praderas del amor, libre sin montura ni brida, desbocada y sudorosa, hasta caer exhausta. Hans leyó todo esos en la mirada acalorada y joven de la chica, abiertos como dos lagunas de aguas tibias y reconfortantes que quitarían su sed de amor de mujer adquirida en tantos meses de abstinencia por el delicado estado de Raquel. Quiso huir de la fuente que lo libraría de su eterno calor mortificante, pero no pudo. Avanzó hacia la chica y la estrecho en sus brazos ansiosos de contacto femenino. Sus manos hambrientas recorrieron a la muchacha sin saciarse nunca. Esperanza sintió que se le abrían todas las puertas dejando salir sus miedos y resquemores que le pudieran haber quedado con respecto a la consumación del deseo que le venía haciendo daño hacia meses quitándole el apetito y amenazando con electrocutarla en cualquier momento y caer fulminada convertida en cenizas de sus propias ansias. Todo ocurrió lentamente, sin apuro, sin culpas bajo la atenta mirada de los pura sangre, que extrañados veían a esos cuerpos convertidos en uno rodar por el heno, uno dentro del otro, besándose, bebiéndose mutuamente con una sed incontrolable. Luego de un largo rato, ambos se separaron sin aliento y quedaron tendido de espaldas, desnudos con la mirada clavada en el techo como soldados muertos víctimas de un gran combate. Poco a poco la vida pareció entrar en esos cuerpos. Hans fue el primero en recobrar el movimiento, giró su cabeza hacia la chica que momentos antes debutara como mujer entre sus brazos y por primera vez en varios meses la vio como lo que era: una niña. Ahora con el calor mortificante ya calmado, su carne tranquila y su cerebro aliviado con la descarga hormonal reciente, enfrentó a su realidad. La vio ahí con los ojos entornados en una cara infantil relajada en el descanso tras la agotadora jornada. El rostro de Raquel se clavó en su cabeza como un dardo doloroso. Sus principios y valores adormilados por el deseo irracional, ahora despertaban acusadores causándole unas incontrolables ansias de huir. Pero ¿Dónde? Trató de ordenar sus pensamientos y aquietar la culpa con el recuerdo de su padre. – Él lo hacía siempre... Hans siempre supo como su progenitor aliviaba la soledad a la que lo condenó su madre. Pero eso no lo consoló mayormente. El no era así. Amaba a su esposa y pretendía llevar hasta las últimas consecuencias su juramento de estar con ella en salud y enfermedad. Una oleada de ternura inundó su pecho al recordar a su mujer en su gran lecho matrimonial cubierta con las cobijas levantadas por su prominente vientre emulando un gran cerro. En ese preciso instante se prometió a si mismo no volver a caer más en la dulce tentación de ese cuerpo nuevo y ardiente que tanto placer le otorgara momentos atrás.
Intentó incorporarse y delicadamente comenzó a deslizarse del abrazo joven que lo quemaba nuevamente. Ante estos movimientos la joven despertó y sobresaltada ante una amnesia fugaz, abrió los ojos desmesuradamente. Pero recordando lo acontecido sin culpa alguna, lo abrazó satisfecha y remolona. Hans apretó sus párpados y se prometió mentalmente.... ¡Esta será la ultima vez¡ y se dejó envolver nuevamente por el olor a hembra que fluía de ese cuerpo ya estrenado y ansioso de inspeccionar más en el ámbito del amor. Cuando lograron separarse se deslizaron furtivamente dentro de la casona. La muchacha con rumbo a su habitación junto al dormitorio matrimonial y Hans al lecho conyugal junto Raquel. Esa noche Esperanza se durmió aliviada de las descargas eléctricas que milagrosamente la dejaron en paz . Sin embargo Hans a pesar del agotador suceso no podía dormir. La culpa le aguijoneaba el alma y lo que era peor a pesar de su decisión de no volver a tocar más a la chica, el deseo por ella ya lo estaba atormentado nuevamente y eso le dolía más que todos sus remordimientos.

Manuelita, totalmente ajena a las andanzas de su avezada hija seguía llorando por los rincones a Guacolda y no sospechaba en lo más mínimo el vinculo que se había creado entre su muchachita y el amo. Por el contrario, se sentía agradecida de él y de su esposa por haberle dado la oportunidad a Esperanza de trabajar con ellos en el amparo calmo de la casona y a la vez permitirle ganarse unos pesos que le permitirían seguir estudiando y acariciar la posibilidad de obtener un mejor futuro, doblándole la mano al destino de los pobres, el cual es seguir teniendo hijos pobres. Raquel por su parte ni siquiera en sueños se imaginaría que su correctísimo esposo podría yacer con una campesina y más aún si ésta era casi una niña. Por lo que los amantes libres de sospechas y suspicacias se entregaban frenéticamente cada vez que la situación lo permitía, lo cual era muy seguido, ya que ellos se esforzaban por hacer todas las oportunidades posibles para sus encuentros, aunque hubiera que forzarlas muchas veces. Incluso la osadía de ambos llegó a su límite, cuando Hans comenzó a visitar a su joven amante en su propia habitación junto a la suya, sin considerar que ahí estaba su esposa, quien podría oír algún ruido que la hiciera sospechar que algo ocurría en el dormitorio de su dama de compañía. En una oportunidad Esperanza dando rienda suelta a su instinto, emitió fuertes gemidos. Raquel comenzó a llamarla a grandes voces. La chica concurrió bastante contrariada al llamado de su patrona con las mejillas arreboladas por la pasión. Al ser interrogada por Raquel por los ruidos, ella argumentó que lloraba por el recuerdo de Guacolda y que le disculpara por no haberse podido contener. Raquel enternecida por esa niña tan hermosa, dulce y educada, la consoló diciéndole que desde el cielo Guacolda velaba por ella y su madre. Esperanza le agradeció el gesto y volvió rauda a su habitación donde Hans la esperaba sobre el pequeño lecho, con los ojos pegados en el techo y la mente en blanco para no sentir los remordimientos que ya le podrían el alma


El verano llegaba a su fin y Manuelita infructuosamente intentaba interrogar a su hija sobre los planes que se suponía tenía para seguir estudiando en la ciudad, las escasas veces que la veía, pues a pesar de trabajar en la misma casona, ella evitaba en lo posible el contacto con su madre y más aún abordar el tema de su presunto éxodo de la hacienda. Realmente Esperanza había enloquecido de amor por su patrón y su infantil ingenuidad la tentaba a acariciar la frágil quimera de que él sentía lo mismo con respecto a ella. En las noches después de despegarse de Hans y ver su mano con la marca púrpura en el aire despidiéndose de ella para ir al lecho de su esposa, soñaba con que un día no muy lejano, estaría para siempre junto a él sin ocultarse. Los sentimientos de la muchacha eran fidedignos, no abrigaba ningún interés material y por esa cabecita loca nunca pasó ni fugazmente la idea, que ella podía solo ser un instrumento de desahogo en los brazos de ese amante quince años mayor que ella, casado y por sobre todas las cosas, enamorado de su esposa. Por su parte Hans vivía una constante lucha con sus propios sentimientos tan opuestos a sus actos. Él sabía a ciencia cierta que lo que estaba haciendo era ruin y bajo. Muchas veces sintió pánico al pensar que alguien pudiera descubrir lo que estaba pasando entre la chica y él. Pero la exquisitez de los encuentros, la pasión desenfrenada e incansable de la muchacha, lo hacían dejar para otra oportunidad la ruptura definitiva con ella.

Casi al finalizar Febrero, Raquel comenzó a sentir grandes contracciones que le quemaban las entrañas. Esperanza estaba junto a ella leyéndole un libro romántico imaginado que los personajes de él, eran ella y su amado patrón. Cuando la embarazada comenzó a quejarse en forma violenta y a revolcarse en su esponjoso lecho, Esperanza no se asustó, por el contrario un negro pensamiento le nubló la mente, llevándola a pensar que quizás su patrona se moriría en ese momento, por lo que había que tardar para buscar ayuda. Raquel desesperada ante la inmutabilidad de su asistente, la increpó duramente y le exigió que fuera por ayuda. La muchacha se incorporó lentamente y salió de la habitación, pero no fue por auxilio si no rompió a correr hasta el establo donde por primera vez amó a su patrón y esperó en las sombras un lapso de tiempo indefinido, hasta que oyó la voz de Hans que la llamaba del exterior. Salió pálida y sonriente, en sus manos aun conservaba el libro de amor que le leía a Raquel cuando ella comenzó el penoso trance. El hombre la miró estupefacto, realmente no pensaba encontrarla ahí escondida mientras su esposa que ya había roto fuentes yacía desvanecida por el dolor. Por primera vez Hans temió las consecuencias de los actos cometidos con esa adolescente que lo miraba con ojos reidores sin muestra de culpa. Quitando su mirada de la de la chica, musitó con voz plana y descarnada que su esposa estaba dando a luz y que no la quería más cerca de ella, porque había demostrado su irresponsabilidad al huir de la habitación sin prestarle ayuda, que él entendía que posiblemente estaba asustada, pero para evitar nuevos percances volviera al lado de su madre y que luego le enviaría el pago por sus servicios. Esperanza quedó paralizada, la sangre se heló en sus venas y sus piernas se negaron a sostenerla cayendo a los pies de Hans que atónito vio caer el cuerpo. Se inclinó junto a ella y la cargó poniéndola sobre una ruma de heno, como el día en que atolondrado por el calor de la pasión la acomodó para amarla. Ahora esa piel no estaba encendida como esa vez, ahora fría le causaba una cierta repugnancia. Intentó reanimarla lo más suavemente posible hasta lograrlo. Esperanza abrió sus ojos y lo miró fijamente, su cara pálida la hacía parecer más niña aún. Tomó fuertemente la mano con la mancha púrpura que acariciaba su rostro y le dijo: _!Creo qué estoy embarazada¡ - La profesora nos dijo en la escuela que la falta del periodo en una mujer que tiene relaciones sexuales indica que es un embarazo. Ahora fue Hans el que sintió el hielo correr por sus venas y ahora sus piernas lo abandonaron. Antes de caer logró sentarse en un banco rústico y con la cabeza tomada a dos manos se quedó en silencio mirando el suelo de tierra. Esperanza con la sensación de haber dado un golpe certero que la asustaba y la regocijaba a la vez ,se sentó a su lado sin proferir una sola palabra.

A pesar de la frágil salud de Raquel, ésta logró salir airosa de su parto, solo con la ayuda de algunas mujeres, ya que el doctor fue llamado bastante tarde a causa de la desaparición de Esperanza. Dio a luz un hermoso varón que a pesar de ser prematuro gozaba de una vitalidad enorme y su estado era más que satisfactorio. En su mano derecha lucía la marca de todos los Folsh una mancha púrpura diminuta con forma de estrella Hans se estremeció de ternura cuando vio a su hijo y el baúl de los remordimientos se abrió y dejó salir todas las culpas y arrepentimientos que ya eran inútiles, pues efectivamente Esperanza estaba embarazada. La alegría que le causaba el hecho de ver a su vástago sano y bello se veía opacada por la terrible situación por la que estaba atravesando. No podía pensar. Eran tantas emociones juntas que pensó que su cabeza explotaría y que los trozos de sesos quedarían esparcidos en varios metros a la redonda. Pero no le ocurrió nada y una vez que Raquel después del duro momento se durmiera profundamente y su hijo después de mamar hiciera lo mismo, tuvo que enfrentarse a la terrible realidad y sigilosamente se escabulló a la habitación de Esperanza sin estar seguro si esta todavía estaba allí o si se había marchado como él se lo había exigido. Pero estaba. Ahí en la penumbra sentada en el lecho y con las manos cruzadas en su regazo, lo esperaba segura que él vendría. Al mirarla ahí tan sumisa, humilde y compungida, no encontró la forma de abordar el tema que lo torturaba. Sentía la urgente necesidad de zafarse de ella. En ese preciso momento, tuvo la absoluta seguridad que nunca más la desearía y que jamás volvería a ponerle una mano encima aunque fuera la única mujer en todo el mundo. No la odiaba, no tenía motivos para eso, él era el maduro en esa situación y por ende el responsable de todo lo ocurrido. Su único deseo era que desapareciera de su vista , de su vida, de su entorno. Pero estaba embarazada y aunque él negara su paternidad. el solo pensamiento de que su esposa se enterara de que se rumoreaba que pudiera ser el padre de la criatura que Esperanza llevaba en el vientre lo horrorizaba. Sabía que Manuelita quizás se tragara la rabia y por esa resignación ancestral, aceptara el hecho y nunca le enrostrara la afrenta a su única hija. Pero¿ Esperanza? . Temía la reacción de la muchacha. Los pocos meses que la conocía le habían enseñado que era una joven decidida e impulsiva. Estaba seguro que le complicaría la vida, aunque él huyera con su pequeña familia, ella se encargaría de enterar a su esposa de lo que acontecía dentro de su matriz. Se le erizó el pelo, la verdad estaba muy complicado y por el momento lo único que se le ocurrió fue alejar a Esperanza de la Estrella Púrpura, por lo que rápidamente urdió un plan para tranquilizar a la chica que lo seguía mirando con ojos mansos, pero con un destello de soberbia que él percibió y que le provocó un escalofrío en todo su afligido cuerpo. Se acercó a la muchacha fingiendo una calma que estaba muy lejos de sentir e intentó explicarle que por lo delicado de la situación lo mejor era que ella se marchara por un tiempo mientras él buscaba la forma de arreglar los acontecimientos sin que nadie saliera lastimado. Le propuso se fuera a la ciudad cercana y ahí esperar el nacimiento del bebé, pero para justificar dicho viaje debía hacer creer a su madre que iría a estudiar como lo habían planeado y que debido a la falta de experiencia de ambas, el patrón amablemente se encargaría de acompañarla, escoger el colegio más adecuado y dejarla instalada en alguna pensión para señoritas. Esperanza lo escuchaba con la mirada perdida y un sabor amargo en la boca.


-¿Pero hijita? Interrogó la madre, ¿Cómo que va a viajar con el patrón?,Usté sabe como es la gente de hocicona y ¿quizás que van a empezar a copuchar cuando sepan?
Esperanza la miró con esos ojos de brasas que su madre conocía y que le anunciaba un berrinche de proporciones -.¡Mire mamá¡ Si el patrón dice que él va, él va ¿Entendido?
Manuelita siempre se sintió avasallada por esa chiquilla voluntariosa, que al final terminaba haciendo lo que le placiera. Pero esta vez sacó fuerzas de flaqueza y se impuso como madre -!Mire usté mijita¡ arguyó . Yo voy a hablar con don Hans y ahí veremos...

-Pero Patrón ¿Porqué no puedo ir también yo? Suplicó la madre ante la imponente presencia del patrón. Era la segunda vez que hablaba con el más de unas palabras, pero en esta oportunidad Manuelita lo hacía con voz firme y mirando fijamente la cara del amo. Anteriormente lo había hecho cohibida y titubeante cuando le rogó le diera la oportunidad a su hija de trabajar en la casona para cumplir el acariciado sueño de la superación de ésta. Hans percibió en la ansiosa voz de la mujer un dejo de recelo ante la decisión de llevar a Esperanza a la ciudad. Sabía que la mujer parada frente a él algo sospechaba ante el sorpresivo interés que demostraba. Rápidamente apeló al más bajo argumento que pudo argüir: Su condición de amo y señor. La miró fijamente y con tono despectivo y enérgico le lanzó una sarta de palabras rebuscadas de las cuales Manuelita no entendió casi nada. -Mira mujer. Si usted quieres viajar con ella hágalo, pero no sé que utilidad le prestaría a su hija. Los colegios de la ciudad no son muy proclives a matricular hijas de campesinas, porque no les consta que cumplirán con los aranceles y horarios que estos exigen. Además usted siquiera sabe leer y escribir, por lo cual no podrá enteraste de las cláusulas del reglamento interno que tiene cada liceo... y la pensión ¡Dígame¡ qué hará si le piden referencias? Algún papel que asegure que será una apoderada fidedigna y confiable... Hans comprobó como Manuelita se iba disminuyendo ante sus ojos como una flor silvestre bajo los rayos calcinantes del sol. Cuando la vio reducida al máximo, lanzó su tiro de gracia -- Ahora... yo me estoy creando un problema que no me corresponde asumir, lo hago porque la chica me agrada. Fue de gran utilidad para mi esposa y esto es un rasgo de agradecimiento, pero si tu encuentras que no está correcto., no voy y tu la acompañas. A esta altura de la conversación ya la tuteaba, lo cual desconcertó más a Manuelita, quien en una fracción de segundos tuvo que decidir su postura. Su corazón de madre trataba de decirle algo con sonidos sordos y palpitantes. Por un instante estuvo a punto de imponer su rol maternal y exigir ser ella quien llevara a la niña al mentado viaje, o en última instancia requerir ser incluida en él. Pero la presencia arrolladora del amo que la miraba con ojos implacables la anularon. Temía que él simplemente contrariado ante su desconfianza, decidiera retirar la ayuda a la chica. El rostro de Esperanza se le clavo en su cerebro. La vio en un acceso de rabia a los cuales le tenía un pánico atroz. Sintió un miedo escalofriante ante el hecho de perjudicar a su amada hija y bajo la cabeza rendida. –Cómo usté diga patrón.. Hans aliviado pero con el corazón helado por el miedo, la culpa y el remordimiento dio media vuelta y se dirigió a su casa, sin siquiera despedirse de la mujer que se quedó ahí parada sin poder con tantas emociones y presentimientos.

Esperanza no volvió a poner sus pies en la casona. La madre de Raquel quien recién había obtenido su jubilación, viajó desde la capital para encargarse del cuidado de su hija y nieto. Lo hizo con una antigua nana que le había servido toda la vida, por lo que prescindieron por completo de la presencia de la muchacha. Nunca la bondadosa Raquel reprochó a la chica por el abandono del cual la hizo víctima en esos desesperados momentos. Lo atribuyó a la corta edad de la joven y la ignorancia innata de las personas de su clase. Jamás una sombra de sospecha empañó su corazón o mente. Es que para aquella mujer era impensable una actitud así de parte de su marido, a quien creía conocer hasta la esencia misma de su ser. Incluso si alguien hubiese insinuado algo parecido, ella jamás habría podido creerlo. Su espíritu tan frágil como su salud era incapaz de abrigar alguna duda con respecto a ese hombre tan íntegro y mucho menos con una niña rústica y algo extraña.

El día que Manuelita vio partir a Esperanza junto a Hans en el carro conducido por el chofer del fundo con destino a la estación de trenes que los llevaría a la ciudad., un revoltijo de tripas la sacudió. Sus vísceras parecían gritarle con alaridos intestinos que algo no andaba bien. Pero al ver el semblante pálido y sereno de su hija, se guardó los malestares y sonrió alargando sus manos partidas por el duro trabajo para acariciar la cabeza de su hija. – Adiós mamá no sé cuando pueda venir a verte.... - ¡Pero mi niña ... yo viajaré cuando pueda... pronto nos veremos... que te vaya bien.... que Dios te bendiga. Manuelita siempre sintió a esa hija distante como si nunca le hubiese pertenecido. Incluso cuando era una bebé una vez satisfecha de su leche, la apartaba bruscamente, para luego buscarla cuando necesitaba calmar su hambre con sus pechos lácteos. A pesar de todo el amor que le prodigaron la buena Guacolda y ella, Esperanza siempre se mantuvo distante de sus emociones. Requiriéndolas solamente para satisfacer cualquier necesidad que de no ser satisfecha explotaba en terribles berrinches. Manuelita y Guacolda sabían cual era la causa de esa actitud egoísta y fría pero no se atrevían a comentarla, porque el causante de esa herencia genética no podía ser nombrado por las bocas de esas mujeres buenas. Ellas mismas sin ponerse de acuerdo se esmeraban en imaginar con todas las fuerzas que pudieran emplear, que la existencia de Pedro no había sido más que un mal sueño y que esa niña venía de un gran repollo que Manuelita fue a buscar a la chacra, como rezaba la historia que le contaban a Esperanza cuando esta exigió saber el origen de su vida.

Y ahí iba Esperanza sentada junto al padre del hijo que crecía en su vientre, callada, confundida y aunque no quería reconocerlo, asustada. No sabía cuales eran los verdaderos planes de su amante. El amor por él no se había extinguido, pero ahora era distinto. Una mezcla extraña de sentimientos donde existía deseo, amor, odio, recelo, temor y un sin fin de otras emociones, daba como resultado una sensación extraña que le ponía el corazón pesado y la mente en blanco. Hans nunca más volvió a requerir su compañía intima, jamás volvió a tocarla y hasta evitaba mirarla a los ojos. Le hablaba con un tono lejano y frío. Esperanza aplastada por los acontecimientos ocurridos en tan corto tiempo, porque en aproximadamente tres meses se había enamorado locamente, convertido en mujer, embarazado y como culminación al arrollador cúmulo de eventos, desdeñada por el causante de todos ellos. Ahora separada de su madre, su entorno, su vida entera, viajaba junto a ese hombre que semanas atrás suspiraba de placer en el breve lecho y ahora miraba absorto por la ventanilla del automóvil ignorando por completo su presencia.

El tren se desplazó raudo tragando todo a su paso y dejando una brecha enorme entre sus orígenes y ella. Esperanza sintió por primera vez miedo y soledad. La sensación de disminución absoluta estuvo a punto de hacerla explotar en llanto. Su corazón de niña se contristó por breves momentos y sintió la necesidad de llorar, gritar, saltar del convoy y rehacer el largo camino a su casa corriendo para llegar a caer exhausta a los brazos de su madre, y luego hundir su cara en la tierra que cubría los pobres restos de Guacolda metidos en el absurdo cajón pegajoso. Pero los genes de su padre le ganaron a los sentimientos buenos heredados de su progenitora y se contuvo sepultando esa avalancha de emociones que la acercaban a lo que era: una niña.

Hans no llevó a Esperanza a la ciudad cercana, la traslado a la capital del país muy lejos de sus raíces. Aún no tenía claro que pretendía hacer. Su mente desquiciada por los últimos sucesos, lo hacía actuar en forma insensata. Entre sus delirios urdió una idea que de solo pensarla parecía descabellada. Esta era convencer a la chica que culpara de su embarazo a algún compañero de curso de la supuesta escuela, donde teóricamente estudiaría..
Pero desechó el plan temiendo que la chica se alertara ante la evidencia de sus deseos de marginarse de todo lo ocurrido y desatara la tormenta sobre él y los suyos. Egoístamente despojó a Esperanza de toda esencia humana incluyendo a su hijo, transformándolos a los dos, simplemente en estorbos de los cuales debía librarse pues significaban un peligro para él y su familia. Intentaba a duras penas, no escuchar a su conciencia que trataba de abrirse paso entre el enjambre tejido por su egoísmo y hacer escuchar su voz que no le diría conceptos muy agradables. Por esta razón Hans se concientizó con la idea de que la única culpable era la chica a tal punto que terminó creyéndolo y su conciencia terminó anestesiándose por un largo tiempo.

Esperanza no profirió palabra alguna durante todo el tiempo que duró el viaje. No pensaba en nada o intentaba no hacerlo, porque al recordar a su madre y tomar conciencia de su situación, sus pensamientos se transformaban en negros nubarrones que finalmente se convertían en lluvia salada que corría por su cara y a ella no le gustaba llorar. Prefería dejarse llevar sin protestar, además tenía una ventaja, en el fondo de su corazón sabía que Hans le temía y eso le daba una sensación de superioridad frente a aquel hombre que hasta hacía poco amaba, pero que ahora sentía tan lejano e irreconocible.
Cuando Esperanza arribó a la capital en compañía de Hans quedó perpleja ante esa urbe magnífica y desconocida. Los monumentales edificios, los vehículos bulliciosos que solo conocía por fotos que veía en la escuelita, el tumulto de seres humanos apresurados, las gigantescas tiendas llenas de artículos multicolores y todas las cosas que componen una ciudad enorme y deslumbrante. Una vez repuesta de la impresión ante el impacto que le causo la capital, sus ojos se fijaron en la cordillera. Las serenas montañas azules coronada con escasa nieve parecían ser lo más sensato en esa urbe de locura. La belleza de ésta maravilla natural, la conmovió a tal punto que dejó deslizar la fría piedra que cargaba su corazón y el cual aliviado apresuró su marcha echando a andar el engranaje de las emociones que terminaron de botar una a una las barreras que Esperanza levantara, terminando su trabajo en los ojos de la muchacha, los que se desbordaron como ríos atochados de lluvia y las lagrimas afloraron con fuerza, calientes y saladas. Le corrieron por el rostro y unas se le metieron a la boca ya amarga, tornándola más amarga. Otras cayeron en sus manos entibiándolas ya que a pesar del calor reinante estaban congeladas. Lloró por un largo rato hasta que los ojos se aliviaron del fluido emocional, la boca recuperó su dulzura juvenil y las manos recobraron el calor natural de la gente joven. Su corazón descargado volvió a latir normal.
Hans detuvo el automóvil que rentó y sin dirigir ni siquiera una mirada a la joven que permanecía a su lado demudada e inmóvil. Descendió del carro y desapareció por algunos instantes que para Esperanza fueron eternos. Reapareció con un periódico en su mano e ingresando nuevamente al móvil comenzó a hojearlo hasta encontrar lo que andaba buscando: una larga lista de pensiones. Ayudado por un lápiz comenzó a subrayar lo que le pareció llenaba sus expectativas. Finalmente se decidió por una y echó a andar el automóvil completamente mudo y distante. Esperanza sentía su estomago contraerse de hambre y los ruidos gástricos provocados por esa situación llegaron a los oídos de Hans quien recién pareció asumir la compañía de la muchacha,le dirigió un breve -¿Tienes hambre?. La chica asintió con la agraciada cabeza. Él con el rostro carente de cualquier emoción le comunicó escuetamente que la llevaría enseguida a comer algo. Condujo por un breve tiempo estacionándose frente a un pequeño restauran, la instó a bajarse haciendo lo mismo. -Adelántate, yo iré enseguida. Esperanza sintió que ya la separación definitiva se había concretado y que esa entrada sola al pequeño local simbolizaba el resto de su joven vida, sin la presencia de Hans. El hambre desapareció y en su lugar se instaló un vacío frío que invadió no solamente su estómago, sino que también su corazón su cuerpo entero. Sus piernas flaquearon y amenazaron con dejarla caer. Se balanceó peligrosamente. De soslayo vio a Hans que ni siquiera hizo un esfuerzo por detener la eventual caída. Se aferró a una mesita y esperó unos instantes que la molestia desapareciera., la física, porque las emocionales nunca más dejaron de atormentarla.

Luego de la frugal comida que Esperanza apenas probó, Hans la trasladó hasta lo que sería su hogar por el tiempo que él supuestamente buscara algún arreglo a la incómoda situación. Era la típica pensión de regular categoría, la cual funcionaba en una casa de aspecto vetusto pero acogedor. Tenía un cierto parecido a la casona de la Estrella Púrpura pero en formato minúsculo. Al llamado de Hans apareció en la enorme puerta una mujer de aspecto bondadoso muy limpia y acogedora. A esperanza le vino a su atolondrada cabeza la imagen de Guacolda, pero fue como un relámpago que se apagó en el instante. “_Buenos días señora, vengo por el aviso” manifestó Hans exhibiendo el periódico doblado en la lista de pensiones donde se destacaba subrayada la dirección. La señora los hizo pasar al interior de la vivienda que resultó más grata que su exterior. Esperanza se sentó en un amplio sofá acariciando la frágil idea que Hans lo haría junto a ella, pero se equivocó, éste se ubicó en un pequeño sillón, el más alejado del lugar donde ella se encontraba. -Bien señora... comenzó Hans, El asunto que me trae acá es el siguiente: Resulta que esta muchacha es hija de una empleada mía y cometió el error de embarazarse.... ¿Usted sabe? Cosas de chiquillos, En el verano conoció a un joven esos a los que llaman mochileros y se enamoró... Al pronunciar estas últimas palabras cargó el acento, dándole un tono irónico. Esperanza sintió que un cuchillo frió le rasgaba las entrañas alcanzado con su filo al niño en gestación, quien se agazapó en su vientre, pero no refutó nada de lo que decía Hans, ni siquiera lo miró, siguió con sus ojos fijos en el piso, sangrando por los poros una sangre trasparente que se escurrió por su cara, sus manos, su cuerpo entero. Hans temió por un instante una reacción adversa por parte de la muchacha que semanas antes suspirara entre sus brazos, pero comprobó tranquilo que ésta se encontraba tan conmocionada con todo lo que estaba sucediendo, que difícilmente se revelaría, total él era y sería siempre el amo.


Esperanza quedó instalada en la pensión y Hans tras una breve despedida donde le dejó en claro que se haría cargo de su manutención y que se preocuparía que no le faltara nada, se marchó, seguido por la mirada de la dueña de casa, quien desde el primer momento se dio cabal cuenta de la verdadera situación que aquejaba a esos dos seres y consciente de que posiblemente él no volvería, pesar de dejar pagado muchos meses por adelantado, aceptó a la muchacha en su casa y en su corazón. Efectivamente, Hans nunca más volvió a aparecerse por la casa, pero siguió cumpliendo regularmente con los pagos a través de un cheque enviado a la señora Marta González, nombre de la dueña de la pensión, la cual al cambiar el documento, siempre se preocupaba de compartir con la muchacha parte del dinero.

Esperanza vio pasar por la ventana de su cuarto que rara vez abandonaba, los días , las semanas y los meses. Algo había pasado en su interior que prácticamente le impedía pensar. Solo esperaba: A su hijo, a su madre, a quien nunca más volvió a ver y a lo que viniera. A Hans lo dejó de esperar el mismo día que dejó la pensión, jurándole que jamás le faltaría nada a ella y al hijo que ya amenazaba con hacer explotar su vientre. La señora Marta trataba de hacerle lo más llevadera su penosa situación. Intentaba llegar a esa alma herida, pero chocaba violentamente con un muro de indiferencia que no le dejaba avanzar con una caricia de consuelo. Temía que dentro de la chica no solo se estuviera gestando una vida nueva, sino un rencor que no solo destruiría su vida alcanzado al pequeño ser y muchos seres más.

En cuanto vio llegar el automóvil del amo al fundo, Manuelita salió a su encuentro inquiriendo información sobre su hija. Hans le comunicó escuetamente que Esperanza había quedado instalada y que en los próximos días iniciaría sus actividades estudiantiles. La madre llorosa, le agradeció las molestias ocasionadas y tímidamente le solicitó la dirección del lugar donde se encontraba su hija. Hans garabateó una dirección inventada y le alargó el papel a Manuelita, quien lo recibió trémula y completamente desconcertada ya que no sabía leer, pero igual guardó el papel en el bolsillo del delantal. Hans intentaba no mirar a la mujer que buscaba atrevidamente sus ojos con los de ella, algo extraño, ya que los campesinos siempre bajaban la mirada al dirigirse al patrón. La mujer intuía que el amo ya no era digno de respeto, era una sensación extraña que no alcanzaba a procesar, solo la sentía.


Hans trató desesperadamente de retomar su vida lo más normal que la situación lo permitía. Amaba a su mujer con el amor tranquilo al cual ambos estaban acostumbrados. La pasión desenfrenada que practicó con Esperanza no le dejó nostalgia alguna. Le gustaba amar así. Oskar el hijo de ambos crecía fornido y sano y los lazos que lo ataban a él y su esposa se hacían cada vez más fuertes y rotundos. Comenzó a vivir algo parecido a la felicidad que era empañada cuando Manuelita le preguntaba cada vez más seguido y en tono más inquisitivo el destino de su hija. Al principio le rogaba la llevara donde ella, pero con el paso del tiempo, comenzó a exigir lo hiciera. Hans ya no tenía argumentos para negarse. Hasta que finalmente declarándose completamente contrariado por la impertinencia que últimamente usaba Manuelita, la instó a marcharse del fundo en busca de su hija. Le canceló una gran cantidad de dinero y le garabateó nuevamente una dirección, esta vez la verdadera, luego le exigió se fuera a la brevedad porque ya lo tenía más arriba de la coronilla, según sus propias palabras. En resumen Manuelita fue despedida por su patrón, el mismo que abusó de la inexperiencia primitiva de su hija, embarazándola, separándola de ella, prácticamente abandonándola en una ciudad desconocida y expulsándola a ella misma de la casa que la había acogido años antes que él llegara al mundo. Por primera vez Manuelita sintió la superioridad de los amos sobre sus peones. Siempre supo que existía y lo experimentó en carne propia, pero ahora estaba cierta que el amo era dueño de echarla de su casa y ella no podía hacer nada en contra de esa determinación.



Esperanza dio a luz un varoncito gordo y hermoso a quien llamó Antonio. En su regordeta manita derecha lucía la mancha púrpura que delataba su herencia genética en forma tangible e innegable. Cuando Esperanza vio esa marca, se le vino a la memoria las manos cálidas y grandes de Hans recorriéndola entera. La mano que él levantaba cuando se despedía de ella. La mano que cerró la puerta de la pensión tras de sí, para nunca más volver. Por un momento el amor amenazó con invadir su corazón nuevamente, pero no pudo entrar, estaba atestado por el rencor.

En esos meses, Marta intentó suplir a la madre que tanto necesitaba Esperanza. Nunca le preguntó nada a la chica, abrigaba la ilusión en su corazón noble que algún día le contaría todo lo ella ya sabía. En tanto solo se preocupaba de prodigar cariño y todos los implementos necesarios que solventaba con el cheque mensual, única señal que Hans aún estaba vivo y recordaba muy a su pesar la existencia de Esperanza.

En la pensión de Marta pernoctaban dos personas más, un caballero y una dama que solo venían a dormir. Los hijos de la dueña de casa ya habían formado sus propias familias y vivían lejos. Esperanza no los llegó a conocer hasta el fatídico día en que Marta amaneció decaída y sin alcanzar a obtener cualquier ayuda murió ante la desesperación de la muchacha que vio con espanto que la única fuente de amor y ternura se secaba ante ella y su pequeño hijo que dormía entre sus brazos con la manita manchada de púrpura empuñada como en un gesto de amenaza.

Esperanza no fue capaz de ir a dejar a Marta al cementerio. Los otros pensionistas más sus dos hijos la acompañaron en su último viaje a la tierra que la recibió regocijada por la noble tarea que le significaba acoger un alma buena que nunca hizo daño a nadie.


La muchacha fue devastada por los sucesos. Su acumulación de funestos acontecimientos la habían permeabilizado la coraza con la que se cubrió siempre. Ahora, estaba expuesta a todos los dolorosos hechos, desprotegida y con las carnes del alma hecha jirones. Por primera vez sopesó su situación. Sola, lejos de su tierra, sin dinero, desconocía por completo la ciudad, casi una niña y para coronar todas las desgracias, con un pequeño al cual su padre prefería olvidar que había nacido. Hans jamás volvió a la pensión y nunca se quiso enterar del estado de ella y su hijo. Una nausea enorme le subió desde el vientre sacudiéndola entera. Intentó llorar pero no pudo.

Al cabo de dos semanas posterior a la muerte de Marta, los hijos de ésta decidieron cerrar la pensión. Hablaron con todos los residentes incluida Esperanza, quien escuchó los argumentos para tal decisión como un condenado a muerte escucha su sentencia. Estaba demasiada bloqueada para pensar, para preguntar. Ni siquiera estaba segura si Hans aún continuaba enviándole dinero. Jamás tocó el tema con Marta. Todas sus necesidades como las de su hijo eran ampliamente satisfechas por la noble mujer y muchas veces Esperanza llegó a pensar que ella los mantenía con sus propios ingresos. Pero no era así. Hanss enviaba religiosamente el cheque una vez al mes, tratando con eso de calmar su conciencia que a ratos amenazaba con reventarle los sesos y el pecho. El día en que Esperanza abandonó la casa que durante más de un año la había cobijado primero a ella y luego a su hijo, era una autómata. Su situación la superó por completo por lo que ya no pensaba, solo caminaba penosamente cargando a su hijo, muchos bultos multicolores y la pequeña maleta que llegó con ella el último día que vio a Hans.

La ciudad la recibió como una fiera hambrienta. La realidad de la muchacha era desesperada. Desde el día que llegó a la capital muy pocas veces abandonó el amparo de la pensión, por lo que no conocía la metrópoli. Para empeorar su escenario, no tenía ni un centavo y aunque los hubiera tenido no sabía a ciencia cierta como manejar el dinero, ya que en su tierra éste no era materia conocida para los campesinos como ella. A los hijos de Marta jamás se les pasó por la mente la situación extrema de la chica. Para ellos era una muchacha que arrendaba un cuarto en la casa de su madre, por lo tanto podría arrendarlo en otra parte. Nunca imaginaron las circunstancias que rodeaban a esta joven, ni tampoco se esmeraron en averiguarlo. La idea era finiquitar lo antes posible cualquier gestión derivada de la casa materna y ojalá venderla rápido. Pronto los pensionistas incluida Esperanza, fueron desechados de las preocupaciones de los hijos de Marta.

Y ahí va Esperanza entre la aglomeración de personas indiferentes, con su hijo en brazos y arrastrando su equipaje y su vida. Pronto el hambre le comenzó a torturar el cuerpo. Todo esto aumentado por el frío que ya se apropiaba de la ciudad ante el éxodo del débil sol de otoño. Su hijo reclamó por alimento, así que ella acomodada en un banco de la ciudad que ya se quedaba desierta, se aprontó a amamantarlo. El niño ávido se aferró al inflamado pecho de su madre. Esperanza pese al hambre y frío que ya la torturaba por completo, no lograba reaccionar del todo. Un hombre se sentó a su lado. Era un ser de aspecto grosero. Ella no se percató pero la seguía hacía un largo rato, guiado por el olor de la desesperación de la chica. La experiencia adquirida en las oscuras sendas en las cuales caminaba, le dio la intuición para oler cuando una presa es débil. Esperanza hundida en el fango de la incertidumbre no percibió la presencia del sujeto, solo cuando éste le habló, dio un salto de asombro y lo miró con ojos inexpresivos -¡Hola¡ le dijo -¿Está perdida la niña? Esperanza sintió el impulso de huir.... pero ¿Dónde? - ¡Sí¡ respondió con un hilo de voz.... -¡Y¡ ¿Tiene hambre la niña? Inquirió en tono socarrón, ella asintió con un movimiento de cabeza. ¿Y la guagüita es suya? Indagó el hombre. Ella respondió con el mismo gesto anterior. -Vamos a mi auto y ahí come algo. Tengo algunos dulcecitos que le van a gustar. Añadió acariciando con la punta de los dedos gordos y sucios la fría mano de Esperanza. Esta no contestó, se dejó ayudar para incorporarse y caminó junto al hombre. Finalmente llegaron hasta una calle sucia y solitaria en donde se encontraba estacionado un automóvil desvencijado. Él abrió la puerta del carro, Esperanza a duras pena se metió dentro arrastrando penosamente su equipaje sin soltar a su hijo. El sujeto se instaló a su lado y abriendo la guantera extrajo un paquete arrugado, sacó unos chocolates rancios y semiderretidos y se los ofreció a la chica. Ella ansiosa, cogió las golosinas con una mano sin aflojar a su pequeño que dormía placidamente en sus brazos. Una vez calmada la quemadura que le laceraba el estomago se quedó quieta y con la mirada fija en el vació, -Ahora ¿ me va a pagar el favorcito mi linda? Interrogó el hombre con la voz enronquecida por el deseo, mientras que manoseaba la pierna de Esperanza. Ella no contestó y solo se dejó hacer, sin voluntad ni cuestionamientos. Esa noche, mientras el pequeño Antonio dormía en el asiento delantero, en el posterior su madre se estrenaba en la prostitución por unos chocolates añejos.


Una vez saciado su cometido, el hombre se arregló la ropa, encendió un cigarro y le lanzó una propuesta. ¬-Mira- Le dijo.- Tu estás sola con tu crío y por lo que palpo, más sola que un perro callejero ¿Qué te parece que hagamos negocios los dos? Yo te consigo algunos clientes cariñosos y te aseguro techo, comida y algo de platita para el bolsillo. Si te decides empezamos enseguida ¿Qué me dice? Ella aún recostada con la ropa y el cabello en desorden, sucia y despojada completamente de dignidad, asintió con la cabeza con un gesto apenas perceptible. El hombre cambió rápidamente de asiento, le entregó al dormido Antonio y puso en marcha el automóvil internándose en unas callejuelas tan desiertas y sucias como el lugar donde Esperanza enterró para siempre el último vestigio de decencia. Finalmente el hombre estacionó el coche e impetó a la chica para que se ordenara un poco. Luego desapareció en la oscuridad. Ella obedeció a medias y arregló desganadamente su ropa y cabellos. Esperó apretando a su hijo, quien despertó y exigió ser amamantado. En eso estaba Esperanza, cuando apareció el sujeto acompañado de otro quien mostraba claros signos de estar completamente borracho. Ambos se acercaron al vehículo y el primero abrió la puerta para que el segundo observara de cerca a Esperanza. Luego se apartaron un poco para tratar el precio del servicio. Una vez acordado el trato, el borracho se metió dentro del auto. El otro hombre prácticamente le arranco al bebé de los brazos a la chica retirándose un trecho para dar un poco de intimidad al abyecto encuentro. Esperanza experimento una sensación de pánico al ver al sujeto alejarse con su hijo, pero se contuvo. Durante todo el tiempo que duró el penoso trance, no apartó sus ojos del hombre que se paseaba impaciente con su hijo por la oscura calle. Finalmente para su alivio el borracho logro su objetivo y se aparto sudoroso del cuerpo sucio y adolorido de Esperanza. En ese preciso momento Antonio rompió a llorar y el hombre se lo entregó contrariado. El ebrio se alejó tambaleante con los pantalones a media pierna, para luego caer en plena acera donde se quedó dormido con las nalgas arrugadas y grasosas descubiertas. Esperanza estrechó a su hijo quien se aferró a los pechos desnudos y baboseados de su madre, para rechazarlos de inmediato asqueado por el sabor etílico que aún permanecían en ellos. Su madre los limpió prolijamente con su blusa que yacía en el asiento, ofreciéndole los pechos limpios a su pequeño, quien finalmente cediendo al hambre, succionó primero con recelo y luego con vehemencia.

Esa noche Esperanza rentó su cuerpo a tres hombres diferentes. Cuando por fin amaneció, su proxeneta la llevó a una mísera pieza que pagó con el dinero obtenido con la chica. Le compró un poco de pan, le dejó unos cuantos billetes sucios y arrugados y se marchó, no sin antes recordarle que la pasaría a buscar a la noche, así que por lo tanto se preocupara de descansar ya que lo necesitaría porque el negocio prometía.

Para Manuelita la tarea de buscar a su hija era titánica. Ella una pobre campesina analfabeta que nunca había salido de su tierra y prácticamente el único idioma que manejaba era el champurreado español de sus amos y el lenguaje ambiguo y escaso con el que se comunicaba con sus iguales, no tenía el más mínimo conocimiento del manejo del dinero y que para coronar cualquier desventaja, tenía un miedo eterno a todo, herencia que le dejó su horrorosa vida marital. Todo esto la convertía en un ser apocado y temeroso, incapaz de preguntar por miedo a dejar de manifiesto su ignorancia y vulnerabilidad. La dirección garabateada por su patrón realmente no le ayudaba en nada. Ella ni siquiera sabía en que ciudad quedaba la calle cuyo nombre aparecía en ese papel. Además no podía descifrar lo que ahí decía. Se dio el trabajo de recorrer casi la totalidad de las avenidas de la ciudad más cercana a su lugar de origen, pensando que su hija estaba ahí, comparando los signos que aparecían en los grandes letreros de cada esquina con el maldito papel, por fortuna Hans escribía usando letra mayúscula tipo imprenta, pero eso no ayudó mucho. Pasado más de una semana sin tener éxito, pernoctó en diversos cuartos de alquiler, donde en más de una ocasión se aprovecharon de su ignorancia y le cobraron en forma desmesurada. Pero manuelita no le daba importancia a pasar papeles sin medida, total eran solo eso, papeles, nunca pensó que pasaría cuando estos se acabaran. Pero Guacolda desde el más allá se dio maña para guiar a su amada ahijada a un lugar donde encontraría un alma caritativa que intuyendo la angustiosa situación de la mujer,, se preocupara en indagar en que andaba. Cuando la dueña de la casa de pensión le preguntó de donde era y que buscaba, Manuelita titubeo en responder presa de su miedo intrínseco, pero los ojos claros de la mujer le trajeron la presencia de Guacolda y se abrió como una compuerta abarrotada, dejando salir un caudal desbocado que prácticamente avasalló a la señora. Le contó de su hija, de la extraña conducta del patrón. Le habló de la incertidumbre sobre la suerte corrida por Esperanza, de su analfabetismo, su falta de conocimiento del valor de esos papeles que yacían desordenados en el fondo de su pobre maleta, en fin, dejó escapar toda la angustia que la estaba matando. La mujer ya un poco respuesta de la avalancha emocional que la hizo víctima su interlocutora. Comenzó a ordenar un poco la situación. Le propuso darle alguna información sobre el uso del dinero al menos para que le alcanzara hasta que encontrara a su hija. Además le pidió alguna pista para tratar de llegar a ella. Manuelita bañada en lagrimas y aliviada de la carga de emociones casi olvidaba el papel escrito que guardaba porfiadamente el paradero de Esperanza. Lo buscó en los anchos bolsillo de su vestido campesino. Ahí estaba el maldito escrito, arrugado como cara de abuela y casi en blanco por el roce de los dedos desesperados de ella. Se lo ofreció temblando de miedo. Temía que esa buena señora tampoco tuviera idea donde quedaba la maldita calle que retenía a su hija. Esta con seria dificultad leyó el breve manuscrito y una luz de sorpresa iluminó sus ojos de cielo. ¡Oiga¡ Pero si es la misma dirección donde vivía mi hermana. ¿Sabe? Ella vive en la capital hace como diez años y yo siempre le escribo a esta dirección.... Mas bien dicho, le escribía. La dueña de esa pensión falleció, por lo cual mi hermana ahora reside en otra parte....!Pero¡.... yo tengo su actual número de teléfono ¿Si usted quiere la llamo? El corazón de Manuelita no daba en su pecho. Eran tantos los latidos que le impedían hablar y a ella le parecía que llenaban la estancia por lo que aunque lograra hablar, su voz sería apagada por el retumbe de su pecho. La mujer repitió la pregunta y Manuelita con un grito magnifico asintió. La señora le ofreció el teléfono, pero al comprobar que la persona que estaba frente a ella no tenía el más mínimo conocimiento de su manejo, efectuó ella toda la operación hasta lograr dar con su pariente. El monosílabo que oyó Manuelita la exasperó. A ratos pensaba que esa señora tan gentil estaba loca y que fingía hablar con alguien. Finalmente la dama apartó el auricular de su oído y le preguntó apresuradamente calculando el tiempo y el oneroso precio que tendría la llamada, que sabía pagaría ella misma ya que su conciencia no le permitiría cobrársela a la mujer que aún se convulsionaba con unos sollozos chiquitos que se negaban a dejarla en paz. ¿Usted viajaría a la capital? Porque según mi hermana, si conoció a su hija y al bebé. No sabe que pasó con ella, pero se ofrece a ayudarla en la búsqueda. Ella se desenvuelve muy bien en esa enorme ciudad. Si está dispuesta a ir, mi hermana se ofrece a esperarla y recomendarla en la pensión donde ahora reside y en sus ratos libres averiguar sobre la muchacha. Manuelita quedó paralizada por la emoción. Esa mujer a la cual ella no oía, conocía a su hija, estuvo con ella y hasta podría ayudar a encontrarla. Algo no le encajaba en su afiebrada mente ¿A qué bebé se refería? ¿Quizás confundía a su hija con otra muchacha? ¿Iría usted? Repitió impaciente la mujer. ¡Sí, sí¡ exclamó en un alarido estridente y desquiciado. Manuelita estaba al borde del colapso. Buscó una silla y se sentó temblando como las hojas de los árboles de su tierra, cuado el viento las tironeaba hasta arrancarlas de la rama maternal. La mujer colgó el auricular, se instaló en otra silla frente a ella y le dijo firme pero dulcemente¬ -¡Ahora me va poner mucha, pero mucha atención¡. En los próximos dos días esa mujer que se asemejaba tanto a Guacolda y quizás poseída por su alma que desde el infinito intentaba ayudar a las mujeres que tanto amaba, la instruyó al máximo que podía asimilar el primitivo entendimiento de Manuelita, sobre los pasos a seguir. Le separó el dinero en pequeños fajos intentando calcular lo que debería gastar en su futura titánica empresa: Viajar a la enorme urbe en busca de su hija. La campesina era ignorante pero no idiota, al contrario su inteligencia sepultada por su rústica vida, comenzó a despertar del letargo obligado y pronto aprendió lo más básico e incluso aventajó los propósitos nobles de la generosa dama. El día escogido para viajar, la acompaño a la estación. Le hizo cancelar el pasaje y con satisfacción comprobó que su accidental alumna entregaba la cantidad más aproximada que le requirieron y espero el vuelto. La dejó en el tren y le entregó unos paquetes manchados de aceite, que envolvían unos panes amasados con carne por si el hambre la asaltaba en el largo camino. Le besó la frente y le deseo mucha suerte – Recuerde... Mi hermana la esperará en la estación. Le indiqué sus características físicas y usted solo debe fijarse en la foto que le entregué y ubicarla. ¡Qué Dios la bendiga¡ Manuelita enmudecida por la emoción y por su condición de campesina introvertida solo pudo musitar - ¡Gracias¡. Pero en el apretón de manos le comunicó todo su agradecimiento. Una vez emprendido el viaje Manuelita cayó en la cuenta que aquella noble mujer no le había cobrado un peso por su estadía, ni los panes, ni todo el esfuerzo por enseñarle el uso de los malditos papeles. Su corazón se apretó por el remordimiento. Pero luego con la alegría que significaba la posibilidad de encontrar a su hija, esa molesta sensación se desvaneció en el aire. El alma de Guacolda se regocijaba suspendida muy cerca de su ya adormecida ahijada.

Zoila la hermana de la buena señora que tantas atenciones prodigó a Manuelita, efectivamente la estaba esperando en la estación. No fue necesario ver la foto, era tan parecida a la noble dama, que la ubicó de inmediato. Poseía un par de ojos azules que le daba a su cara una ternura acogedora. Manuelita nuevamente sintió la cálida presencia de Guacolda que la miraba a través de esa desconocida que le sonreía afable. Se saludaron torpemente sin hallar que decir. Manuelita se dejó llevar por esa mujer que jugaría un papel fundamental en todo el futuro desarrollo de su vida.

Zoila llevó a Manuelita hasta la casa de pensión donde actualmente residía. Habló con la dueña y ésta accedió a facilitarles una pieza con dos camas. Manuelita más diestra en esos asuntos se apresuró a preguntar el precio y cuanto debía cancelar por adelantado. El costo la dejó bastante satisfecha, más aún por que tendría a su aliada a su lado para averiguar todo lo que más pudiera. Así lo hicieron, Una vez semiordenado el cuarto que compartirían, ambas sentadas en uno de los lechos comenzaron a hablar. Manuelita ansiosa, disparaba preguntas como una metralla. No tenía ninguna fotografía de su niña, pero la describió tan vehementemente que a Zoila no le cupo la menor duda que la muchacha que ella conoció era Esperanza. ¡Sí, era ella¡ aseveró su nueva amiga. Yo la vi llegar cuando aún no se le notaba su embarazo- ... La trajo aquel señor rubio, alto muy buen mozo. Se notaba molesto, como enojado con la chica. Nunca más se vio por allá. Incluso cuando nació el nene, él no apareció. Sinceramente no sé quien pagaba la estadía y gastos de la chica. Pero se veía bien. Marta se preocupaba de todas sus necesidades.... Marta era la dueña de la pensión- aclaró. ¡Pero....¡ ¿Está usted segura que mi hija tuvo un bebé?- ¡Por supuesto que lo estoy¡ aseguró Zoila ¬–Era un niño precioso- ¡y esa mancha tan especial en su manita¡ Yo lo cargué muchas veces- ¿Una mancha? Preguntó Manuelita al borde del desmayo... -¡Sí¡ continuó sonriendo Zoila –Era una manchita en su mano derecha, como una estrella roja.... se destacaba, porque era bien definida. Su nieto es muy hermoso exclamó la mujer sonriendo, sin siquiera sospechar la bomba que había arrojado involuntariamente sobre su reciente amiga. Manuelita comenzó a sudar frío. Sus sesos amenazaban con explotar y dejar un reguero ardiente por todo el cuarto. Zoila al ver la cara de Manuelita temió que cayera muerta en ese preciso momento y lugar. Corrió a pedir un vaso de agua con azúcar a la dueña de casa y presurosa se lo hizo beber. Lentamente la atormentada humanidad de Manuelita comenzó a volver a la calma. Poco a poco comenzó a hilvanar la historia. La verdad se develó a su entendimiento como una película, la cual ella nunca había visto. Fue pegando cada trozo como quien arma un gran rompecabezas hasta que lo tuvo completamente armado y lo observó detenidamente. La verdad saltó clara como una cascada de su lejana comarca. Le costaba asimilar el hecho de no haberse dado cuenta. Se culpó por no oír los oscuros presentimientos de la buena de Guacolda. Se flageló con la fusta áspera del remordimiento, pero ya no podía volver atrás, por lo tanto con su entereza de mujer ruda y moldeada a fuego por la vida, se secó las lagrimas que no paraban de invadir porfiadamente sus ojos oscuros hacía bastante tiempo, se decidió a encontrar a su hija, con la ayuda de Dios y de esa mujer que el destino, El Altísimo o el fantasma protector de Guacolda había puesto en su camino. La encontraría a ella y al niño hijo de ese infame patrón que ella llegó a respetar hasta la sumisión. Su corazón era demasiado simple como para sentir odio, pero percibió en el fondo de él una sensación extraña y molesta, como una puntada aguda parecida a la que le inspiraba su difunto esposo Pedro cada vez que tercamente le invadía el pensamiento.
Zoila trabajaba en una casa particular desempañando labores domésticas. Salía muy temprano en la mañana y volvía bastante avanzada la noche. Sus patrones le sugirieron en múltiples ocasiones que pernoctara en su lugar de trabajo, pero ella nunca aceptó, porque consideraba que perdería su libertad, la que defendía a brazo partido, esto causó su soltería ya que no era mujer de cadenas. Abrazó la causa de encontrar a Esperanza como propia, por lo tanto en cuanto su escaso tiempo se lo permitió, agarró a Manuelita de un brazo y partieron rumbo a la casa donde alguna vez vivió su hija. La propiedad tenía nuevos dueños quienes desgraciadamente desconocían cualquier dato que permitiera dar con la chica. De todas formas les facilitaron la dirección y el teléfono del mayor de los hijos de Marta, temiendo estar cometiendo una indiscreción, pero ante los ruegos de las dos mujeres no pudieron negarse.

A través de una extenso contacto telefónico con Ramón el hijo de Marta, Manuelita se enteró que éste ignoraba por completo el destino de su hija, pero a la vez supo que Hans enviaba un cheque mensual a su difunta madre para la manutención de Esperanza. Este documento llegaba en forma misteriosa mensualmente, pero por ser nominativo nadie podía cobrarlo. Él, personalmente fue al Banco que aparecía impreso en el efecto y solicitó se comunicaran con el cliente para informarle que su madre había muerto. Ramón nunca conoció a Hans pero se enteró de los envío de éste a favor de Esperanza a través de Marta quien se lo comentó en una de las escasa llamadas que se hacían el uno al otro. Para Manuelita no significó ningún consuelo saber que su patrón en algún momento ayudó económicamente a su hija, al contrario, sintió una rabia infinita por la enorme irresponsabilidad de Hans al no intentar averiguar que fue de la muchacha después del fallecimiento de Marta. Sencillamente se desligó de ella y su hijo, como quien se saca un gran peso de encima. Y efectivamente, Manuelita no estaba tan lejos de la realidad que vivía Hans. Éste intentaba creer que Esperanza había sido producto de su imaginación de hombre célibe por fuerza mayor, un sueño erótico delicioso que se fue trocando en una espantosa pesadilla de la cual despertó y que pretendía por todos los medios posibles no recordar jamás.


Pasaron cinco años. El dinero de Manuelita como es lógico se acabó, pero Zoila se las arregló para conseguirle trabajo a través de sus patrones. El empleo consistía en atender la casa de un profesor viudo y sin hijos. Pronto patrón y sirvienta entablaron una hermosa relación de afecto. Jaime Quiroz necesitaba la compañía abnegada de Manuelita y ésta a su vez requería de la seguridad tanto económica como afectiva que encontraba junto al docente que en poco tiempo le enseñó el misterio de las letras. Lo cierto que el sentimiento que animaba a Jaime no era solo la amistad, el soplo del amor había entibiado nuevamente su corazón que solo le pertenecía a su difunta esposa y no se enteró hasta ese día en que extrañó a Manuelita cuando no pudo venir a trabajar por estar enferma.. La amaba tranquilamente, en silencio por miedo a que sí le declaraba sus sentimientos, ésta saliera huyendo, ya que Jaime sabía toda la vida dolorosa de Manuelita. Ella se la fue contando de a poquito en esas tardes en la cocina cuando ella planchaba y él disfrutaba de una taza de té con algún delicioso manjar que preparaba esa mujer silenciosa.

Manuelita seguía viviendo junto a Zoila en la pensión. No aceptó la idea de alojar en su trabajo porque a pesar del tiempo aún seguía buscando incansablemente a Esperanza. Inútiles fueron todas las gestiones que realizó con la policía, las radios emisoras y hasta la televisión. No hubo instancia que Manuelita desaprovechara para ubicar a su hija. Pero todo resultó infructuoso y Esperanza con su hijo seguían totalmente desaparecidos y Manuelita buscando infatigable.

Manuelita a sus treinta y cinco años parecía que había vivido cien. En tan poco tiempo en este mundo le tocó vivir el dolor de muchas vidas. Eso no se reflejaba en su rostro que aún lucía lozano pero si en su corazón y un día Manuelita sintió una punzada enorme en el pecho, peor que la que sentía cuando el recuerdo infernal de su esposo le asaltaba el alma y la mente. Fue como una explosión que la lanzó hacia atrás estrellándose en la pared de la cocina y cayendo al piso. Ahí la encontró Jaime cuando llegó, trasladándola de inmediato al centro hospitalario más cercano.

Cuando Manuelita despertó el terror la invadió. El cuarto blanco con muchas máquinas a su alrededor, una mascarilla que oxigenaba su cuerpo pero que la sofocaba. Sus brazos con agujas que le introducían líquidos desconocidos. Para empeorar su situación se encontraba atada a las barandas de su cama. El pánico amenazó con partirle en dos su frágil corazón . Ante sus gritos, pronto apareció una enfermera que la calmó lo más que pudo. Un médico que llegó corriendo a su lado le explicó en las palabras más simples que encontró, su precaria situación. Había sufrido un infarto y su corazón se encontraba muy débil. Ahora solo debía tranquilizarse y que todos los procedimientos que estaban llevando a efecto en su magullado cuerpo eran necesarios para que se repusiera pronto. Por ahora solo tenía que descansar y estar los más tranquila posible. Manuelita escuchó al galeno atentamente y haciendo acopio a sus fuerzas se tranquilizó. Tenía que sanarse, tenía que vivir hasta encontrar a su hija y a su nieto.
Pronto Jaime estuvo a su lado. Durante todos los días en que Manuelita estuvo privada de su conciencia, ese hombre permaneció junto a ella y lamentó profundamente no haber estado cuando Manuelita recobró el conocimiento. Se había ausentado para ir a su casa a bañarse y cambiarse ropa y en esa escasa hora que tardó en regresar, su amada volvió bruscamente a la realidad sola y espantada.

Pero la vida le tenía reservada a Manuelita una gran sorpresa.Durante todo el tiempo en que estuvo buscando a Esperanza siempre creyó que su instinto materno gritaría con alaridos descarnados cuando se encontrara próxima a su hija. Pero no fue así y la totalidad del período en que ella se encontró hospitalizada, en la sala contigua a la suya permanecía interna Esperanza ¡Sí¡ su hija, aquella por la cual dejó sus pies y literalmente su corazón en las calles buscándola, estaba ahí a unos metros de distancia, reponiéndose de una sobredosis de alcohol y drogas adquirida en una noche de desenfrenos de compra y venta de placeres. La encontraron casi muerta, tirada en una plaza relegada, entre un cúmulo de basura, lugar donde sus ocasionales clientes la abandonaron asustados por el estado de la muchacha. Esperanza militaba por los caminos de la prostitución dura, descarnada y miserable. Se vendía por escasos pesos a clientes de dudosa calaña. El acontecimiento vivido con Hans la marcaron negativamente. La corta edad en que descubrió que sólo fue usada para saciar necesidades la marcaron para siempre. El trauma atroz del abandono, la maternidad y los abusos de los que fue víctima por sus numerosos proxenetas, hicieron trizas su dignidad y los escasos valores que alcanzaron a transmitirle Guacolda y su madre, todo esto aumentado por la maldita herencia genética de su padre, convirtieron a Esperanza en una mujer promiscua y corrompida. Se movía en un ambiente vicioso donde se practicaban todos los excesos depravados y reñidos por la moral. Ella actuaba en ese contexto como una marioneta sin voluntad ni conciencia, dejándose llevar por las situaciones cada vez más execrables. La principal víctima de esta penosa realidad era Antonio, el pequeño hijo de Esperanza, fruto del pavoroso error de sus padres. El niño había crecido entre gente indeseable y soez y muchas veces presenció las inmorales conductas de su madre. La mala vida que le correspondió vivir convirtió a Esperanza en una mujer violenta y descariñada, por lo que en reiteradas ocasiones castigaba duramente a su hijo. Intimamente lo culpaba de todas sus desgracias, desquiciadamente pensaba que si él no hubiese nacido, quizás Hans estaría aún con ella, habría estudiado conviertiendose en una profesional y tendría las armas para luchar de igual a igual con la esposa de Hans por su amor y respeto. Pero había nacido y ahí estaba todo el tiempo llorisqueando, pidiendo pan y aferrándose a sus ropas para evitar que ella saliera del paupérrimo cuarto que alquilaba, a cumplir un compromiso con algún desconocido que solicitaba sus servicios carnales. A sus cinco años el pequeño contaba con numerosas heridas en el cuerpo y en el alma, lo que no presagiaba nada bueno para su futuro. En resumen la existencia de Esperanza y su hijo era un deplorable y espantoso desastre.

Llegó el día en que Manuelita fue dada de alta y ahí estaba su patrón esperándola en el pasillo largo y frío del hospital. En el preciso instante en que apoyada del brazo de Jaime avanzaba por el extenso corredor, se encontró cara a cara con su hija que también abandonaba la sala donde había vuelto a la vida. Ambas se miraron estupefactas y a pesar de las desgarradoras huellas que la virulenta vida dejaran en Esperanza, su madre la reconoció de inmediato. Fueron instantes penosos y cargados de emoción. Ambas permanecían paralizadas y mudas. Manuelita experimentó una punzada traicionera en su precario corazón, pero sacando fuerzas de su interior se repuso y ordenó mentalmente a sus piernas que no flaquearan y la mantuvieran en pie. En tanto Esperanza sintió un loco deseo de salir huyendo, pero sus pies se negaron a llevarla. Jaime que no entendía nada se le ocurrió que nuevamente el corazón de Manuelita fallaba. Finalmente haciendo un gran esfuerzo Manuelita dejó salir un grito desgarrador -¡Esperanza. Hija... hijita te encontré¡ ¡Dios mío¡ ¡ Te encontré! Esperanza remecida hasta sus simientes., no sabía que hacer, por lo que simplemente no hizo nada, ni siquiera cuando su madre la estrechó llorando y cubriéndole de besos la cara Recién Jaime se percató quien era esa ajada muchacha que permanecía impávida recibiendo la avalancha de caricias de su convaleciente madre.

Los acontecimientos que se sucedieron fueron de indescriptible conmoción. Manuelita se negó a quedarse en la casa de Jaime para recuperarse e insistió en ir a la casa de su hija para conocer a su nieto y dejar salir la avalancha de emociones que la ahogaba durante tantos años. La titubeante Esperanza no se pudo negar y llevó a su madre hasta la mísera pieza que rentaba. Manuelita sintió una lacerante punzada en su pecho cuando se enfrentó a la forma en que vivía su hija. Su dolor se agudizó cuando apareció frente a ella su nieto quien era cuidado por una vecina. De cuidado no tenía nada, lucía sucio y harapiento y con evidentes signos de mala nutrición. El niño extendió su manita con la estrella púrpura para saludarla, pero Manuelita lo estrechó en un abrazó que Antonio hacía mucho tiempo no recibía.

Manuelita se propuso la firme determinación de salvar a su hija de la catastrófica existencia que llevaba. Acariciaba la idea de darle una mejor vida a Esperanza y su nieto. Soñaba que con esfuerzo y trabajo los tres saldrían dignamente de la ruindad en la que sus dos amados seres permanecían hundidos. Estaba clara que era una tarea titánica ya que presentía la dureza del corazón de su hija, obtenida por tantos sinsabores. En tanto se dedicó a darles todo el amor contenido, lo cual era bien recibido por el niño, pero indiferentemente por parte de Esperanza. Jamás había sido proclive a las caricias maternas y ahora con todas sus experiencias, sencillamente le molestaban.

Hans seguía al mando de la Estrella Púrpura. La cual crecía constantemente haciendo de él uno de los hombres más ricos de la zona. Se sentía satisfecho de su vida. Su esposa a pesar de su precaria salud le llenaba plenamente con su ternura y eterna fragilidad que parecía hacerla depender de los demás, sobre todo de su esposo. Hans sentía esa necesidad de ella como una misión dignificante y redentora. Junto a Raquel y su hijo que crecía fuerte e inteligente era completamente feliz. La historia con Esperanza la guardó en un rincón oscuro y feo de sus recuerdos, como una buhardilla que no se abre jamás por miedo a que salgan fantasmas delirantes que atormentarán a los vivos si se les deja escapar.

Cuando Antonio cumplió quince años, su abuela asumió que ni todo el cariño que le dio a raudales podría cambiar el sino trágico de su vida. Esperanza tampoco mejoró su torcida vida y ya Manuelita ni siquiera intentaba que reflexionara. Su amiga Zoila murió sorpresivamente, sumiéndola en una gran tristeza ahondada más aún por el hecho de verse en la obligación de abandonar el trabajo en casa de Jaime, ante los reiterados abusos de confianza que su hija cometía en casa del buen hombre, cada vez que ahí se presentaba, escudándose en el noble sentimiento que éste sentía por su madre. Jaime pretendió innumerables veces que nada pasaba, esperando que Esperanza recapacitara y aceptara el amor redentor de su madre, que la salvaría de la caída libre a la que empujaba su joven existencia. Pero fue inútil y ante la realidad descarnada no le quedó más remedio que aceptar la renuncia de Manuelita. Pero su nobleza a toda prueba lo llevó a ayudarla a tramitar una jubilación debido a su delicado estado de salud. La cantidad que obtenía no era mucha, pero al menos tenía la certeza que mensualmente contaría con una cifra segura que la mantendría en forma precaria pero digna. Eso esperando que algún día Esperanza sentara cabeza y se pusiera a trabajar en algo decente, y que se hiciera cargo de la mantención de su hijo y la propia ya que manuelita llevaba todo la carga sobre sus ya cansados hombros, pues lo que Esperanza ganaba en sus indecorosas andanzas,jamás las invertía en nada que se relacionara con el hogar y su minúscula familia.

Hanss a sus cuarenta y cinco años era un hombre saludable y pletórico de ganas de trabajar. Lo hacía de sol a sol como un peón más. Quizás lo hacía para desahogar todo su vigor viril, lo cual no podía hacer en toda su magnitud con su enfermiza esposa y él ya tenía muy claro que buscar fuera del matrimonio alivio a sus inquietudes varoniles, en el pasado le trajeron funestas consecuencias. Por lo que simplemente se dedicaba a trabajar con ahínco, para que cuando llegara la noche caer rendido junto al frágil y oloroso cuerpo de su mujer, que lo acariciaba cándidamente hasta que él conciliaba el sueño feliz y satisfecho.
Pero un día comenzó a sentir que le faltaban las fuerzas. Por la mañana experimentaba una sensación de ligeras nauseas y le costaba cada vez más abandonar el lecho. Por las noches despertaba inundado en un sudor espeso que le pegaba las sabanas al cuerpo. Ya no sentía el mismo placer al comer y se alimentaba porque tenia muy claro que debía hacerlo. Bajó varios kilos y cuando ya pasaron dos días que le fue imposible abandonar la cama y antes la insistencia de Raquel y oskar, ordenó a una de sus sirvientas que llamara al médico de cabecera de la familia, el mismo que atendió a su padre hasta sus últimos momentos y que auscultaba a Raquel periódicamente. El facultativo no tardó en aparecer y al comprobar el rápido deterioro físico de Hanss, no dudo en ningún momento que algo muy serio estaba ocurriendo en el cuerpo de su paciente. Le vino a la memoria la penosa vivencia de Raff y lo tarde que descubrió el mal que lo aquejaba. Lo examinó minuciosamente y al llegar a la parte genital palpó lo que temía. Unos nódulos duros como guijarros de río invadían los testículos de Hans. Tratando de conservar la calma el facultativo lo conminó a viajar lo antes posible a la ciudad a practicarse una serie de exámenes para descartar cualquiera anomalía, a pesar que ya tenía clarísimo el diagnóstico pero no se atrevió ni siquiera a insinuárselo, prefería tener la seguridad de los análisis.

Hanss sintió que el cabello se le erizaba. La imagen de su padre muriéndose de a poco en su lecho de agonía le invadió su mente. Lo veía en todas partes. Flaco y vencido, sus huesos amenazando con romperle la piel resumida a un pellejo verdoso. El dolor que a pesar de los innumerables calmante, se resistían a dejarlo en paz. El periodo entre que se efectuó los exámenes y esperar los resultados fue tortuoso. Experimentó diversas sensaciones de pánico, angustia y arrepentimiento. Estaba seguro que lo que le estaba pasando era una especie de ajuste de cuentas por sus graves faltas. Por primera vez en muchos años pensó en Esperanza y dejó entrar en su cerebro la imagen de su hijo, el cual nunca había asumido del todo. Sintió el impulso de contarle todo a su esposa, pero el miedo a su reacción lo paralizaba. Su hijo lo animaba en todo momento tratando de impregnarle la firme convicción que no tenía nada malo y que esas durezas testiculares se debían al hecho que cabalgaba en exceso. El mismo Oskar se consideraba un estúpido al decir tales bobadas , pero la angustia de su padre le exigía a inventar una y otra posibilidad cada una más descabellada. Raquel por su parte con la dulzura de costumbre, lo emplazaba a mejorarse de lo que tuviera, ya que sabía que partiría muy luego y alguien tenía que hacerse cargo del muchacho, que a esas alturas contaba con frescos dieciséis años y que estudiaba afanosamente en un prestigioso colegio de la ciudad vecina y por tal motivo solo viajaba los fines de semana al lado de sus enfermos padres.

Por fin los exámenes estuvieron listos y arrojaron el lapidario diagnóstico: Cáncer testicular el mismo mal que mató a su padre, con la única diferencia que no presentaba metástasis por lo que hacía más benévolo el pronóstico. Esto significó un duro golpe para Hanss y su familia. Raquel sufrió un síncope que casi la despacho de inmediato al otro mundo. Oskar creyó que su mundo se desmoronaba, pero su juventud le dio ímpetus para mantener la cabeza fría y acompañar a sus deteriorados padres y no dejar de lado sus estudios, una tarea titánica para cualquier muchacho de su edad, pero el poseía esa fuerza interna heredada de sus antepasados para enfrentar la adversidad de la mejor manera posible.

Hanss se trasladó a la ciudad en forma definitiva al menos por los tres próximos meses, para someterse al tratamiento que le permitiría presentar la pelea al mal que quería matarlo como lo había hecho con su padre. Su hijo que estudiaba en la misma ciudad, permanecía casi la totalidad del tiempo a su lado. En tanto Raquel se quedó completamente solitaria en la enorme hacienda. Su madre ya no existía y su hermana no se encontraba en el país hacia varios años. Por primera vez en su vida estaba sola, sin la presencia de las personas que la amaban y a los cuales amaba. Esa experiencia marcó el principio del fin de la dulce Raquel echando a andar el engranaje de la complicada maquinaria del carro que la llevaría en corto tiempo al otro lado de la vida en un viaje sin retorno.

Hanss se sometió a una invasiva operación donde le arrancaron de cuajo sus dos testículos en un desesperado intento por salvarle la vida. A pesar de la drástica medida que Hanss tuvo que aceptar por ser la única posibilidad que le ofrecía la medicina, para mantenerlo vivo, éste no se inquietó mayormente por lo que significaría su vida futura, lo único que ansiaba era eso: Tener vida futura. Necesitaba estar junto a su hijo y esposa. Total su matrimonio jamás estuvo basado en materia sexual alguna y desde el suceso con Esperanza, los placeres de la carne pasaron al ultimo lugar en las prioridades de Hanss. El doctor le explicó que con un tratamiento de hormonas ni extrañaría sus gónadas. Lo único que le estaría vedado sería la paternidad, pero eso a sus años tampoco presentaban una dificultad tan grande, total tenía un hijo, un maravilloso, apuesto e inteligente hijo, un hijo ¡Un solo hijo¡.Nuevamente Hanss encerró sus espectros en el cuarto oscuro de los secretos feos e inconfesables.

Esa mañana sorprendió a Manuelita sentada en el humilde lecho esperando la llegada de su nieto. A esperanza ya no la esperaba porque rara vez pernoctaba en la pequeña casita que a costa de muchos sacrificios y la ayuda del incondicional Jaime quien ya no pertenecía a este mundo, logró adquirir. Presentía que algo muy malo estaba ocurriendo con Antonio. Y sus presagios se vieron confirmados cuando tocaron a su puerta y al abrir se encontró con un par de policías que le informaron que el muchacho se encontraba preso en el retén cercano a su domicilio. Rápidamente Manuelita llegó al sitio indicado y el oficial a cargo le comunicó que Antonio se había visto involucrado en un robo a una residencia particular junto a otros chicos. Fueron sorprendidos con las manos en la masa y detenidos. Los otros muchachos por ser mayores de edad fueron remitidos de inmediato a la cárcel, pero Antonio por ser aún un niño fue retenido en el cuartel a espera de la decisión del Juez, quien dictaminaría su suerte esa misma mañana. Manuelita vio salir a su nieto esposado rumbo a la audiencia con el Magistrado. Una puñalada de dolor amenazó con paralizar su delicado corazón. Tuvo que afirmarse en el muro de la estancia a esperar que el malestar se fuera. Tambaleante salió tras el del chico, que rojo de vergüenza evitaba mirarla a la cara.

La sentencia de la autoridad fue categórica e inflexible: Antonio debería ingresar a un Centro de Orientación Juvenil, nombre más suave que se le da a una cárcel, donde los reos son chiquillos, la mayoría con una carga social que ellos no pidieron llevar, pero, que por causas ajenas a se vieron forzados a hacerlo. Niños atrapados por las drogas, la pobreza, la falta de oportunidades o simplemente como era el caso de Antonio, rechazados por sus propios padres.

Cuando Antonio oyó la lapidaria sentencia rompió en lagrimas y volvió su mirada suplicante hacia a su abuela que unos metros más atrás de él lloraba silenciosamente. Sabía que ese lugar no era el mejor, ya que muchos de sus amigos de la calle habían vivido la experiencia de estar internos en dichos centros y por lo que contaba, era el infierno mismo. Inútiles fueron los ruegos de Manuelita ante el Juez. La ausencia de la madre, la deserción escolar de Antonio y la precaria salud que le impedía como abuela cumplir el papel de supervisión y corrección del joven, fueron las agravantes que llevaron al Magistrado a dictaminar el fallo sin posibilidad de apelación alguna.
Manuelita acompañó desde lejos a Antonio en el trayecto desde el Tribunal al recinto carcelario. Pacientemente esperó hasta que el encargado le entregó la lista de los enseres que requeriría su nieto en el lapso que estuviera retenido en ese lugar. Fue imposible verlo, ya que las visitas estaban reglamentadas para los días Jueves y Domingo y ese día era Lunes. Más tarde volvería con todos los útiles solicitados y una enorme maleta con la ropa del muchacho.

Fue la noche de ese horrible día, que Manuelita se decidió a enfrentar a Hans para exigirle que asumiera su responsabilidad de padre. Ella sabía que el único que podía ayudar a Antonio era él, ya que de Esperanza, hasta ese momento inubicable, no esperaba nada. Ni siquiera podía comunicarle lo que pasaba con el muchacho y aunque pudiese hacerlo, la reacción de su hija sería la misma de siempre, se encogería de hombros y diría -Al padre pues...¿Qué más se puede esperar? Liberándose así de toda responsabilidad en el actuar de su hijo.

Esperó impaciente el día en que podría visitar al muchacho. Cuando llegó el momento y lo tuvo frente a ella, los reproches ensayados en esos días angustiosos se desvanecieron entre el torrente de besos y lagrimas con los que empapó a Antonio. El chico ya más calmado con la tranquilidad que otorga la resignación, le imploró perdón y juró que se portaría de maravillas para ver más adelante la posibilidad de recuperar su libertad. Pero Manuelita sabía que en ese sitio las nobles intenciones de su nieto naufragarían como un frágil barco de papel en un océano encabritado por una poderosa tormenta, de ahí la urgencia de sacarlo lo antes posible de aquel lugar.

Nunca imaginó Manuelita que en esos quince años la región donde nació y comenzó a sentir el dolor de estar viva, hubiese cambiado tanto. Los caminos otrora terrosos senderos, ahora yacían muertos bajo una lápida de pavimento. El largo trayecto que ella hiciera muchas veces junto a Guacolda y Esperanza entre el campo y la ciudad a lomo de caballo por falta de otro medio de locomoción, ahora se hacía en cómodos tranvías que devoraban como bestias hambrientas las calzadas relucientes. A bordo del vehículo de transporte miraba asombrada los cambios que experimentara la comarca durante su ausencia. A la orilla de la senda, numerosos galpones reemplazaban los corrales insalubres que antiguamente albergaban cerdos, aves, ovejas y toda la gama de animales domésticos con que era bendecida la zona. Los sembrados lucían como batallones de verdes guerreros, repartidos en forma estratégica y los bosques donde había sido engendrada, ya no formaban ese lecho vegetal con sábanas verdes y sedosas que acogieron cálidamente los cuerpos ardientes de pasión de sus progenitores, en su lugar se erguían rumas y rumas de troncos secos y pelados como momias exhumadas de sus tumbas.

Frente al enorme portón de la finca de los Folsh, Manuelita temblaba como hoja otoñal. Tenía que encontrar las palabras para enfrentar a ese hombre que tanto daño les hizo con su inconsciente proceder. Temía que al enfrentarlo, el miedo intrínseco de su condición de ex inquilina, le impidiera exigirle a Hans, cumpliera con su deber. A pesar de que tenía todas las razones del mundo para decirle de todo, lo único que pedía a Dios, era al menos que pusiera un par de palabras en su boca y que las dejara salir en el momento adecuado. El portón se abrió ante los escandalosos golpes con los que Manuelita anunciaba su presencia, apareciendo un mozo robusto y rústico quien le preguntó en tono no muy amable, que quería. Manuelita tomó aire, llenó sus pulmones de oxigeno y sin dejarlo salir del todo, dijo con vos firme -Deseo hablar con el señor Hans Folsh!,¡Dígale que soy Manuelita, la madre de Esperanza y que no me iré hasta hablar con él! El hombre la miró asombrado y ante la firmeza de las palabras dicha por la frágil mujer que sin que él se percatara, se estaba poniendo morada por la falta de aire. Se dio media vuelta no sin antes cerrar el gran portón y desapareció rumbo a la casa patronal, momentos que aprovechó Manuelita para recuperar la respiración., Luego de un largo rato, el portón se abrió nuevamente, apareciendo el mismo hombre en el quicio . Con un gesto le indicó que lo siguiera, orden que Manuelita obedeció con la cabeza erguida, el estómago apretado y las piernas tan flojas, como de un recién nacido. Cuando percibió que la enorme puerta de corpulenta
madera se cerraba tras de ella, una sensación de haber sido tragada por un animal gigante, la invadió por un breve momento y estuvo a punto de devolverse y pedir a gritos que la dejaran salir de ahí, pero se contuvo y siguió al hombre que ya la aventajaba en varios metros

Una vez en el interior del caserón, pocas cosas le fueron familiar. El piso, antes de recio roble, ahora era reemplazado por una moderna y fina cerámica, que paradojalmente trataba a duras penas de aparentar que era madera. Los muros lucían pintados cada uno de diferente color, dando un aspecto alegre al recinto, otrora tan severo y conservador. El mobiliario era realmente innovador y vanguardista. Lo único que se conservaba intacta de la antigua decoración, era la enorme chimenea. Una oleada de nostalgia invadió el corazón de Manuelita y recordó esos años, que si bien dolió lo suyo, también existió la felicidad. Evocó a Guacolda con esos ojos celestes y las manos duras para el trabajo, pero suaves para la caricia cuando alguna urgencia infantil de ella o Esperanza la requiriera. Recordó esos tiempos cuando junto a su madrina soñaba con un mejor futuro para la hija de la violencia desenfrenada de un hombre cruel que estuvo a punto de quebrar su espíritu, pero que gracias a Guacolda se fue de cabeza al infierno, dándole a las dos personas que más amaba en el mundo, la posibilidad de seguir adelante. Pero Guacolda no estaba cuando apareció Hanss en la vida de Esperanza, porque de haber sido así, Manuelita estaba segura que ésta se habría encargado de mandarlo a hacerle compañía al desgraciado de Pedro, antes que permitir dañara a la muchacha. Tan absorta estaba en sus pensamientos y recuerdos, que no escuchó cuando el hombre que la guío hasta el interior de la casa, la conminó a entrar al amplio despacho cuya puerta entornada daba a la amplia sala . La temblorosa Manuelita cruzó la entrada, como quien se arroja desde una avión al vació sin saber si le funcionara o no el paracaídas. Una vez en el interior de la habitación lo primero que vio fue a un hombre muy delgado y pálido tras un enorme escritorio. Le costó reconocer a Hanss. Estaba desmejorado y envejecido, pero la voluntad que advirtió en sus ojos, le dejó muy claro que no iba ser fácil razonar con él. Sus piernas ya se daban por vencidas y amenazaban con dejarla caer al lustroso piso. Hanss ni siquiera la invitó a sentarse. Agrio y despectivo, le preguntó en voz alta y tan áspera en un grito amenazador y terrible.- ¿Qué buscas aquí? ¡Yo no te debo nada, te pagué todo y realmente no sé que es lo que quieres. Te ruego ser breve. Tengo mucho que hacer.Manuelita sintió que se orinaría sin remedio en el medio de la sala, pero sacando fuerzas de sus múltiples flaquezas, contuvo sus esfínteres y le contestó con un tono lo más parecido posible al de su interlocutor . ¡Vengo... porque el hijo de Esperanza y suyo necesita de su ayuda, además es lo que le corresponde hacer.... Manuelita no alcanzó ni siquiera a terminar su argumento, porque un Hanss furioso se incorporó de su mullido asiento y golpeando la superficie de su finísimo pupitre, estalló en un acceso de furia y vociferando con un rugido magnifico, le contestó- ¡Mira infeliz! ¡Yo tengo un solo hijo¡. Ahora quiero que te vayas inmediatamente de aquí, si no quieres que te saque con los perros o a balazo limpio. ¡Qué te haz creído, guasa de mierda, venirme a cargar el bastardo de la desgraciada de tu hija!, Esa chiquilla caliente que se fue de aquí con algún infeliz igual que ella, ¡Sale inmediatamente de aquí! ¡Te fuiste¡ Todos estos insultos fueron pronunciados por Hanss mientras salía de detrás de su escritorio, avanzando amenazador hacia Manuelita, quien impávida aguantaba el torbellino de insultos. Cuando estuvieron frente a frente, manuelita vio en esos ojos celestes tan parecidos a los de la de la difunta Guacolda, similar en el color, por que las emociones que reflejaban eran muy diferentes a la misericordiosa mirada de su extinta madrina. Parecía que el mismo Satanás la estaba mirando con un par de brazas celestes. En ese momento Manuelita asumió que con Hanss no lograría absolutamente nada, excepto insultos y vejaciones. Ella estaba clara que ni con unos mentados exámenes que escuchó, eran lo más moderno para probar la paternidad de algún padre escurridizo, lograría que Hanss aceptara a Antonio como su hijo. Recurriría a cualquier argucia para escapar a su responsabilidad. Pero igual se la jugó y suplicante se arrojó a los pies del enfurecido otrora su patrón, e imploró con su corazón de abuela sangrando por sus ojos, por su boca. -Patrón... Ayúdelo. Es su hijo. Tiene su marca, la estrella púrpura... Todo fue inútil. Hanss con ambas manos cubriéndose los oídos, toleró los ruegos de la mujer, por unos escasos minutos. Luego llamó a su empleado que permanecía fuera de la estancia y le ordenó sacar a la llorosa mujer fuera de la casona. El hombre obedeció sin preguntar nada. Levantó a Manuelita de su sumisa posición y casi en andas la llevó al exterior. Antes de salir, ella de un manotazo se limpió las lagrimas y luchando con el abrazo férreo de su custodio, buscó los ojos de Hanss y pronunció una lapidaria sentencia. ¡Se arrepentirá patrón! ¡se lo juro!. Pero si cambia de opinión, en esta dirección nos puede encontrar a Antonio y a mi...Agregó con la suplica colgando de su envejecida boca, mientras extendía un papel con los datos anunciados al furibundo Hans, quien de un manotazo se lo arrancó de las manos arrojándolo sobre su escritorio quedando sepultado bajo una ruma de hojas de todas formas y tamaños.

Cuando Manuelita escuchó el portón cerrarse tras su espalda, experimento la sensación de estar siendo sepultada junto a Esperanza y Antonio y ese ruido metálico que hirió sus oídos era la tapa de la loza de la tumba.

Raquel se fue de este mundo una mañana. Dulce y resignada se aferró a la mano huesuda que la muerte le tendía y se marchó.
Para Hans el fallecimiento de su esposa fue un duro golpe que casi lo deja tendido en el penoso camino de su recuperación. Raquel significaba el remanso tibio de las cosas buenas. Junto a ella se sentía puro y bondadoso, como un ser etéreo sin necesidades física que satisfacer, exento de todo esos afanes que una vez satisfechos, vuelven a aflorar más hambrientos que antes.
Oskar se convirtió en su ancla a la vida. Por él siguió el estricto tratamiento que lo dejaba exánime y vomitando como mujer embarazada.
La batalla contra el cáncer duró un periodo de seis meses. El mal pareció ceder ante el ataque de cuanta droga y rayos le aplicaran al exangüe cuerpo de Hans para obligarlo a salir. Una mañana su médico tratante lo citó a su oficina situada en el centro de la ciudad donde se estaba tratando, para anunciarle que ya podía respirar tranquilo, porque al parecer sus células se estaban comportando bien y habían cejado en su intento de formar porquerías.
Hans le pidió paciencia al espíritu de su esposa que parecía acompañarlo porfiadamente, él partiría a su lado cuando en este mundo su hijo ya no lo necesitara, para así reunirse con ella y volviera a brindarle esa paz que tanto falta le hacía.
Ese año Oskar ingresaba a la universidad. Con un excelente puntaje académico el joven comenzaba sus estudios en ingeniería agrónoma, ya que como sus ancestros, amaba a la naturaleza.
En la última etapa de su tratamiento Hans vivió junto a su hijo que residía en un lujoso departamento en el centro de la ciudad, cerca de su sede estudiantil, pero ahora sano, decidió volver a la Estrella Púrpura, ya que añoraba los parajes campestres en donde la presencia de Raquel se hacía más rotunda y también con la intención de dejar a su retoño tranquilo, para que así dispusiera de su vida independiente recién estrenada.
Y en la Estrella Púrpura se encontraba Hans cuando por el teléfono una voz plana, le comunicó que Oskar había sufrido un accidente que le arrancó la vida. Por un momento no sintió suelo bajo sus pies. Una sensación de ir cayendo en un abismo interminable lo invadió. Luego la nada lo acogió en sus manos intangibles.
Al salir del cementerio en los alrededores de la Estrella Púrpura donde quedaron los juveniles restos de Oskar junto a su madre, Hanss experimento la sensación más horrorosa que hubiese sentido en toda su vida, mayor que la que lo aquejó cuando su padre enfermó y murió, superior a la que lo sacudió cuando su esposa se fue físicamente. La muerte de su madre Pamela no le causó algo peor que una sensación de desasosiego ante un acontecimiento que nos irrita, no que nos apene. El estremecimiento que ahora torturaba su alma era la certeza de haber quedado solo en el mundo. Todas sus raíces se las tragó la tierra del camposanto donde ahora dormían sus seres queridos. Un pensamiento doloroso rasgó su cerebro y el recuerdo de Esperanza se instaló en la herida ocasionada por la evocación. Nuevamente su hijo bastardo le mordió la conciencia adormilada. Quizás si él lo buscara y le diera el lugar que le correspondía, conseguiría la redención que le permitiría estar con los suyos cuando le llegara la hora de partir de este mundo, ya que la obsesiva idea de que todos los oscuros acontecimientos que de un tiempo atrás a la fecha se estaban desarrollando, era el castigo por su despreciable proceder anterior con todos esos seres más débiles que él.
Por las noches en su solitario lecho comenzó a tejer la posibilidad de buscar a ese hijo por el cual su abuela, dos años atrás suplicara de rodillas ante su presencia indolente.
Finalmente Hans se decidió. Con la emoción martillándole las sienes buscó frenéticamente la hoja de papel insignificante que Manuelita le diera en esa violenta jornada que ambos vivieron en su despacho. Milagrosamente lo encontró agazapado en un rincón de un cajón, amarillo y arrugado como la cara de su padre poco antes de morir.

La remota posibilidad de encontrar a ese hijo olvidado devolvieron a Hans algo parecido al vigor que ya parecía olvidado por su cuerpo y alma. Ensayó la forma en que enfrentaría al joven que calculaba tendría diecisiete años. Una punzada emocional le atravesó su contristado corazón al imaginarlo. Cuando lo hizo su mente le mostró la imagen de Oskar, con su apostura y la mancha púrpura en forma de estrella en su mano derecha. Luego se convenció que lo primero era encontrarlo, lo demás vendría después, bueno o malo afloraría en el momento como un fértil vegetal o una áspera maleza.
Ya en la capital, Hans se dirigió raudamente a la dirección garabateada en el rugoso papel. El tiempo quiso borrar lo escrito, pero las letras férreamente asidas, lo conservaron nítido.
Ahora frente a la vivienda, sus nudillo desesperados se estrellaban frenéticos contra la puerta de la humilde casa sin recibir respuesta desde su interior. Una mujer salió de la casa vecina dirigiéndose al descontrolado Hans cuya mano enrojecida de tanto golpear la madera escondía su sello familiar - ¿A quién busca caballero? Hans por un momento no pudo recordar el nombre de ninguna de las mujeres encargadas de su hijo, pero luego el nombre saltó de su lengua –A la señora Manuelita o Esperanza- contestó tembloroso, no sabía si por el esfuerzo o las emociones que ya lo inundaban..
-La Señora Manuelita falleció hace como un año señor, su corazón la mató. Estaba bien malito- dijo la mujer empleando un tono lastimero. Hanss casi se muere de la impresión por la noticia -¿Y su hija? ... Esperanza . Interrogó suplicante mientras sudaba copiosamente. – ¿Usted que es de ella? Averiguó su interlocutora. Hanss no sabía que responder. Una oleada de confusión amenazaba arrasarlo por completo.
-Soy el abogado de su antiguo patrón- mintió él me encargó ubicarlas por una herencia. La mujer titubeó y luego de un breve momento dijo. –Mire señor... Esa mujer andaba en muy malos pasos y algo le pasó... Ahora está recluida en un hospital.... Dicen que tiene SIDA y ya ni moverse puede.... ¿Y su hijo? ¿Qué fue del muchacho? Preguntó Hans casi en un grito. –No sé señor... contestó la interrogada. Lo único que podría decirle es que él hace años que no viene para acá. Ha estado preso en innumerables ocasiones. ¡Salió bien malo el chiquillo!. Su pobre abuela hizo lo indecible por enderezarlo, pero fue inútil. Creo que eso le aceleró la muerte digo yo. Hans se apoyó en la puerta de la otrora casa de Manuelita para no caer. Un cúmulo de emociones le nublaba el cerebro impidiéndole pensar. Recuperada una pequeña porción de razón preguntó ilusionado ¿Usted sabe en que hospital está Esperanza? La mujer lo miró con la preocupación pintada en su rostro, por el estado que iba adquiriendo aquel desconocido. Lo veía a punto de desplomarse -¿Se siente bien? Requirió al pálido Hans-¿Sabe o no sabe? Gritó superado por los hechos. Ella le miró molesta y con voz irritable pronunció la dirección del sanatorio donde se suponía que Esperanza estaba.
Sin siquiera agradecer a su información, Hans salió de la presencia de la estupefacta señora. Hizo parar un taxi y dando la dirección a donde quería que lo llevara, se hundió en el asiento posterior del automóvil de alquiler.
Ante el recinto hospitalario se sobrecogió por su lúgubre aspecto. Ya en su interior requirió datos sobre Esperanza al inhóspito personal encargado. Después de un largo rato, una adusta funcionaria del hospital le llevó a la puerta de una sala que albergaba unas diez camas, la mitad desocupadas.. Comenzó a avanzar por el pasillo que se formaba entre la hilera de catres ocupados por moribundas y la húmeda pared de la espaciosa y fría habitación. En la última cama junto a la pared donde la sala expiraba, divisó un rostro pálido y desencajado que le despertó un recuerdo ya desvanecido por los años. Incierto se acercó a la sufriente que le trajo a la memoria a su padre agonizante –Hola patrón susurró la mujer, amarilla y ajada como una carta vieja. -¡Esperanza! Exclamó Hans consternado ¿Eres tú? –La misma - expresó dolorosamente la otrora desafiante y ardiente chiquilla que lo enloqueció y obligó a salir el monstruo que yace en el fondo de la mayoría de los humanos –¿Qué lo trae por acá? Indagó dando un tono mordaz a su voz balbuceante. -Esperanza, suplicó el hombre. Sé que fui un canalla, pero quiero conocer a tu hijo... o sea mi hijo...Tengo que verlo, hablar con él. Ayudarte, ayudarlo. Le daré mi nombre. Todo lo mío le pertenecerá. Necesito desesperadamente una oportunidad para reparar el daño que les provoqué. Ella lo miró burlona, sus ojos deslucidos recobraron el brillo que tanto temor despertó en él años atrás. – Usted no me puede ayudar, me estoy muriendo ¿ entiende? Y por él es muy difícil que pueda hacer algo...¿Sábe patrón? Creo que llegó demasiado tarde. Agregó, girando su cabeza hacia el glacial y desteñido muro, con la clara intención de dejar hasta ahí la conversación. –¡Por favor Esperanza¡ Dime donde puedo encontrarlo. Te lo suplico. Rogó Hanss abatido por completo, vencido, humillado y lloroso. Esperanza volvió su cara hacia él y despectivamente respondió -¡No sé dónde está y aunque supiera no se lo diría!, ¡Ahora váyase! No quiero escucharlo más, Maldito seas Hanss Folsh, maldito seas. Acto seguido cerró sus ojos y permaneció porfiadamente callada ignorando por completo la presencia y las suplica de aquel que amó con todos sus sentidos, incluidos los bestiales.

Finalmente Hanss rendido ante el silencio de la moribunda Esperanza. Salió a la calle, afuera la noche lo había inundado todo, como el desaliento lo hacía con su corazón. La obsesión por encontrar a ese hijo le apretaba el alma. Intentaría hasta lo indecible por hallarlo. Ni siquiera recordaba el nombre que Manuelita le dijo llevaba el muchacho, pero lo averiguaría. Tenía una pista y era que tenía una mancha púrpura en su mano derecha con forma de estrella exactamente igual a la que poseía él, según le informó Manuelita y Hanns estaba seguro que ella no mintió.
Avanzó por las calles desiertas. Caminó un largo rato alejándose del penoso hospital donde Esperanza estaba muriendo.
Al enfrentar una esquina, un grupo de muchachos de dudoso aspecto lo rodeó- Buenas noches caballero- lo abordó uno de ellos. ¿Tiene un cigarrito que nos regale? _No fumo- contestó molesto Hanss ¿Y que tenis entonces viejo culiao? Le impetó otro de los jóvenes con evidente signos de estar drogado o bebido. Hanss intentó abrirse paso entre la muralla humana formada por esa carne joven castigada por los vicios y el abandono social y familiar. ¿a dónde vai viejo e mierda? Le grito uno de los chicos mientras lo agarraba firme de un brazo arrojándolo al suelo. Lo último que vio Hanss antes que el afilado cuchillo se encontrara con su corazón para partirlo en dos, fue la mano que lo empuñaba. Esta lucía una mancha color púrpura en forma de estrella, exactamente igual a la que tenía en la suya, crispada ante la muerte.






















Texto agregado el 21-06-2012, y leído por 156 visitantes. (1 voto)


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